Un hombre acabado es una novela autobiográfica escrita en 1912 por el escritor italiano Giovanni Papini. En el libro Papini nos habla de su infancia, su adolescencia y etapa adulta en un tono melancólico y desconsolador, nos explica sus primeros coqueteos con la literatura, sus descubrimientos filosóficos, amistades, sus éxitos, fracasos y sus peores miedos.
Giovanni Papini |
De una infancia salvaje y precozmente introspectiva: de una humillada soledad impuesta por la timidez: de la adversidad y la miseria; de las repetidas derrotas de un enciclopedismo demasiado ambicioso; del lirismo elegiaco rumiado por caminos grises, entre muros ennegrecidos bajo cielos de ceniza; de los confusos ímpetus hacia una vida heroica, digna, poética en seguida negados y anegados en la maldita continuidad de una vida reducida, provinciana, estrecha y mortificante, surgió un pesimismo desesperado y encerrado en sí mismo como en una fortaleza sin ventanas. Apenas el intelecto —al fin de la adolescencia— fue mayor de edad, pidió sus razones a la vida y no obtuvo respuesta. La teoría dio forma a la melancolía. A la tristeza física absoluta de las tardes festivas invernales, siguió la investigación acerca de los bienes y de los males de la existencia, y el espíritu respondía o no a toda promesa; replicaba no a todo sueño inverosímil, a todo falso placer, y soplaba sobre los últimos encantos como el viento de medianoche, sobre la escasa llama subsistente de una mala luminaria.
A la languidez de las vigilias fantaseadoras, cuando entran ganas de compadecerse a sí mismo, sin razón, como nunca se compadecerá nadie, siguieron las investigaciones acerca de la naturaleza del dolor, sobre la brevedad de las alegrías, sobre el balance de la felicidad terrestre, a los sonetos patéticos por el fin de los días y de los otoños, siguió la firme intención de protestar pública y racionalmente contra la bestial aceptación de la vida.
A esa edad, la perpetua interrogación inútil, se me representó con las mismas palabras de todos los tiempos y de todos los tediosos: ¿la vida es digna de ser vivida?
¿Qué podia responder? La vida me prometía poco y no me daba nada. No podía esperar riqueza —ni triunfos en los estudios, ya que desde el principio había enfilado por necesidad un camino escolar, breve y mediocre —ni amor de las mujeres, porque era feo y miedoso— ni ilimitación de saber, porque me dañaba el pensar en las empresas truncadas. Pocos se cuidaban de mí, nadie me quería bien, excepto mi padre y mi madre, demasiado lejanos de esta alma que venía de ellos y que, sin embargo, a ellos mismos parecía extraña.
No me quedaba más que el pensamiento: siempre me había gustado generalizar, estrechar relaciones entre hechos aislados, adivinar leyes, desmontar y remontar teorías. Poco antes, con la "Scienza nuova" mal comprendida, se me había puesto en la cabeza, construir una filosofía de la historia literaria, y me había imaginado descubrir los cursos y recursos del arte, las causas de las grandezas y de las decadencias en las literaturas. Desde entonces, Taine me abría el cerebro y sentía envidia por aquella su facilidad de componer esquemas claros, ordenados y simétricos de ideas, apenas coloreados, entre una y otra línea, de abundancia de hechos; el demonio teórico acechaba al niño poeta y me inspiraba las fórmulas, los sentimientos y los bien deducidos corolarios.
Ya armado el pensamiento, se lanzó, pues, a esta vida miserable, sin carnavales y sin faros y se apresuró a descubrir en ella el vacío y callado dolor. ¿Está toda aquí? A cada deseo, una repulsa; a cada aspiración, un mentís; a cada esfuerzo una bofetada; a todo el anhelo de felicidad que nos toma a los dieciséis, a los dieciocho años, la promesa de la nada. ¡La nada enmascarada de cien maneras! Fe, gloria, arte, acción, paraíso, conquista: máscaras en el rostro, ojeras sin ojos, bocas sin lenguas, besos sin respuesta.
