sábado, 28 de junio de 2014

Traducción: The Meaning of American Pie (El significado de American Pie)

Fuente (texto original): https://www.cfa.harvard.edu/~jdevor/links/TheMeaningOfAmericanPie.htm


American Pie – Don McLean
La canción es un tributo a Buddy Holly y un comentario sobre cómo cambió el rock and roll después de su muerte. McLean se lamenta de la ausencia de buena música bailable de fiesta, atribuyéndolo a la muerte de Buddy Holly y otros. 

A long, long time ago [Hace mucho mucho tiempo]
El álbum que contenía "American Pie" se publicó en 1972. Buddy Holly murió en 1959.

I can still remember how that music used to make me smile [Aún recuerdo cómo esa música me hacía sonreír]

And I knew if I had my chance [y sé que, si tenía la oportunidad,]

That I could make those people dance [podía conseguir que la gente bailara]

And maybe they'd be happy for a while [y quizá fueran felices por un momento]
Una de las primeras funciones del rock and roll era ser una música bailable para distintos eventos sociales. McLean recuerda que deseaba convertirse en un músico que tocara ese tipo de música.

miércoles, 25 de junio de 2014

Fragmento: En el camino (Jack Kerouac)

En el camino es una novela semi autobiográfica escrita por el autor beat norte americano Jack Kerouac en 1951. La novela narra los viajes que hicieron Kerouac y sus amigos entre 1947 y 1950 por los Estados Unidos de America. En el camino cuenta con la narración del alter ego de Jack Kerouac (Sal Paradise) y su eje fundamental es la relación de este con uno de los iconos de la cultura beat, el díscolo Neal Cassady, que en la novela aparece como Dean Moriarty, así como la subcultura, la drogas o el sexo.

sábado, 21 de junio de 2014

Fragmento: Groucho y yo (Groucho Marx) Cartas a la Warner

Groucho y yo es una novela autobiográfica escrita (creánlo o no) por el cómico norteamericano Groucho Marx en 1959. En ella narra con su ingenio habitual diferentes aspectos de su vida, haciendo un recorrido por su infancia, su adolescencia, y centrándose luego en sus primeras actuaciones para terminar contando algunas anécdotas personales en las que se permean algunas de sus manías.

miércoles, 18 de junio de 2014

Fragmento: Breviario de podredumbre (Emil Cioran)

Breviario de podredumbre es un libro escrito en francés por el autor rumano Emil Cioran. Escrita en en un estilo aforístico y un humor corrosivo, representa una crítica mordaz al idealismo, principio de todo fanatismo, la religión, la política y la filosofía.

miércoles, 11 de junio de 2014

Reseña de Pregúntale al polvo (John Fante) y prólogo de Charles Bukowski

Pregúntale al polvo (Ask the dust) es una novela semi-autobiográfica del escritor norteamericano John Fante. Publicada por primera vez en el año 1939 por la editorial Stakpole, no fue hasta los ochenta cuando la obra adquirió cierta fama, gracias a una reedición insistida por el popular escritor Charles Bukowski, quien idolatraba a Fante desde que se encontrase por casualidad este libro en una de las estanterías de la Biblioteca Municipal de Los Angeles a la que acudía.

lunes, 9 de junio de 2014

Fragmento: Un hombre acabado (Giovanni Papini)

Un hombre acabado es una novela autobiográfica escrita en 1912 por el escritor italiano Giovanni Papini. En el libro Papini nos habla de su infancia, su adolescencia y etapa adulta en un tono melancólico y desconsolador, nos explica sus primeros coqueteos con la literatura, sus descubrimientos filosóficos, amistades, sus éxitos, fracasos y sus peores miedos.

fotografía de giovanni papini
Giovanni Papini
El fragmento pertenece al capítulo VIII "El descubrimiento del mal": 

De una infancia salvaje y precozmente introspectiva: de una humillada soledad impuesta por la timidez: de la adversidad y la miseria; de las repetidas derrotas de un enciclopedismo demasiado ambicioso; del lirismo elegiaco rumiado por caminos grises, entre muros ennegrecidos bajo cielos de ceniza; de los confusos ímpetus hacia una vida heroica, digna, poética en seguida negados y anegados en la maldita continuidad de una vida reducida, provinciana, estrecha y mortificante, surgió un pesimismo desesperado y encerrado en sí mismo como en una fortaleza sin ventanas. Apenas el intelecto —al fin de la adolescencia— fue mayor de edad, pidió sus razones a la vida y no obtuvo respuesta. La teoría dio forma a la melancolía. A la tristeza física absoluta de las tardes festivas invernales, siguió la investigación acerca de los bienes y de los males de la existencia, y el espíritu respondía o no a toda promesa; replicaba no a todo sueño inverosímil, a todo falso placer, y soplaba sobre los últimos encantos como el viento de medianoche, sobre la escasa llama subsistente de una mala luminaria.

