La falsa medida del hombre es un libro escrito por el biólogo,
paleontólogo y divulgador científico Stephen Jay Gould. Publicado
en 1981, el ensayo pretende ser una advertencia sobre los peligros de
utilizar la ciencia con el único fin de validar los prejuicios
sociales de la época. Se convierte así en un crítico repaso
histórico de los métodos estadísticos utilizados a lo largo del
siglo XX para medir la inteligencia y, sobre todo, en una rechazo del determinismo biológico que lo sustenta.
«Puesto
que debe ser obra de las personas, la ciencia es una actividad que se
inserta en la vida social. Su progreso depende del palpito,de la
visión y de la intuición; Muchas de las transformaciones que sufre
con el tiempo no corresponden a un acercamiento progresivo a la
verdad absoluta, sino a la modificación de los contextos culturales
que tanta influencia ejercen sobre ella. Los hechos no son fragmentos
de información puros e impolutos; también la cultura influye en lo
que vemos y en cómo lo vemos. (...) Sin embargo al proponerla no
suscribiré una extrapolación bastante difundida en determinados
círculos de historiadores: la tesis puramente relativista según la
cual el cambio científico sólo se debe a la modificación de los
contextos sociales; la verdad considerada al margen de toda premisa
cultural se convierte en un concepto vacío de significado, y, por
tanto, la ciencia es incapaz de proporcionar respuestas duraderas.
Como persona dedicada a la actividad científica, comparto el credo
de mis colegas: creo que existe una realidad objetiva y que la
ciencia, aunque a menudo de una manera torpe e irregular, es capaz de
enseñarnos algo sobre ella». Stephen Jay Gould.
Si en alguna ocasión habéis podido escuchar o leer aquello de: "Goethe tenía un cociente intelectual de 210", y cifras similares para los grandes genios de la humanidad, y si os habéis preguntado cómo resulta posible y de qué manera se le otorgan esos CI cuando en la época histórica de esos personajes aún no se utilizaba el test, aquí la respuesta:
LEWIS
M. TERMAN Y LA COMERCIALIZACIÓN EN GRAN ESCALA DEL CI INNATO
CI
fósiles de genios del pasado (Página 187)
Terman consideraba
que, si bien la gran masa de individuos "meramente inferiores"
era necesaria para mover la maquinaria de la sociedad, el bienestar
de esta última dependía en definitiva del liderazgo ejercido por
unos pocos genios cuyo Cl era particularmente elevado. Junto con sus
colaboradores, publicó una serie de cinco volúmenes titulada
Genetic Studies of Genius, donde se propuso definir a las personas
situadas en el extremo superior de la escala Stanford- Binet, y de
describir su trayectoria vital.
Uno
de dichos volúmenes estaba dedicado a medir, retrospectivamente, el
Cl de los estadistas, militares e intelectuales que constituyeron el
motor fundamental de la historia. Si se comprobaba que estaban
situados en la cima de la escala, ello confirmaría que el Cl
representaba la medida independiente de la capacidad mental básica
de cada persona. Pero, ¿cómo rescatar un Cl fósil, salvo invocando
por arte de magia la presencia del joven Copérnico v preguntándole
en qué iba montado el hombre blanco? Sin arredrarse, Terman y sus
colaboradores trataron de reconstruir el Cl de los individuos
notables del pasado, y publicaron un grueso volumen (Cox, 1926) que
ocupa un lugar de privilegio dentro de una literatura ya bastante
disparatada de por sí (sin embargo, Jensen —1979, páginas 113 y
355 — y otros autores siguen tomándolo en serio).
