La conexión cósmica es un libro escrito por el astrónomo, astrofísico, escritor y divulgador científico estadounidense Carl Sagan. Publicado en 1973, en el libro Sagan especula sobre las probabilidades de encontrar inteligencias extraterrestres, discute sobre las posibilidades de vida en otros planetas del sistema solar y trata de ponernos en consideración con nuestro propio entorno planetario.
Aquí lo explica él mismo: «Este libro se divide en tres partes a cual más importante. En la primera intento transmitir el sentido de la perspectiva cósmica viviendo fuera de nuestras vidas en un diminuto trozo de roca y metal circundando una de las doscientas cincuenta mil millones de estrellas que forman nuestra galaxia en un Universo de miles de millones de galaxias. La declinación de una de nuestras más comunes concepciones, o de uno de nuestros más vulgares engreimientos, también es una de las aplicaciones prácticas de la astronomía. La segunda parte del libro se relaciona con varios aspectos de nuestro Sistema Solar principalmente con la Tierra, Marte y Venus. Aquí pueden hallarse algunos de los resultados e implicaciones del Mariner 9. La tercera parte se dedica a la posibilidad de comunicación con la inteligencia extraterrestre en planetas de otras estrellas. Puesto que todavía no se ha establecido ningún contacto nuestros esfuerzos hasta la fecha han sido débiles,esta parte es necesariamente especulativa. No he dudado en conjeturar dentro de lo que estimo puedan ser los límites normales de una plausibilidad científica. Y aunque no soy, por formación, un filósofo, sociólogo o historiador, no he dudado en esbozar implicaciones históricas, sociológicas y filosóficas de astronomía de exploración del espacio».
Este fragmento pertenece al capítulo VII La exploración del espacio como empresa humana
Carl Sagan.
Este fragmento pertenece al capítulo VII La exploración del espacio como empresa humana
1. El interés científico
Hay un lugar con cuatro soles en el cielo: rojo, blanco, azul, y amarillo; dos de ellos están tan cerca uno del otro que se tocan, y entre ellos se extienden las estrellas.
Conozco un mundo con un millón de lunas.
Conozco un sol que tiene el tamaño de la Tierra, un sol con diamantes.
Hay núcleos atómicos de 1600 metros de ancho que giran treinta veces por segundo.
Hay diminutos granos entre las estrellas, con el tamaño y composición atómica de las bacterias.
Hay bacterias que abandonan la Vía Láctea. Hay inmensas nubes de gas que penetran en la Vía Láctea.
Hay plasmas turbulentos que se retuercen con poderosas explosiones estelares y con rayos X y gamma.
Hay, quizá, lugares fuera de nuestro universo.
El Universo es vasto y pavoroso, y por vez primera estamos formando parte de él.
Los planetas ya no son luces que vagan por el firmamento nocturno.
Durante siglos, el hombre vivió en un universo que parecía seguro y agradable, incluso limpio. La Tierra era el blanco de la creación y el hombre, el pináculo de la vida mortal. Pero estas nociones alentadoras y de arcaica belleza no soportaron la prueba del tiempo.Ahora sabemos que vivimos en un diminuto trozo de roca y metal, en un planeta más pequeño que algunas de las relativamente menores manchas de Júpiter, y algo que resulta casi insignificante cuando lo comparamos con una sencilla mancha del Sol.
Nuestra estrella, el Sol, es pequeña, fresca y poco insinuante, uno de los doscientos mil millones de soles que forman la Vía Láctea. Estamos situados tan lejos del centro de la Vía Láctea que la luz tarda unos treinta mil años en llegar a nosotros desde allí, viajando a una velocidad de unos trescientos mil kilómetros por segundo. Estamos en lo que podríamos llamar casi el borde de la galaxia donde no existe acción alguna. La Vía Láctea es totalmente insignificante, ya que no es más que una galaxia más entre miles de millones de otras galaxias esparcidas por la inmensidad aterradora del espacio.
"El mundo" ya no se puede traducir por "el universo". Vivimos en un mundo inmerso entre la inmensidad de otro.