A la languidez de las vigilias fantaseadoras, cuando entran ganas de compadecerse a sí mismo, sin razón, como nunca se compadecerá nadie, siguieron las investigaciones acerca de la naturaleza del dolor, sobre la brevedad de las alegrías, sobre el balance de la felicidad terrestre, a los sonetos patéticos por el fin de los días y de los otoños, siguió la firme intención de protestar pública y racionalmente contra la bestial aceptación de la vida.

A esa edad, la perpetua interrogación inútil, se me representó con las mismas palabras de todos los tiempos y de todos los tediosos: ¿la vida es digna de ser vivida?

¿Qué podia responder? La vida me prometía poco y no me daba nada. No podía esperar riqueza —ni triunfos en los estudios, ya que desde el principio había enfilado por necesidad un camino escolar, breve y mediocre —ni amor de las mujeres, porque era feo y miedoso— ni ilimitación de saber, porque me dañaba el pensar en las empresas truncadas. Pocos se cuidaban de mí, nadie me quería bien, excepto mi padre y mi madre, demasiado lejanos de esta alma que venía de ellos y que, sin embargo, a ellos mismos parecía extraña.

No me quedaba más que el pensamiento: siempre me había gustado generalizar, estrechar relaciones entre hechos aislados, adivinar leyes, desmontar y remontar teorías. Poco antes, con la "Scienza nuova" mal comprendida, se me había puesto en la cabeza, construir una filosofía de la historia literaria, y me había imaginado descubrir los cursos y recursos del arte, las causas de las grandezas y de las decadencias en las literaturas. Desde entonces, Taine me abría el cerebro y sentía envidia por aquella su facilidad de componer esquemas claros, ordenados y simétricos de ideas, apenas coloreados, entre una y otra línea, de abundancia de hechos; el demonio teórico acechaba al niño poeta y me inspiraba las fórmulas, los sentimientos y los bien deducidos corolarios.

Ya armado el pensamiento, se lanzó, pues, a esta vida miserable, sin carnavales y sin faros y se apresuró a descubrir en ella el vacío y callado dolor. ¿Está toda aquí? A cada deseo, una repulsa; a cada aspiración, un mentís; a cada esfuerzo una bofetada; a todo el anhelo de felicidad que nos toma a los dieciséis, a los dieciocho años, la promesa de la nada. ¡La nada enmascarada de cien maneras! Fe, gloria, arte, acción, paraíso, conquista: máscaras en el rostro, ojeras sin ojos, bocas sin lenguas, besos sin respuesta.

La vida, para ser llevadera, debe ser intensamente vivida. La sensibilidad la rellena de cuando en cuando, y si es verdad que cambia semejante al agua que corre, al menos nos transporta como una corriente que puede parecer igual y eterna. Pero si la vida se analiza y se la desnuda y desuella con el pensamiento, con la razón, con la lógica, con la filosofía, entonces el vacio se muestra sin fondo, la nada confiesa francamente su nulidad y la desesperación se apoya en el alma como el ángel se posó sobre el sepulcro abandonado por el hijo de Dios.

Así sucedió que me afirmé, con todo el ardor de una vida ascendente, en la negación de la vida. Mi respuesta —la única posible entonces— a la maligna injusticia de la suerte y a la silenciosa enemistad de los hombres, fue la persuasión de la infinita vanidad del todo, de la canallería congénita y de la infelicidad indestructible del género humano.