Ya en
1917 Terman había publicado un estudio preliminar sobre Francis
Galton, a quien otorgó un sorprendente Cl de 200. Después de haber
obtenido tan buen resultado con aquel precursor de los tests de
inteligencia, alentó a sus colaboradores para que emprendieran una
investigación más amplia. J. M. Cattell había publicado una
clasificación de los 1.000 individuos que constituyeron el motor
fundamental de la historia, basándose en la extensión de los
respectivos artículos dedicados a ellos en los diccionarios
biográficos. Catherine M. Cox, colaboradora de Terman, redujo esa
lista a 282, reunió información biográfica detallada sobre sus
primeros años de vida, y luego calculó para cada uno dos Cl
diferentes: el primero, denominado Al Cl, para el período que iba
del nacimiento hasta los diecisiete años; y el segundo, denominado
A2 CI, para el período que iba desde los diecisiete a los veintiséis
años.
Cox
se metió en dificultades ya desde el comienzo. Pidió a cinco
personas — entre las que se contaba Terman — que leyeran los
legajos que había elaborado, y calcularan los dos CI para cada uno
de esos individuos. Tres de dichas personas coincidieron básicamente
en los valores medios calculados: Al CI oscilaba alrededor de los
135, y A2 CI rondaba los 145. En cambio, los otros dos tasadores
calcularon valores muy divergentes: en un caso, muy superiores, y en
el otro, muy inferiores a las medias estimadas por aquellos tres. Lo
que hizo Cox fue eliminar sencillamente sus cálculos, con lo que
descartó el 40% de los datos. Sostuvo que, de todas maneras, esas
estimaciones habrían quedado equilibradas en la media (1926, página
72). Sin embargo, si cinco personas pertenecientes al mismo grupo de
trabajo no podían ponerse de acuerdo, ¿qué perspectiva de
uniformidad o consistencia — para no hablar de objetividad —
podía ofrecerse?
Aparte
de estas dificultades prácticas que reducían la fuerza de la
argumentación, el estudio presentaba un vicio lógico fundamental.
Las diferencias de CI que Cox registraba en los sujetos no medían el
mérito variable de sus obras, para no hablar de su inteligencia
innata: sólo se trataba de un artificio metodológico para expresar
las diferencias en la calidad de la información que Cox había
podido reunir acerca de la niñez y los primeros años de juventud de
dichos sujetos. Empezó asignando a cada uno de ellos un CI básico
de 100 al que, luego, los tasadores añadirían (o, en muy pocos
casos, quitarían) puntos basándose en los datos suministrados. Los
legajos de Cox son caprichosas listas de logros conseguidos durante
la niñez y la juventud, entre los que se subrayan los ejemplos de
precocidad. Puesto que su método consistía en ir sumando puntos a
la cifra básica de 100, según los resultados notables que fueran
apareciendo en cada legajo, los CI calculados al final apenas
expresan otra cosa que el volumen de la información disponible. Por
lo general, los CI bajos reflejan una falta de información, y los
elevados la existencia de una lista copiosa. (Cox llega a admitir que
lo que mide no es el verdadero CI, sino sólo lo que puede deducirse
sobre la base de unos datos limitados; sin embargo, esta desmentida
nunca figuró en los informes destinados a divulgar los resultados de
su investigación.) Para creer, aunque más no sea por un momento,
que semejante procedimiento puede servir para establecer cuál era la
jerarquía existente entre los respectivos CI de aquellos "hombres
geniales", debería suponerse que la niñez de todos los sujetos
había sido observada y registrada con una atención más o menos
pareja. Hay que afirmar (así lo hace Cox) que la inexistencia de
datos acerca de una infancia eventualmente precoz indica que estamos
ante una vida vulgar, sobre la que no vale la pena escribir, ante un
talento tan poco extraordinario que nadie se tomó el trabajo de
dejar constancia de sus realizaciones.