Las ideas de Charles Darwin sobre la selección natural han demostrado que no hay senderos evolutivos que conduzcan infaliblemente desde las formas simples al hombre; más bien, la evolución procede de un modo convulsivo, sin un plan determinado, y la mayor parte de las formas de vida conducen a callejones sin salida en la evolución. Somos el producto de una larga serie de accidentes biológicos. En la perspectiva cósmica no hay razón alguna para pensar que seamos los primeros, los últimos, o los mejores.
Estas concepciones de Copérnico y de Darwin son evidentemente muy profundas; para algunos, en cierta medida, inquietantes. Pero llevan consigo ideas que podríamos calificar de compensatorias. Nos damos perfecta cuenta de nuestra conexión con otras formas de vida tanto simples como complejas. Sabemos que los átomos que nos forman fueron sintetizados en los interiores de generaciones anteriores de estrellas moribundas. No ignoramos tampoco nuestra íntima relación con el resto del Universo, tanto en la forma como en la materia. El Cosmos que nos han revelado los nuevos avances en astronomía y biología es mucho más grandioso y más pavoroso también que el diminuto Mundo de nuestros antepasados. Y estamos formando parte de él, del Cosmos tal y como es y no del Cosmos de nuestros deseos.
Ahora mismo, la Humanidad se encuentra ante varias encrucijadas de carácter histórico. Nos hallamos en el umbral de un reconocimiento preliminar del Cosmos. Por primera vez en la Historia, el hombre es capaz de enviar sus instrumentos y a sí mismo, personalmente, fuera de su planeta-hogar para explorar el Universo que le rodea.
Pero la exploración del espacio se ha justificado, principalmente en términos de grandes consideraciones de prestigio nacional, tanto en los Estados Unidos como en la Unión Soviética; en términos de mejora de capacidades tecnológicas, en una época en la que muchas personas consideran el desarrollo de la tecnología como de desastrosas consecuencias; en términos de una falsa necesidad militar, en una época en la que la gente de todo el mundo lo que más desea es una total desmilitarización de la sociedad.
En estas circunstancias no resulta sorprendente que se hagan preguntas duras acerca de los gastos espaciales, cuando existen necesidades urgentes y visibles en cuanto se refiere a fondos para corregir injusticias y mejorar la sociedad y la calidad de la vida en la Tierra. Evidentemente, estas preguntas son idóneas. Si los científicos no pueden dar al hombre de la calle una explicación satisfactoria sobre los gastos en la exploración del espacio, no es lógico ni moral que se destinen fondos públicos a tales aventuras.
El interés de un científico por la exploración espacial probablemente obedezca a deseos muy personales, algo que le desorienta, algo que le intriga, algo que posee implicaciones que le excitan. Pero no podemos pedir al público que gaste grandes sumas sólo para satisfacer la curiosidad del científico. Sin embargo, cuando profundizamos más en el interés profesional de un científico, a menudo hallamos un foco de preocupación que en gran parte llega a atraerse el interés público.
Un área fundamental de interés común es el problema de la perspectiva. La exploración del espacio nos permite ver a nuestro planeta y a nosotros mismos desde una nueva luz. Somos como lingüistas en una remota isla donde sólo se habla un único idioma. Podemos construir teorías generales sobre idiomas, pero no disponemos más que de un solo ejemplo para examinarlo. Es improbable que nuestra comprensión del idioma posea la generalidad que requiere una madura ciencia de lingüística humana.
Hay muchas ramas de la ciencia donde nuestro conocimiento es igualmente provincial y pueblerino, restringido a un simple y solo ejemplo entre una vasta multitud de posibles casos. Únicamente examinando el índice de casos asequibles en todas partes, se puede idear o proyectar una amplia ciencia general.
La ciencia que sin duda gana más con la exploración planetaria es la Biología. En un sentido muy fundamental, los biólogos tan sólo han estado estudiando una forma de vida en la Tierra. A pesar de la manifiesta diversidad de formas de vida terrestre, son idénticas en el más profundo de los sentidos. Tanto los tiburones y las begonias como las bacterias y las ballenas usan ácidos nucleicos para almacenar y transmitir información hereditaria. Todos utilizan proteínas para catálisis y control. Todos los organismos de la Tierra, que sepamos, emplean el mismo código genético. La estructura transversal de la célula del espermatozoide humano es casi idéntica a la del cilio de paramecio. La clorofila, hemoglobina y las substancias responsables de la coloración de muchos animales son esencialmente la misma molécula.