Mi pesimismo, aunque lo proclamase y lo creyese radicalísimo, no fue consecuente y no llegó hasta donde podía y debía llegar. Fue, al principio, sentimental, poético-literario. El enciclopédico rabioso y el lírico en germen que había en mí, se repartieron la obra. Hasta el descubrimiento de la infelicidad de la vida fue un pretexto para nuevas compilaciones. Recogí en mis lecturas todos los desahogos de los poetas, los efectos de los dramaturgos, los incisos de los oradores, las admoniciones de los predicadores, los aforismos de los filósofos a medias y enteros, donde hubiese, velada o no, demostrada o lamentada, la inutilidad de la existencia,la supremacía del mal, la tristeza de los sueños interrumpidos, de las ilusiones laceradas; el descorazonamiento del pasado que no vuelve, la desesperación que doblega y trunca el alma cuando se ha girado en torno a la vida por todas partes —isla breve y apenas iluminada por el infinito gozo de la nada. Así, pues, reuní una fúnebre compilación del dolor hecho verbo, donde los dísticos, las paradojas, las quejas y las lamentaciones de los hombres, distantes en el espacio, en el tiempo y en el espíritu, se encontraron juntos, como el coro angustioso del descontento humano...

No solamente por curiosidad literaria: era sincero. El hecho de encontrar en otros tales desfallecimientos y tales maldiciones, me daba ánimo. Me parecía no estar ya tan sólo, me parecía haber encontrado a los hermanos, a los compañeros nacidos para mí, a los muertos consoladores. Me imaginaba no poder equivocarme en mi negación, y que ésta no era solamente la protesta cobarde de un muchacho estropeado por la desordenada fantasía.

Pero no sólo hacía una exposición de sentencias: pensaba yo hacer un libro, el verdadero libro sobre la vida, el libro que habría debido decidir de una vez para siempre a cada hombre a menospreciar de sí mismo, de los demás y de la existencia entera, la desestima que se merecen. En ese tiempo tropecé por primera vez con una gran filosofía. Hojeé, leí, medité a Schopenhauer, a trozos, a pedazos, a intervalos pero lo suficiente como para comprender que la ciencia hacedera de los libritos de geología o de evolución, no era el punto más alto a que podía alcanzar la inteligencia cognoscitiva. E intenté trazar una historia del pesimismo, y así recorrí, a grandes pasos, la historia de la filosofía, donde otras ideas, además de las negativas y dolientes, me atrajeron y despertaron mi curiosidad.

El erudito ya no estaba solo: el teórico crecía y se robustecía. El asiento de mi sistema pesimista —fundado sobre la ley de que precisamente los fines más deseables son necesariamente inasequibles —fue acompañado de alegrías intelectuales casi nuevas para mí. Y no olvidé transportarme a los extremos y la totalidad. Me disgustaba en Schopenhauer la hostilidad al suicidio. En cambio, yo preparé como última parte de mi gran obra, una estoica proposición de suicidio universal. No ya por escándalo: no veía otra salida. Suicidio individual, no, porque es ridícula e inútil: sino suicidio en masa, suicidio consecuente y concordemente deliberado, tal que quedara sola y desierta la tierra, rodando inútilmente en los cielos. Imaginaba poder fundar una sociedad que poco a poco debería ir creciendo y extendiéndose junto con la difusión de mi irrefutable libro. Cuando esta liga de los desesperados hubiese ensamblado exactamente con la humanidad entera, se elegiría el gran día —¡el fin! Había pensado hasta en los medios, me parecía que el veneno era el preferido. ¡Idioteces, niñerías! Empero, el pensamiento fijo de ser el apóstol de ésta suprema conclusión de la vida, fue para mí, durante cierto tiempo, el único pretexto para seguir en ella. Y consentí en vivir únicamente con la esperanza ridícula de hacer morir conmigo a todos los hombres.

viernes, 6 de junio de 2014

Fragmento: El árbol de la ciencia (Pio Baroja)

El árbol de la ciencia es una novela semi-autobiográfica escrita por el autor español Pio Baroja y publicada en 1911. La novela, escrita en estilo seco, directo, áspero y descreído, refleja las inquietudes nacionales de la España de finales del siglo XX que pierde sus últimas colonias en América del Sur y Asia tras un conflicto armado con los Estados Unidos de América en 1898. Este evento catastrófico supuso la devastación del Imperio Español y la aparición de una de las generaciones literarias más brillantes de la historia de España, La generación del 98, a la que pertenecían, además del propio Baroja, autores como: Azorín, Machado, Valle-Inclán, Maeztu o Unamuno. El árbol de la ciencia tiene como protagonista al estudiante de medicina Andrés hurtado y trata temas tales como el caciquismo, el patriotismo hipócrita, la estulticia, el materialismo, el idealismo, el nihilismo, la muerte, la resignación o el suicidio.

