jueves, 22 de diciembre de 2016

Fragmento: Nada que temer (Julian Barnes)

Nada que temer es, por clasificarlo de algún modo, un ensayo en clave autobiográfica del escritor inglés Julian Barnes publicado en 2008. En el ensayo el autor nos expone su relación con la religión, su familia (sobre todo su hermano, el filósofo Jonathan Barnes)  y la muerte, sobre la cual admite albergar un profundo temor, considerándose a sí mismo como tanatofobo. Barnes se considera como un agnóstico nostálgico de Dios. Fue publicado pocos meses antes del fallecimiento de su esposa.

Fotografía en blanco y negro de Julian Barnes
Julian Barnes

«El temor a la muerte sustituye al temor de Dios. Pero este temor -un antiguo principio totalmente cuerdo, habida cuenta de los peligros de la vida y lo vulnerables que somos a los rayos de origen desconocido— al menos permitía negociar. Convencimos a Dios de que renunciase a ser vengativo y le llamamos el «infinitamente misericordioso»; del Dios «Antiguo» pasó a ser el Nuevo, como los Testamentos y el partido laborista. Arrancamos Su imagen esculpida, la pusimos sobre unos raíles y la llevamos a un lugar donde el clima era más soleado. No podemos hacer lo mismo con la muerte. A la muerte no se la puede convencer ni se le puede sacar partido alguno; simplemente se niega a sentarse a la mesa de negociaciones. No tiene que fingir que es vengativa o misericordiosa, ni tampoco infinitamente despiadada. Es insensible al insulto, la queja o la condescendencia. «La muerte no es una artista»: no, y nunca pretendería serlo. Los artistas no son fiables; la muerte, por el contrario, nunca te falla, monta guardia siete días a la semana y trabaja de buen grado tres turnos consecutivos de ocho horas. Compraríamos acciones de la muerte, si existieran; apostaríamos por ella, por muy inciertas que fueran las posibilidades. Cuando mi hermano y yo estábamos creciendo, había una celebridad menor llamada doctora Barbara Moore, corredora de larga distancia y vegetariana militante, que creía poder derrotar a la naturaleza; en una ocasión dijo a un periódico, un poco ambiciosamente, que tendría un hijo a los cien años y que viviría hasta los ciento cincuenta. Ni siquiera llegó a la mitad. Murió a los setenta y tres años, y no a manos de un inquieto corredor de apuestas. Extrañamente, ella misma suplantó a la muerte y se dejó morir de inanición. Fue un gran día para la cotización de la Parca.
 
Los ateos de la primera categoría, moralmente superior (no creen en Dios, no temen a la muerte), se complacen en decirnos que la ausencia de una divinidad no debería disminuir en absoluto nuestra sensación de maravilla ante el universo. Quizá todo nos parezca milagroso y fácil de usar si imaginamos que Dios lo puso allí especialmente para nosotros, desde la armonía de un copo de nieve y el complejo carácter alusivo de la pasionaria hasta el espectacular efecto escénico de un eclipse solar. Pero si todo se sigue moviendo sin una causa primera, ¿por qué habría de ser menos prodigioso y menos bello? ¿Por qué tendríamos que ser niños necesitados de un maestro que nos enseña las cosas, como si Dios fuera una versión superior de un experto televisivo en la vida animal? El pingüino del Antártico, por ejemplo, es igual de majestuoso y cómico, igual de grácil y torpe, ya sea anterior o posterior a Darwin. Creced y examinemos juntos el encanto de la doble hélice, el brillo tenue, que se va oscureciendo, del profundo espacio, las adaptaciones infinitas del plumaje que demuestran las leyes de la evolución y el mecanismo denso y esquivo del cerebro humano. ¿Por qué necesitamos a un Dios que nos ayude a maravillarnos de estas cosas?
 
No nos hace falta. En realidad no. Y sin embargo... Si lo que existe procede de la nada, si todo se despliega mecánicamente según un programa que nadie ha establecido, y si nuestras percepciones son simples micromomentos de actividad bioquímica, el mero chasquido y crujido de unas pocas sinapsis, entonces ¿a qué se reduce esta sensación de asombro? ¿No debería inspirarnos un poco más de recelo? Un escarabajo pelotero quizá experimente un primitivo estupor reverencial por el tamaño de la enorme bola de estiércol que está empujando. ¿No será nuestro asombro simplemente una versión más finolis? Quizá, podría responder el ateo de la primera categoría, pero al menos se basa en un conocimiento de la materia. Compáralo con las fantasías sensibleras de aquel discípulo de Rousseau, que aseguraba que las estrías de la corteza de un melón eran una obra artesanal de Dios: como una niñera, el Todopoderoso dividía la fruta en porciones iguales y equitativas para Sus hijos. ¿Quieres retornar a ese pensamiento tan absurdo, a la lastimosa falacia del gastrónomo? ¿Dónde está tu sentido de la verdad?

Andará por ahí, espero. Aunque -sólo por curiosidad- resultaría útil saber si la sensación de maravilla del ateo ante el universo es cuantificablemente más grande que la del creyente. No hay razón para que no podamos medir estas cosas (si no ahora, pronto). Podemos comparar el número de sinapsis que se producen durante el orgasmo femenino y masculino -muy mala noticia para los tíos competitivos-; entonces, ¿por qué no intentamos un test parecido? Busquemos un anacoreta que todavía crea que la pasionaria ilustra el sufrimiento de Cristo: que la hoja simboliza la lanza, las cinco anteras las cinco heridas, los zarcillos los látigos, la columna del ovario el madero de la cruz, los estambres los martillos, los tres estilos los tres clavos, los filamentos carnosos que hay dentro de la flor la corona de espinas, el cáliz el nimbo, el tono blanco la pureza y el azul el cielo. Este monje también creería que la flor permanece abierta precisamente tres días, uno por cada año de magisterio de Cristo. Le ponemos un cable conectado a un botánico de la tele y veamos cuál de los dos produce más sinapsis. Y después llevemos el equipo de conexión a una sala de concierto y comparemos a mi «muy irreligioso» amigo J. con un creyente que escuchará la misa de Haydn como una expresión plena de verdad eterna al mismo tiempo que -o en lugar de- una gran obra musical. Entonces veremos y mediremos lo que sucede cuando expulsamos a la religión del arte y sacamos a Dios del universo».

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