Antimanual
de filosofía en un ensayo escrito por el filósofo francés Michel
Onfray en el año 2001. En un comienzo, el libro pretendía ser un
manual de filosofía destinado para alumnos de bachillerato; no
obstante, con el tiempo abarcó fama de manual provocador en un
escrito ágil y locuaz que tocaba temas polémicos con reflexiones
personales.
«Los
lugares comunes de nuestra época, los tabúes procedentes de las
religiones monoteístas, con su reflejo en políticas conservadoras,
las hipocresías del mundo, los valores útiles a las mentiras
sociales son ridiculizados con humor e ironía, recursos defendidos
por los filósofos cínicos de la Antigüedad griega. Por estas
páginas campan pajilleros, chimpancés, fumadores de hachís,
caníbales, deportistas, policías, supervisores generales, antiguos
nazis, presidentes de gobierno y toda una fauna barroca sentada,
junta y revuelta, en un banquete filosófico del que no habría
arrendado la ganancia ni el mismísimo Sócrates». Prólogo; Jose
Antonio Marina.
Michel Onfray |
¿Por qué no masturbaros en el patio del instituto?
Sí,
hombre: ¿por qué no? Pues la técnica es simple, los resultados
inmediatos, y todo el mundo sin excepción ha probado, prueba o
probará esos placeres solitarios. Entonces, ¿por qué tiene que
recaer sobre esta técnica tan vieja como el mundo y los hombres un
peso tal de culpabilidad, una semejante carga cultural y social?
¿Cómo justificar el arsenal represivo que envuelve la masturbación?
De hecho, no debería preocupar en modo alguno, puesto que entre el
productor y el consumidor mal puede imaginarse la posibilidad de un
conflicto, de un desacuerdo o un malentendido.
El
placer al alcance de la mano
Onán
pasa por ser el inventor del asunto -por lo menos si creemos lo que
dice la Biblia (Génesis 138, 9)- un día en el que Dios lo requirió
para dar hijos a su cuñada que había enviudado recientemente. La
ley era así, en la época: cuando una mujer perdía a su marido y se
quedaba sin descendencia, el hermano del difunto velaba por la hacía
nacer hijos que heredaban fortuna de su hermano fallecido. Para no
engendrar en provecho de su cuñado, Onán se masturbaba antes de
visitar a la esposa que aguardaba. Dios, al que no le gusta mucho que
se burlen de él, menos aún que no se le obedezca, peor, que se
piense primero en uno mismo, y de ninguna manera en la familia, en el
linaje, maldijo a Onán y luego lo mató. Para caracterizar el
pasatiempo de Onán -el vuestro, el nuestro, el de vuestros padres,
de vuestros profesores...-, desde entonces se habla de onanismo.
El
psicoanálisis (ver el capítulo de la conciencia, pág. 224) ha
probado lo natural que es la masturbación. Los etólogos muestran
que, en el vientre materno, los niños practican movimientos
destinados a procurarse placer. Muy pronto, pues, y según el orden
de la naturaleza, el ser humano se da placer en la más absoluta de
las inocencias. Más tarde, y a medida que el niño
crece, los padres socializan a su prole y la conforman al molde de la
sociedad. Se enseña entonces que la masturbación no es una buena
cosa, más o menos claramente, más o menos violentamente, con una
relativa calma en el mejor de los casos (padres afables y atentos),
una violencia castradora en el peor (padres agresivos y sin
delicadeza). Todos hemos sido desviados culturalmente de ese
movimiento natural por los adultos, que han condenado esta práctica
o al gesto íntimo y secreto, o a la práctica culpable y peligrosa,
errónea y pecaminosa.
Porque
la masturbación es natural y su represión cultural. La Iglesia, muy
pronto, condena esta práctica que la incomoda. La historia de Onán,
el que agravia a Dios, se reutiliza según las necesidades de los
siglos que pasan: se asocia el onanismo al pecado que hay que
confesar, después, expiar, se lo compara con la mentira, el
disimulo, la enfermedad, la perversión, se asocia a una negatividad
perjudicial, de modo que, cuando aparecen las ganas, se las aleje de
inmediato por miedo a cometer un pecado. La ciencia toma el relevo
más tarde, en particular los especialistas en higiene, que asocian
el placer solitario con la desintegración del equilibrio ¡nervioso,
físico y psíquico! Los curas amenazaban a los masturbadores con el
infierno, los médicos, con la debilidad psicológica y mental:
prometían las peores enfermedades para los enganchados a este
deleite. ¿Por qué razón la masturbación natural y reguladora de
una sexualidad que no encuentra otras formas de expresión en el
momento presente pasa a ser una falta que hay que pagar o una
práctica deshonrosa, inconfesable e inconfensada, aunque cada uno
recurra a ella de vez en cuando o regularmente? Porque la
civilización se construye sobre la represión de las pulsiones
naurales, las desvía, las utiliza para fines distintos de la
satisfacción individual, para el mayor provecho de las actividades
culturales y de la civilización. Un onanista es un improductivo
social, un solitario interesado en su solo goce, que no se preocupa
por dar a su pulsión una forma socialmente reconocida y aceptable, a
saber, la genitalidad (la relación sexual reducida al contacto de
los órganos genitales) en una historia heterosexual (un hombre con
una mujer), monógama (una pareja, no dos), que persigue la familia,
el hogar, la procreación.