Pio Baroja firmando
Pio Baroja

Sobre la mayoría de estos temas, debate Andrés con su tío Iturrioz en dos ocasiones que sirven para separar la novela. Les dejo un fragmento de una de ellas:

«- (...) La voluntad, el deseo de vivir, es tan fuerte en el animal como en el hombre. En el hombre es mayor la comprensión. A más comprender, corresponde menos desear. Esto es lógico, y además se comprueba en la realidad. La apetencia por conocer se despierta en los individuos que aparecen al final de una evolución, cuando el instinto de vivir languidece. El hombre, cuya necesidad es conocer, es como la mariposa que rompe la crisálida para morir. El individuo sano, vivo, fuerte, no ve las cosas como son, porque no le conviene. Está dentro de una alucinación. Don Quijote, a quien Cervantes quiso dar un sentido negativo, es un símbolo de la afirmación de la vida. Don Quijote vive más que todas las personas cuerdas que le rodean, vive más y con más intensidad que los otros. El individuo o el pueblo que quiere vivir se envuelve en nubes como los antiguos dioses cuando se aparecían a los mortales. El instinto vital necesita de la ficción para afirmarse. La ciencia entonces, el instinto de crítica, el instinto de averiguación, debe encontrar una verdad: la cantidad de mentira que se necesita para la vida. ¿Se ríe usted?

—Sí, me río, porque eso que tú expones con palabras del día, está dicho nada menos que en la Biblia.

—¡Bah!

—Sí, en el Génesis. Tú habrás leído que en el centro del paraíso había dos árboles, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. El árbol de la vida era inmenso, frondoso, y, según algunos santos padres, daba la inmortalidad. El árbol de la ciencia no se dice cómo era; probablemente sería mezquino y triste. ¿Y tú sabes lo que le dijo Dios a Adán?

—No recuerdo; la verdad.

—Pues al tenerle a Adán delante, le dijo: Puedes comer todos los frutos del jardín; pero cuidado con el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que tú comas su fruto morirás de muerte. Y Dios, seguramente, añadió: Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no
comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá. ¿No es un consejo admirable?

—Sí, es un consejo digno de un accionista del Banco —repuso Andrés.

(...)

—Sí, eso define el carácter semítico, la confianza, el optimismo, el oportunismo... Todo eso tiene que desaparecer. La mentalidad científica de los hombres del norte de Europa lo barrerá.

—Pero, ¿dónde están esos hombres? ¿Dónde están esos precursores?

—En la ciencia, en la filosofía, en Kant sobre todo. Kant ha sido el gran destructor de la mentira greco-semítica. Él se encontró con esos dos árboles bíblicos de que usted hablaba antes y fue apartando las ramas del árbol de la vida que ahogaban al árbol de la ciencia. Tras él no queda, en el mundo de las ideas, más que un camino estrecho y penoso: la Ciencia. Detrás de él, sin tener quizá su fuerza y su grandeza, viene otro destructor, otro oso del Norte, Schopenhauer, que no quiso dejar en pie los subterfugios que el maestro sostuvo amorosamente por falta de valor. Kant pide por misericordia que esa gruesa rama del árbol de la vida, que se llama libertad, responsabilidad, derecho, descanse junto a las ramas del árbol de la ciencia para dar perspectivas a la mirada del hombre. Schopenhauer, más austero, más probo en su pensamiento, aparta esa rama, y la vida aparece como una cosa oscura y ciega, potente y jugosa sin justicia, sin bondad, sin fin; una corriente llevada por una fuerza “x”, que él llama voluntad y que, de cuando en cuando, en medio de la materia organizada, produce un fenómeno secundario, una fosforescencia cerebral, un reflejo, que es la inteligencia. Ya se ve claro en estos dos principios vida y verdad, voluntad e inteligencia.

—Ya debe haber filósofos y biófilos —dijo Iturrioz.

