sábado, 22 de julio de 2017

Fragmento: Nicolás Gómez Dávila (Textos)

Nicolás Gómez Dávila fue un escritor y filósofo colombiano nacido en Bogotá en 1913 y fallecido en 1994. Su obra consta de aforismos, artículos y ensayos donde, desde un punto de vista pesimista y como gran crítico del hombre y la modernidad, asume a Dios como la elevación espiritual de un ser humano pecaminoso y fracasado, que es, según sus propias palabras, el fracaso mismo. Cristiano, apocalíptico y reaccionario, es un maestro del aforismo, de una ironía descarnada y un prosista minucioso y exquisito.  En este post les presentamos sus Textos, una colección de artículos que publicó en 1959 y que representa la esencia de su pensamiento.

Nicolás Gómez Dávila.
«El hombre nace rebelde. Su naturaleza le repugna. El hombre ansía una inmanencia divina. El mundo entero sería el cuerpo insuficiente de su implacable anhelo.
 
Pero el hombre no es la única ilimitable codicia de vida. Todo, en el universo, imperializa; y cada existencia singular ambiciona extenderse a la totalidad del ser. El animal más miserable, entregado sin prohibiciones a su fiebre, coparía el espacio y devoraría las estrellas. En los charcos de los caminos hay efímeros organismos que contienen la virtual posesión del cielo.
 
Ningún límite es interior al ser; ninguna ambición se recusa a sí misma. Toda renuncia nace de un obstáculo; toda abstención, de un rechazo. El universo es un sistema de limitaciones recíprocas, donde el objeto se construye como una tensión de conflictos. La violencia, cruel ministro de la limitada esencia de las cosas, impone las normas de la existencia actualizada.
 
Pero si la intervención de ajenas presencias amputa y trunca infinitos posibles, nuestra alma escuálida sólo es capaz de una fracción de los actos con que sueña. Todo el mundo es frontera, término, fin.
 
Nuestro terrestre aprendizaje es un desposeimiento minucioso. Cada atardecer nos desnuda. Nuestra ambición persigue decrecientes pequeñeces. Vivir no es adquirir, sino abdicar.
 
Todo es reto para que nuestra impotencia se conozca; todo es barrera para que nuestra debilidad se advierta y se admita. Entre nuestra avidez y el fruto que la sacia, una breve distancia extiende un espacio igual al infinito. Nuestro más hondo deseo es nuestra imposibilidad más segura.
 
Nuestra vida se deshace en cada uno de sus gestos, abandonando al limbo innúmeros abortos. Vivimos ahuyentando larvas que apetecen nuestra sangre. Nuestro destino es la presión que ejerce la pétrea abduración de una muerta libertad; cada elección obstruye las direcciones no elegidas; en cada uno de nosotros gimen los ahogados fantasmas que no fuimos.

La opción impasible y lívida preside todo instante.
 
Anhelamos aunar y confundir en una posesión simultánea objetos antagónicos, pero la implacable exigencia de actos coherentes divide y lamina nuestra avidez de monstruosas conjunciones. La incompatibilidad de satisfacciones contrarias anula el delicioso desorden de nuestros apetitos.
 
Pero si la simultaneidad nos delude, el tiempo nos veda un cumplimiento sucesivo. Todo acto es fecundo, y nadie puede abolir sus consecuencias. El vaho del pasado nos impregna. Inhábiles para retornar a nuestras encrucijadas pretéritas, no podemos pasearnos en el tiempo como por un obscuro corredor. La vida ignora el arrepentimiento, y olvidó erigir confesonarios en sus vanos templos.
 
Los años son nuestras celdas sucesivas. La vida traza una espiral desde el infinito de nuestras ambiciones hasta la fosa donde su vértice se clava. Nuestros sacrificios anticipan la rigidez postrera.
 
Somos, sin embargo, reos condenados a dictar nuestra propia sentencia. El hombre no puede entregarse a la trayectoria de su vida, como la piedra a la curva parabólica que la devuelve a la tierra. La vida no es un camino llano entre murallas; sino la senda nacida de nuestros pasos, como nuestras huellas.
 
El hombre es un animal perdido, sin ser un animal abandonado. El hombre no sabe adonde dirigirse, teniendo sin embargo la obligación de llegar. Una voz imposible de oír lo conmina. El hombre sólo sabe si cumple, después de arrostrar el fracaso.
 
Somos libres de postular los fines más diversos, libres de ejecutar las acciones más contrarias, libres de internarnos en las selvas más oscuras, pero nuestra libertad es sólo una libertad de errar. Si somos dueños de mutilar la promesa inscrita en nuestra carne, su determinación excede nuestro siervo albedrío.
 
La libertad no se alza como una plataforma sideral, para que el hombre se trace desde ella una ruta arbitraria entre los astros. La libertad no es el poder de fijar metas, sino el poder de malograrlas.
 
La libertad es nuestro riesgo, el noble privilegio de incumplir nuestro deber. El animal avanza, imperturbable, hacia la plenitud de su esencia; y la materia la realiza con su existencia sola. El hombre se estremece y oscila al borde de sí mismo. Nunca es blanco donde vibra la flecha clavada; sino aguda flecha en el viento».

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