¿Cubierto
por la Seguridad Social?
Algunos
filósofos se alzan -si se puede decir así- contra ese orden de
cosas: son los cínicos griegos (Diógenes de Sínope, Crates o
Hiparquia, una de las escasas mujeres en esta actividad esencialmente
masculina). Actúan, enseñan y profesan en Atenas, Grecia, en el
siglo IV antes de Jesucristo. ¿Su modelo? El perro [cynós, en
griego], porque ladra contra los poderosos, muerde a los importantes
y no reconoce otra autoridad que la naturaleza. Para los cínicos, la
cultura consiste en imitar a la naturaleza, en permanecer lo más
cerca posible de ella. De ahí su decisión de imitar al perro (o a
otros animales por los que tienen especial afecto: el ratón, la
rana, el pez, el gallo o un arenque atado al extremo de una
cuerda...). Diógenes no ve por qué razón privarse de lo que
proporciona bien y no perjudica al prójimo, o esconder lo que cada
uno practica en la intimidad de su casa. Si la naturaleza propone, la
cultura dispone: ¿y por qué deberíamos seguir siempre el sentido
de la represión, de la culpabilización? ¿Por qué no aceptar
culturalmente la naturaleza y lo que esta invita a hacer, puesto que
no hay que temer ningún daño? Si tenemos sed o hambre, bebemos agua
de la fuente o arrancamos un fruto de la higuera al alcance de la
mano, sin que eso moleste a nadie... ¿Por qué cuando sentimos un
deseo sexual, que es tan natural como el de beber o comer, deberíamos
rehusar satisfacerlo u ocultarnos para darle respuesta? No hay buenas
razones para el sufrimiento culpable, para la vergüenza disimulada.
El pudor es un falso valor, una virtud hipócrita, una mentira social
que atormenta inútilmente el cuerpo produciendo malestar. La cultura
sirve casi siempre a los intereses de la sociedad, ya que necesita
hacer de la sexualidad un asunto colectivo, comunitario y general.
Porque, para la sociedad, la energía libidinal no debe complacer dos
individualidades libres y que están de acuerdo, sino aspirar a la
creación de la familia, célula básica de la comunidad. La
masturbación es una actividad asocial, individual, antiproductiva
para el grupo. Hace del placer un asunto gratuito entre uno mismo y
su mismidad, y no una actividad remuneradora para la ciudad, pagada
en forma de hogares creados. Señala la apropiación, cuando no la
reapropiación, de sí por sí, sin otra preocupación que su
satisfacción egoísta.
De ahí que el masturbador sea un enemigo declarado de las iglesias,
los estados, las comunidades constituidas. Con su gesto, se hace
amigo de sí mismo y da la espalda a las máquinas sociales
consumidoras y devoradoras de energías individuales.
Ahora
bien, la masturbación es un factor personal de equilibrio psíquico
cuando una sexualidad clásica y entre dos es imposible: en una
pensión, una prisión, en un hospital, un hospicio, un cuartel, un
asilo, allí donde alguien no satisface, o no suficientemente, su
sexualidad con una tercera persona. El onanismo es la solución de
los niños, los adolescentes, los viejos, los prisioneros, los
militares, las gentes alejadas de su hogar o de sus hábitos, incumbe
a los enfermos, a los excluidos, a los solteros voluntarios o no, a
los viudos y viudas, a los que tienen prohibido el placer sexual
porque la época los considera muy jóvenes, demasiado viejos,
demasiado feos, o no responden a los criterios del mercado social del
placer. Incumbe también a la persona que no alcanza su plenitud con
las formas clásicas y tradicionales de la sexualidad burguesa y
occidental.
Habitualmente,
la civilización se alimenta del malestar de esos individuos forzados
a esta forma de sexualidad, alegre si es ocasional y elegida,
desesperante cuando es regular y sufrida. El Trabajo, la Familia, la
Patria, la Empresa, la Sociedad, el Colegio se alimentan de esas
energías desplazadas, sublimadas: para la civilización, toda
sexualidad debe perseguir las formas familiares tradicionales o
compensarse con una mayor inversión en el juego y teatro mundanos
—el orden, la jerarquía, la productividad, la competitividad, la
conciencia profesional, etc. Masturbándose en la plaza pública
(depende ahora de vosotros animar el patio de vuestro instituto...),
Diógenes muestra a los poderosos de este mundo (Alejandro, por
ejemplo) y a los transeúntes anónimos que su cuerpo, su energía,
su sexualidad, su placer no son vergonzosos, que les pertenece y no
tienen por qué alienar su libertad en una historia colectiva. El
onanista es un soltero social que da a la naturaleza un máximo de
poder en su vida y concede a la cultura lo estrictamente necesario
para una vida sin tropiezo y sin violencia con los otros.
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