—¿Por qué no? Filósofos y biófilos. En estas circunstancias el instinto vital, todo actividad y confianza, se siente herido y tiene que reaccionar y reacciona. Los unos, la mayoría literatos, ponen su optimismo en la vida, en la brutalidad de los instintos y cantan la vida cruel, canalla, infame, la vida sin finalidad, sin objeto, sin principios y sin moral, como una pantera en medio de una selva.

Los otros ponen el optimismo en la misma ciencia. Contra la tendencia agnóstica de un Du Bois-Reymond que afirmó que jamás el entendimiento del hombre llegaría a conocer la mecánica del universo, están las tendecias de Berthelot, de Metchnikoff, de Ramón y Cajal en España, que supone que se puede llegar a averiguar el fin del hombre en la Tierra. Hay, por último, los que quieren volver a las ideas viejas y a los viejos mitos, porque son útiles para la vida. Éstos son profesores de retórica, de esos que tienen la sublime misión de contarnos cómo se estornudaba en el siglo XVIII después de tomar rapé, los que nos dicen que la ciencia fracasa y que el materialismo, el determinismo, el encadenamiento de causa a efecto es una cosa grosera, y que el espiritualismo es algo sublime y refinado. ¡Qué risa! ¡Qué admirable lugar común para que los obispos y los generales cobren su sueldo y los comerciantes puedan vender impunemente bacalao podrido! ¡Creer en el ídolo o en el fetiche es símbolo de superioridad; creer en los átomos, como Demócrito o Epicuro, señal de estupidez! Un “aissaua” de Marruecos que se rompe la cabeza con un hacha y traga cristales en honor de la divinidad, o un buen mandingo con su taparrabos, son seres refinados y cultos; en cambio el hombre de ciencia que estudia la naturaleza es un ser vulgar y grosero. ¡Qué admirable paradoja para vestirse de galas retóricas y de sonidos nasales en la boca de un académico francés! Hay que reírse cuando dicen que la ciencia fracasa. Tontería: lo que fracasa es la mentira; la ciencia marcha adelante, arrollándolo todo».

domingo, 1 de junio de 2014

Fragmento: La falsa medida del hombre (Stephen Jay Gould)

La falsa medida del hombre es un libro escrito por el biólogo, paleontólogo y divulgador científico Stephen Jay Gould. Publicado en 1981, el ensayo pretende ser una advertencia sobre los peligros de utilizar la ciencia con el único fin de validar los prejuicios sociales de la época. Se convierte así en un crítico repaso histórico de los métodos estadísticos utilizados a lo largo del siglo XX para medir la inteligencia y, sobre todo, en una rechazo del determinismo biológico que lo sustenta.

«Puesto que debe ser obra de las personas, la ciencia es una actividad que se inserta en la vida social. Su progreso depende del palpito,de la visión y de la intuición; Muchas de las transformaciones que sufre con el tiempo no corresponden a un acercamiento progresivo a la verdad absoluta, sino a la modificación de los contextos culturales que tanta influencia ejercen sobre ella. Los hechos no son fragmentos de información puros e impolutos; también la cultura influye en lo que vemos y en cómo lo vemos. (...) Sin embargo al proponerla no suscribiré una extrapolación bastante difundida en determinados círculos de historiadores: la tesis puramente relativista según la cual el cambio científico sólo se debe a la modificación de los contextos sociales; la verdad considerada al margen de toda premisa cultural se convierte en un concepto vacío de significado, y, por tanto, la ciencia es incapaz de proporcionar respuestas duraderas. Como persona dedicada a la actividad científica, comparto el credo de mis colegas: creo que existe una realidad objetiva y que la ciencia, aunque a menudo de una manera torpe e irregular, es capaz de enseñarnos algo sobre ella». Stephen Jay Gould.

foto del divulgador científico Stephen Jay Gould
Stephen Jay Gould

Si en alguna ocasión habéis podido escuchar o leer aquello de: "Goethe tenía un cociente intelectual de 210", y cifras similares para los grandes genios de la humanidad, y si os habéis preguntado cómo resulta posible y de qué manera se le otorgan esos CI cuando en la época histórica de esos personajes aún no se utilizaba el test, aquí la  respuesta:

LEWIS M. TERMAN Y LA COMERCIALIZACIÓN EN GRAN ESCALA DEL CI INNATO

CI fósiles de genios del pasado (Página 187)

Terman consideraba que, si bien la gran masa de individuos "meramente inferiores" era necesaria para mover la maquinaria de la sociedad, el bienestar de esta última dependía en definitiva del liderazgo ejercido por unos pocos genios cuyo Cl era particularmente elevado. Junto con sus colaboradores, publicó una serie de cinco volúmenes titulada Genetic Studies of Genius, donde se propuso definir a las personas situadas en el extremo superior de la escala Stanford- Binet, y de describir su trayectoria vital.

