La verdad no se degrada por trocar en lugar común, pero sí se degrada cuando un tonto, un simple, un oportunista o un mezquino, perfectamente convencido de su aserto, defiende una bella verdad. El lugar común no es mentira, o no necesariamente, pues no es la verdad o la falsedad de su proposición lo que lo determina como tal. El lugar común, después de todo, no es otra cosa que una verdad cuya estridente repetición ha vuelto cordial. ¿Y de qué sirve una verdad si no es hostil, inhóspita, paranoica y casi demente? Una verdad que no aplastase no sería una verdad, sino meramente una pequeña certeza.
Nicolás Gómez Dávila, en los Textos, escribe: «En verdad nada más imprudente y necio que el común desdén del lugar común. (...) Lo que el lugar común nos aporta es la evidencia de un problema, la incansable constancia de una interpelación permanente».
El lugar común, pues, sólo queda obsoleto en tanto artificio. No es que caduque, es que el disfraz con que engalanábamos su verdad se nos ha deshilachado; no obstante, bajo el disfraz y si uno está dispuesto a perder un ojo (o los dos), queda el murmullo de un esqueleto, rígido e invencible que es, a su vez, otra máscara, como escribía Umbral en el "Mortal y Rosa": «la máscara que se pone la nada, el disfraz con que nos mira nadie». ¿Y acaso puede existir más verdad que el enigma, que el problema, que la aporía?
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