Dos
resultados básicos del estudio de Cox suscitan inmediatamente serias
sospechas de que sus estimaciones acerca de los CI no reflejan tanto
el mérito de las efectivas realizaciones de aquellos genios, como
los accidentes históricos sufridos por los registros que han quedado
de las mismas. Primero: se supone que el CI no se modifica en un
sentido definido durante la vida de la persona. Sin embargo, en su
estudio, el valor medio del Al CI es de 135, mientras que el del A2
CI es de 145, lo que entraña una elevación considerable. Basta
revisar sus legajos (reproducidos íntegramente en Cox, 1926) para
descubrir la causa y comprobar que ésta radica sin duda alguna en el
método utilizado. La información que posee sobre la niñez de sus
sujetos es más copiosa que la relativa a la primera etapa de la edad
adulta (recordemos que el A2 CI corresponde a las realizaciones
alcanzadas entre los diecisiete y los veintiséis años, mientras que
el Al CI refleja las de sus primeros años). Segundo: algunos de los
Al CI que calculó Cox para ciertos personajes colosales — entre
los que se cuentan Cervantes y Copérnico — resultan inquietamente
bajos, como el puntaje de 105 que atribuyó a los sujetos
mencionados. La explicación surge de sus legajos: poco o nada se
sabe de la infancia de estos últimos, por lo que no existen datos
que permitan añadir puntos a la cifra básica de 100. Cox estableció
siete niveles de confiabilidad para sus estimaciones. El séptimo,
créase o no, es "la conjetura no basada en dato alguno".
Otra
manera evidente de poner a prueba esta metodología consiste en
considerar el caso de los genios nacidos en ambientes humildes, donde
no abundaban los preceptores y cronistas capaces de alentarlos y
dejar constancia escrita de sus audaces muestras de precocidad. John
Stuart Mill puede haber aprendido griego en su cuna, pero ¿acaso
Faraday o Bunyan tuvieron alguna vez esa oportunidad? Los niños
pobres tienen una doble desventaja: no sólo nadie se molesta en
dejar constancia de lo que hacen en sus primeros años de vida, sino
que también el hecho mismo de su pobreza entraña una degradación.
¡Así, Cox deduce, utilizando la táctica favorita de los
eugenistas, la inteligencia innata de los padres sobre la base de la
profesión y el rango social de estos últimos! Clasifica a los
padres en una escala profesional que va de 1 a 5, y otorga a sus
hijos un CI de 100 cuando los padres tienen un rango profesional de
3, y una prima (o una deducción) de 10 puntos en el Cl por cada
peldaño hacia arriba o hacia abajo. Un muchacho que durante los
primeros diecisiete años de su vida no ha hecho nada digno de
noticia puede tener, sin embargo, un Cl de 120 debido a la
prosperidad o al nivel profesional de su padre. Consideremos el caso
del pobre Massena, el gran general de Napoleón, que quedó situado
en el puerto más bajo — Al Cl = 100 — y de cuya niñez nada
sabemos salvo que trabajó de grumete en dos largas travesías a
bordo del barco de un tío suyo. Cox escribe lo siguiente (pág. 88):
Es
probable que los sobrinos de los capitanes de buques de guerra tengan
un CI un poco superior a 100; por los grumetes siguen siendo grumetes
durante dos largas travesías, y cuyo servicio como grumete es lo
único que cabe consignar hasta la edad de 17 años, pueden tener un
CI medio inferior incluso a 100.
Otros
individuos admirables con padres pobres y escasas informaciones sobre
su infancia estaban también expuestos a la ignominia de unos valores
inferiores a 100. Sin embargo, Cox se las arregló para falsificar y
acomodar los datos de modo de poder situarlos a todos por encima de
la línea divisoria de las tres cifras, aunque más no fuese por una
ligera diferencia. Veamos el caso del infortunado Saint-Cyr, que sólo
se salvó por un parentesco lejano, y que obtuvo un Al CI de 105; "El
padre fue carnicero y luego curtidor, con lo que el hijo debería
haber recibido un Cl profesional situado entre los 90 y los 100
puntos; sin embargo, dos parientes lejanos alcanzaron importantes
honores militares, lo que prueba la existencia de una casta superior
en la familia" (págs. 90-91). John Bunyan se topó con
obstáculos más habituales que su famoso Peregrino; sin embargo, Cox
se las arregla para atribuirle un puntaje de 105.