Uno de dichos volúmenes estaba dedicado a medir, retrospectivamente, el Cl de los estadistas, militares e intelectuales que constituyeron el motor fundamental de la historia. Si se comprobaba que estaban situados en la cima de la escala, ello confirmaría que el Cl representaba la medida independiente de la capacidad mental básica de cada persona. Pero, ¿cómo rescatar un Cl fósil, salvo invocando por arte de magia la presencia del joven Copérnico v preguntándole en qué iba montado el hombre blanco? Sin arredrarse, Terman y sus colaboradores trataron de reconstruir el Cl de los individuos notables del pasado, y publicaron un grueso volumen (Cox, 1926) que ocupa un lugar de privilegio dentro de una literatura ya bastante disparatada de por sí (sin embargo, Jensen —1979, páginas 113 y 355 — y otros autores siguen tomándolo en serio).

Ya en 1917 Terman había publicado un estudio preliminar sobre Francis Galton, a quien otorgó un sorprendente Cl de 200. Después de haber obtenido tan buen resultado con aquel precursor de los tests de inteligencia, alentó a sus colaboradores para que emprendieran una investigación más amplia. J. M. Cattell había publicado una clasificación de los 1.000 individuos que constituyeron el motor fundamental de la historia, basándose en la extensión de los respectivos artículos dedicados a ellos en los diccionarios biográficos. Catherine M. Cox, colaboradora de Terman, redujo esa lista a 282, reunió información biográfica detallada sobre sus primeros años de vida, y luego calculó para cada uno dos Cl diferentes: el primero, denominado Al Cl, para el período que iba del nacimiento hasta los diecisiete años; y el segundo, denominado A2 CI, para el período que iba desde los diecisiete a los veintiséis años.

Cox se metió en dificultades ya desde el comienzo. Pidió a cinco personas — entre las que se contaba Terman — que leyeran los legajos que había elaborado, y calcularan los dos CI para cada uno de esos individuos. Tres de dichas personas coincidieron básicamente en los valores medios calculados: Al CI oscilaba alrededor de los 135, y A2 CI rondaba los 145. En cambio, los otros dos tasadores calcularon valores muy divergentes: en un caso, muy superiores, y en el otro, muy inferiores a las medias estimadas por aquellos tres. Lo que hizo Cox fue eliminar sencillamente sus cálculos, con lo que descartó el 40% de los datos. Sostuvo que, de todas maneras, esas estimaciones habrían quedado equilibradas en la media (1926, página 72). Sin embargo, si cinco personas pertenecientes al mismo grupo de trabajo no podían ponerse de acuerdo, ¿qué perspectiva de uniformidad o consistencia — para no hablar de objetividad — podía ofrecerse?

Aparte de estas dificultades prácticas que reducían la fuerza de la argumentación, el estudio presentaba un vicio lógico fundamental. Las diferencias de CI que Cox registraba en los sujetos no medían el mérito variable de sus obras, para no hablar de su inteligencia innata: sólo se trataba de un artificio metodológico para expresar las diferencias en la calidad de la información que Cox había podido reunir acerca de la niñez y los primeros años de juventud de dichos sujetos. Empezó asignando a cada uno de ellos un CI básico de 100 al que, luego, los tasadores añadirían (o, en muy pocos casos, quitarían) puntos basándose en los datos suministrados. Los legajos de Cox son caprichosas listas de logros conseguidos durante la niñez y la juventud, entre los que se subrayan los ejemplos de precocidad. Puesto que su método consistía en ir sumando puntos a la cifra básica de 100, según los resultados notables que fueran apareciendo en cada legajo, los CI calculados al final apenas expresan otra cosa que el volumen de la información disponible. Por lo general, los CI bajos reflejan una falta de información, y los elevados la existencia de una lista copiosa. (Cox llega a admitir que lo que mide no es el verdadero CI, sino sólo lo que puede deducirse sobre la base de unos datos limitados; sin embargo, esta desmentida nunca figuró en los informes destinados a divulgar los resultados de su investigación.) Para creer, aunque más no sea por un momento, que semejante procedimiento puede servir para establecer cuál era la jerarquía existente entre los respectivos CI de aquellos "hombres geniales", debería suponerse que la niñez de todos los sujetos había sido observada y registrada con una atención más o menos pareja. Hay que afirmar (así lo hace Cox) que la inexistencia de datos acerca de una infancia eventualmente precoz indica que estamos ante una vida vulgar, sobre la que no vale la pena escribir, ante un talento tan poco extraordinario que nadie se tomó el trabajo de dejar constancia de sus realizaciones.