Es difícil escapar a la conclusión –que en cierto sentido está implícita en la selección natural de Darwin– de que la vida en la Tierra se ha desarrollado partiendo de un solo ejemplo de origen de la vida. Si esto es cierto, tiene bastante sentido el que el biólogo no pueda distinguir lo necesario de lo superfluo o eventual, es decir diferenciar aquellos aspectos de la vida que cualquier organismo en cualquier lugar del Universo debe poseer simplemente para estar vivo, de aquellos aspectos de la vida que son resultado de la tortuosa evolución debida a pequeñas adaptaciones oportunistas.
La producción de moléculas orgánicas simples (basadas en el carbono) en condiciones planetarias primitivas y simuladas es hoy día tema de activa investigación de laboratorio. Como ya hemos visto anteriormente, las moléculas de que estamos hechos se pueden producir con cierta facilidad, en ausencia de vida y en condiciones planetarias primitivas en general. Pero no es posible llevar a cabo experimentos de laboratorio ni siquiera sobre las primeras etapas de la evolución biológica: las escalas de tiempo son demasiado largas. Sólo examinando sistemas de vida de otros lugares pueden determinar los biólogos cuáles son las demás posibilidades que existen.
Por esta razón, el descubrimiento de incluso un organismo extremadamente simple en Marte hubiese tenido profundo significado biológico. Por otra parte, si Marte está muerto, no cabe la menor duda de que se ha llevado a cabo un experimento natural en nuestro beneficio: dos planetas, en muchos aspectos parecidos, pero en uno se ha desarrollado la vida y en el otro no. Comparando el planeta control con el experimental, puede descubrirse mucho sobre el origen de la vida. De la misma manera, la búsqueda de productos químicos orgánicos y prebiológicos en la Luna, Marte, o Júpiter tiene una gran importancia para comprender los pasos que conducen al origen de la vida.
Como otro ejemplo de la perspectiva proporcionada por los estudios planetarios, consideremos la meteorología. Los problemas del flujo turbulento y la dinámica fluida figuran entre los más difíciles de la Física. Se han logrado algunos datos e ideas sobre el tiempo en la Tierra estudiando la posición de las corrientes de aire, examinando las fotografías de los satélites meteorológicos y la circulación de la atmósfera terrestre. A pesar de todo, la teoría meteorológica para la Tierra es hoy capaz de predicciones climáticas de largo alcance, pero sólo sobre áreas geográficas muy extensas, en condiciones en que puedan considerarse válidas las suposiciones simplificadoras, y circunscribiéndose a un corto plazo en el futuro. Los estudios de laboratorio sobre la circulación atmosférica poseen alcance limitado; clásicamente se llevan a cabo en pilas de fregar platos transformadas.
Sería agradable realizar un experimento «Joshua», impedir durante un rato que la Tierra girase. El cambio en la circulación proporcionaría conocimientos sobre el papel de la rotación de la Tierra en determinar la circulación (principalmente a través de las fuerzas de Coriolis). Pero tal experimento es tecnológicamente muy difícil. Asimismo produce efectos secundarios poco deseables. Por otra parte, el planeta Venus, con aproximadamente la misma masa y radio que la Tierra, tiene un movimiento de rotación doscientas cuarenta veces menor. La atmósfera de Venus es mucho más densa que la de la Tierra. La Naturaleza, pues, ha dispuesto un experimento natural para los meteorólogos.
Júpiter gira aproximadamente cada diez horas sobre su eje; un enorme planeta que lo hace mucho más rápidamente que la Tierra. Los efectos de la rotación deben de ser mucho más importantes que sobre la Tierra, e indudablemente Júpiter da la impresión de poseer una atmósfera turbulenta y terriblemente agitada; sus fajas y cinturones atmosféricos ciertamente son una prueba de su rápida rotación. Una buena comprensión de la circulación de las densas atmósferas de Venus y Júpiter mejorará, sin duda, nuestros conocimientos acerca de la circulación oceánica y atmosférica de la Tierra.
O fijémonos en el planeta Marte. He aquí un planeta con el mismo período de rotación y la misma inclinación de su eje de rotación a su plano orbital que la Tierra. Pero su atmósfera solamente alcanza al 1 % de la nuestra, carece de océanos y tampoco tiene agua líquida. Marte es un experimento de control sobre la influencia de los océanos y agua líquida en la circulación atmosférica.