El
padre de Bunyan fue un calderero u hojalatero, pero un hojalatero muy
respetado en la aldea; en cuanto a la madre, no pertenecía al grupo
de los miserables, sino al de la gente "de costumbres honestas y
respetables". Eso hubiera bastado para situarlo entre los 90 y
los 100 puntos. Pero la crónica añade que, a pesar de su
"mezquindad e insignificancia", los padres de Bunyan lo
enviaron a la escuela para que aprendiese "tanto a leer como a
escribir", lo que indica probablemente que éste prometía ser
algo más que un hojalatero. (pág. 90)
Michael
Faraday logró alcanzar los 105 puntos, porque las noticias
fragmentarias acerca de su buen desempeño como recadero y su
carácter inquisitivo le permitieron compensar las desventajas
derivadas del bajo nivel social de sus padres. Su elevado A2 CI de
150 sólo es el reflejo de la abundante información disponible
acerca de las realizaciones que jalonaron los primeros años de su
vida de adulto. Sin embargo, en un caso Cox no pudo admitir el
molesto resultado que produjo la aplicación de su método.
Shakespeare, cuyos orígenes fueron humildes y de cuya niñez nada se
sabe, hubiese obtenido un puntaje inferior a 100. De modo que Cox
sencillamente lo eliminó, aunque no hizo lo mismo con varios otros
de cuya infancia tampoco se tienen noticias suficientes.
Entre
otras curiosidades de los cálculos, que reflejan los prejuicios
sociales de Cox y de Terman, podemos mencionar los casos de varios
jovencitos precoces (Clive, Liebig y Swift, en particular), cuyo
nivel fue rebajado debido al comportamiento rebelde que tuvieron en
la escuela, sobre todo por negarse a estudiar los clásicos. La
animosidad contra las artes interpretativas es patente en el caso de
la evaluación de los compositores, cuyo grupo se sitúa justo por
encima del de los militares, en el extremo inferior de la lista
final. Así lo da a entender la siguiente observación sobre Mozart
(pág. 129): "Un niño que a los 3 años aprende a tocar el
piano, que a esa edad recibe y aprovecha una enseñanza musical, y
que a los 14 años estudia y ejecuta los más arduos contrapuntos, se
sitúa probablemente por encima del nivel medio de su grupo social."
Por
mi parte, no puedo imaginar mejor demostración de que sus CI están
en función de la mayor o menor abundancia de datos, y de que no
constituyen medida alguna de la capacidad innata ni, incluso, para el
caso, del mero talento de los sujetos. Cox se dio cuenta de ello y,
en un esfuerzo final, trató de "corregir" sus cálculos
basados en falta de datos ascendiendo a los sujetos sobre los que no
existía información suficiente para que se aproximaran a los
valores medios de 135 para el Al Cl y de 145 para el A2 CL Esos
ajustes elevaron considerablemente el Cl medio, pero introdujeron
otras complicaciones. Antes de dichas correcciones, los cincuenta
sujetos más eminentes tenían un promedio de 142 para el Al Cl,
mientras que los cincuenta menos eminentes se situaban en una
tranquilizadora media de 133. Una vez hechas las correcciones, los
primeros cincuenta alcanzaron un puntaje medio de 160, mientras que
los últimos cincuenta obtuvieron una media de 165. Al final, sólo
Goethe y Voltaire se situaron cerca de la cima tanto por el CI como
por el grado de eminencia. Parafraseando la famosa agudeza de
Voltaire sobre Dios, podríamos concluir diciendo que, aunque no
existiesen datos adecuados sobre el Cl de los personajes eminentes de
la historia, probablemente era inevitable que los hereditaristas
norteamericanos trataran de inventarlos.
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