Dos resultados básicos del estudio de Cox suscitan inmediatamente serias sospechas de que sus estimaciones acerca de los CI no reflejan tanto el mérito de las efectivas realizaciones de aquellos genios, como los accidentes históricos sufridos por los registros que han quedado de las mismas. Primero: se supone que el CI no se modifica en un sentido definido durante la vida de la persona. Sin embargo, en su estudio, el valor medio del Al CI es de 135, mientras que el del A2 CI es de 145, lo que entraña una elevación considerable. Basta revisar sus legajos (reproducidos íntegramente en Cox, 1926) para descubrir la causa y comprobar que ésta radica sin duda alguna en el método utilizado. La información que posee sobre la niñez de sus sujetos es más copiosa que la relativa a la primera etapa de la edad adulta (recordemos que el A2 CI corresponde a las realizaciones alcanzadas entre los diecisiete y los veintiséis años, mientras que el Al CI refleja las de sus primeros años). Segundo: algunos de los Al CI que calculó Cox para ciertos personajes colosales — entre los que se cuentan Cervantes y Copérnico — resultan inquietamente bajos, como el puntaje de 105 que atribuyó a los sujetos mencionados. La explicación surge de sus legajos: poco o nada se sabe de la infancia de estos últimos, por lo que no existen datos que permitan añadir puntos a la cifra básica de 100. Cox estableció siete niveles de confiabilidad para sus estimaciones. El séptimo, créase o no, es "la conjetura no basada en dato alguno".

Otra manera evidente de poner a prueba esta metodología consiste en considerar el caso de los genios nacidos en ambientes humildes, donde no abundaban los preceptores y cronistas capaces de alentarlos y dejar constancia escrita de sus audaces muestras de precocidad. John Stuart Mill puede haber aprendido griego en su cuna, pero ¿acaso Faraday o Bunyan tuvieron alguna vez esa oportunidad? Los niños pobres tienen una doble desventaja: no sólo nadie se molesta en dejar constancia de lo que hacen en sus primeros años de vida, sino que también el hecho mismo de su pobreza entraña una degradación. ¡Así, Cox deduce, utilizando la táctica favorita de los eugenistas, la inteligencia innata de los padres sobre la base de la profesión y el rango social de estos últimos! Clasifica a los padres en una escala profesional que va de 1 a 5, y otorga a sus hijos un CI de 100 cuando los padres tienen un rango profesional de 3, y una prima (o una deducción) de 10 puntos en el Cl por cada peldaño hacia arriba o hacia abajo. Un muchacho que durante los primeros diecisiete años de su vida no ha hecho nada digno de noticia puede tener, sin embargo, un Cl de 120 debido a la prosperidad o al nivel profesional de su padre. Consideremos el caso del pobre Massena, el gran general de Napoleón, que quedó situado en el puerto más bajo — Al Cl = 100 — y de cuya niñez nada sabemos salvo que trabajó de grumete en dos largas travesías a bordo del barco de un tío suyo. Cox escribe lo siguiente (pág. 88):

Es probable que los sobrinos de los capitanes de buques de guerra tengan un CI un poco superior a 100; por los grumetes siguen siendo grumetes durante dos largas travesías, y cuyo servicio como grumete es lo único que cabe consignar hasta la edad de 17 años, pueden tener un CI medio inferior incluso a 100.