Hasta hace muy poco tiempo, el geólogo sólo se había limitado a un tipo de estudio: el de la Tierra. Era incapaz de decidir qué propiedades de la Tierra son fundamentales a todas las superficies planetarias y cuáles son peculiares a las circunstancias únicas de la Tierra. Por ejemplo, las observaciones sismográficas de los terremotos han revelado la estructura interior de la Tierra y su división en corteza, manto, centro de metal fluido y núcleo interior sólido. Pero la razón de esta división sigue siendo muy obscura. ¿En alguna época geológica exudó la Tierra su corteza partiendo del manto? ¿Cayó de los cielos durante algún temprano acontecimiento catastrófico? ¿Acaso el núcleo de la Tierra se formó gradualmente durante una época geológica mediante el hundimiento o penetración del hierro a través del manto? ¿O se formó de forma discontinua, quizás, en una Tierra en fusión en la época en que se originó nuestro planeta? Tales problemas se pueden examinar efectuando observaciones sismométricas sobre la superficie de otros planetas, y podrían resultar poco costosos si se realizaran automáticamente con los instrumentos de que disponemos hoy día.
Actualmente se dispone de pruebas convincentes de que existe un movimiento de deriva continental. El movimiento de África y América alejándose un continente de otro es el ejemplo más conocido hasta la fecha. Algunas teorías mencionan el hecho de que la fuerza de impulso de la deriva continental y de la evolución del interior de nuestro planeta se hallan correlacionadas, por ejemplo, mediante corrientes de difusión de calor que circulan lentamente entre el núcleo y la corteza en el manto. Tales conexiones entre geología de superficie y el interior de los planetas están empezando a destacar en el estudio de otros astros. Ponemos a prueba nuestra comprensión de tales relaciones demostrando si pueden aplicarse a otro lugar cualquiera.
Las perspectivas que se han conseguido en esta clase de estudios proporcionan una amplia gama de consecuencias prácticas. Una generalización de la ciencia meteorológica puede conducir a grandes mejoras en el pronóstico del tiempo. Incluso podría conducir a la modificación del tiempo. El estudio de la atmósfera de Venus ya ha dado lugar a la teoría de que allí está teniendo lugar un efecto de «invernadero» descontrolado, un equilibrio inestable en el cual un aumento de la temperatura provoca un aumento del contenido de vapor de agua atmosférico, que a su vez provoca absorción infrarroja de la radiación térmica del planeta llevando a un incremento aún mayor en la temperatura de la superficie, y así sucesivamente. Si la Tierra hubiese iniciado su recorrido ligeramente más cerca del Sol de lo que lo ha hecho, los cálculos teóricos preliminares indican que habríamos terminado por ser otro marchito y agostado Venus. Pero vivimos una época en la que la atmósfera de la Tierra está siendo fuertemente modificada por el hombre. Es de primordial importancia comprender lo que ha sucedido a Venus, con objeto de poder evitar una reproducción accidental en la Tierra del invernadero descontrolado de Venus.
Los estudios de las superficies e interiores de los planetas pueden dar lugar realmente a beneficios prácticos en el pronóstico de terremotos así como, a largo plazo, en las prospecciones geológicas de minerales valiosos en la Tierra.
La revolución que en el plano biológico supondría el descubrimiento de vida natural en otros lugares también proporcionaría unas enormes posibilidades de insospechados beneficios prácticos, particularmente en lo concerniente a la investigación del cáncer y del envejecimiento, temas que en la actualidad están más limitados por las ideas que por los medios económicos.
El estudio de la materia altamente condensada en las estrellas neutrones y la fabulosa producción de energía en los centros de galaxias ya han conducido a sugerencias sobre posibles modificaciones de las leyes de la física, leyes que se deducen en la Tierra para explicar los fenómenos observados en la misma.
La exploración del espacio proporcionará, inevitablemente, un rico y enorme conjunto de beneficios prácticos. Pero la historia de la ciencia sugiere que el más importante de todos ellos será siempre inesperado, beneficios que, en la actualidad, aún no somos suficientemente aptos para pronosticar o anticipar.
Gracias por compartir!!! <3
ResponderEliminar