Otros individuos admirables con padres pobres y escasas informaciones sobre su infancia estaban también expuestos a la ignominia de unos valores inferiores a 100. Sin embargo, Cox se las arregló para falsificar y acomodar los datos de modo de poder situarlos a todos por encima de la línea divisoria de las tres cifras, aunque más no fuese por una ligera diferencia. Veamos el caso del infortunado Saint-Cyr, que sólo se salvó por un parentesco lejano, y que obtuvo un Al CI de 105; "El padre fue carnicero y luego curtidor, con lo que el hijo debería haber recibido un Cl profesional situado entre los 90 y los 100 puntos; sin embargo, dos parientes lejanos alcanzaron importantes honores militares, lo que prueba la existencia de una casta superior en la familia" (págs. 90-91). John Bunyan se topó con obstáculos más habituales que su famoso Peregrino; sin embargo, Cox se las arregla para atribuirle un puntaje de 105.

El padre de Bunyan fue un calderero u hojalatero, pero un hojalatero muy respetado en la aldea; en cuanto a la madre, no pertenecía al grupo de los miserables, sino al de la gente "de costumbres honestas y respetables". Eso hubiera bastado para situarlo entre los 90 y los 100 puntos. Pero la crónica añade que, a pesar de su "mezquindad e insignificancia", los padres de Bunyan lo enviaron a la escuela para que aprendiese "tanto a leer como a escribir", lo que indica probablemente que éste prometía ser algo más que un hojalatero. (pág. 90)

Michael Faraday logró alcanzar los 105 puntos, porque las noticias fragmentarias acerca de su buen desempeño como recadero y su carácter inquisitivo le permitieron compensar las desventajas derivadas del bajo nivel social de sus padres. Su elevado A2 CI de 150 sólo es el reflejo de la abundante información disponible acerca de las realizaciones que jalonaron los primeros años de su vida de adulto. Sin embargo, en un caso Cox no pudo admitir el molesto resultado que produjo la aplicación de su método. Shakespeare, cuyos orígenes fueron humildes y de cuya niñez nada se sabe, hubiese obtenido un puntaje inferior a 100. De modo que Cox sencillamente lo eliminó, aunque no hizo lo mismo con varios otros de cuya infancia tampoco se tienen noticias suficientes.

Entre otras curiosidades de los cálculos, que reflejan los prejuicios sociales de Cox y de Terman, podemos mencionar los casos de varios jovencitos precoces (Clive, Liebig y Swift, en particular), cuyo nivel fue rebajado debido al comportamiento rebelde que tuvieron en la escuela, sobre todo por negarse a estudiar los clásicos. La animosidad contra las artes interpretativas es patente en el caso de la evaluación de los compositores, cuyo grupo se sitúa justo por encima del de los militares, en el extremo inferior de la lista final. Así lo da a entender la siguiente observación sobre Mozart (pág. 129): "Un niño que a los 3 años aprende a tocar el piano, que a esa edad recibe y aprovecha una enseñanza musical, y que a los 14 años estudia y ejecuta los más arduos contrapuntos, se sitúa probablemente por encima del nivel medio de su grupo social."

Por mi parte, no puedo imaginar mejor demostración de que sus CI están en función de la mayor o menor abundancia de datos, y de que no constituyen medida alguna de la capacidad innata ni, incluso, para el caso, del mero talento de los sujetos. Cox se dio cuenta de ello y, en un esfuerzo final, trató de "corregir" sus cálculos basados en falta de datos ascendiendo a los sujetos sobre los que no existía información suficiente para que se aproximaran a los valores medios de 135 para el Al Cl y de 145 para el A2 CL Esos ajustes elevaron considerablemente el Cl medio, pero introdujeron otras complicaciones. Antes de dichas correcciones, los cincuenta sujetos más eminentes tenían un promedio de 142 para el Al Cl, mientras que los cincuenta menos eminentes se situaban en una tranquilizadora media de 133. Una vez hechas las correcciones, los primeros cincuenta alcanzaron un puntaje medio de 160, mientras que los últimos cincuenta obtuvieron una media de 165. Al final, sólo Goethe y Voltaire se situaron cerca de la cima tanto por el CI como por el grado de eminencia. Parafraseando la famosa agudeza de Voltaire sobre Dios, podríamos concluir diciendo que, aunque no existiesen datos adecuados sobre el Cl de los personajes eminentes de la historia, probablemente era inevitable que los hereditaristas norteamericanos trataran de inventarlos.