La vida, para ser llevadera, debe ser intensamente vivida. La sensibilidad la rellena de cuando en cuando, y si es verdad que cambia semejante al agua que corre, al menos nos transporta como una corriente que puede parecer igual y eterna. Pero si la vida se analiza y se la desnuda y desuella con el pensamiento, con la razón, con la lógica, con la filosofía, entonces el vacio se muestra sin fondo, la nada confiesa francamente su nulidad y la desesperación se apoya en el alma como el ángel se posó sobre el sepulcro abandonado por el hijo de Dios.
Así sucedió que me afirmé, con todo el ardor de una vida ascendente, en la negación de la vida. Mi respuesta —la única posible entonces— a la maligna injusticia de la suerte y a la silenciosa enemistad de los hombres, fue la persuasión de la infinita vanidad del todo, de la canallería congénita y de la infelicidad indestructible del género humano.
Mi pesimismo, aunque lo proclamase y lo creyese radicalísimo, no fue consecuente y no llegó hasta donde podía y debía llegar. Fue, al principio, sentimental, poético-literario. El enciclopédico rabioso y el lírico en germen que había en mí, se repartieron la obra. Hasta el descubrimiento de la infelicidad de la vida fue un pretexto para nuevas compilaciones. Recogí en mis lecturas todos los desahogos de los poetas, los efectos de los dramaturgos, los incisos de los oradores, las admoniciones de los predicadores, los aforismos de los filósofos a medias y enteros, donde hubiese, velada o no, demostrada o lamentada, la inutilidad de la existencia,la supremacía del mal, la tristeza de los sueños interrumpidos, de las ilusiones laceradas; el descorazonamiento del pasado que no vuelve, la desesperación que doblega y trunca el alma cuando se ha girado en torno a la vida por todas partes —isla breve y apenas iluminada por el infinito gozo de la nada. Así, pues, reuní una fúnebre compilación del dolor hecho verbo, donde los dísticos, las paradojas, las quejas y las lamentaciones de los hombres, distantes en el espacio, en el tiempo y en el espíritu, se encontraron juntos, como el coro angustioso del descontento humano...
No solamente por curiosidad literaria: era sincero. El hecho de encontrar en otros tales desfallecimientos y tales maldiciones, me daba ánimo. Me parecía no estar ya tan sólo, me parecía haber encontrado a los hermanos, a los compañeros nacidos para mí, a los muertos consoladores. Me imaginaba no poder equivocarme en mi negación, y que ésta no era solamente la protesta cobarde de un muchacho estropeado por la desordenada fantasía.
Pero no sólo hacía una exposición de sentencias: pensaba yo hacer un libro, el verdadero libro sobre la vida, el libro que habría debido decidir de una vez para siempre a cada hombre a menospreciar de sí mismo, de los demás y de la existencia entera, la desestima que se merecen. En ese tiempo tropecé por primera vez con una gran filosofía. Hojeé, leí, medité a Schopenhauer, a trozos, a pedazos, a intervalos pero lo suficiente como para comprender que la ciencia hacedera de los libritos de geología o de evolución, no era el punto más alto a que podía alcanzar la inteligencia cognoscitiva. E intenté trazar una historia del pesimismo, y así recorrí, a grandes pasos, la historia de la filosofía, donde otras ideas, además de las negativas y dolientes, me atrajeron y despertaron mi curiosidad.
El erudito ya no estaba solo: el teórico crecía y se robustecía. El asiento de mi sistema pesimista —fundado sobre la ley de que precisamente los fines más deseables son necesariamente inasequibles —fue acompañado de alegrías intelectuales casi nuevas para mí. Y no olvidé transportarme a los extremos y la totalidad. Me disgustaba en Schopenhauer la hostilidad al suicidio. En cambio, yo preparé como última parte de mi gran obra, una estoica proposición de suicidio universal. No ya por escándalo: no veía otra salida. Suicidio individual, no, porque es ridícula e inútil: sino suicidio en masa, suicidio consecuente y concordemente deliberado, tal que quedara sola y desierta la tierra, rodando inútilmente en los cielos. Imaginaba poder fundar una sociedad que poco a poco debería ir creciendo y extendiéndose junto con la difusión de mi irrefutable libro. Cuando esta liga de los desesperados hubiese ensamblado exactamente con la humanidad entera, se elegiría el gran día —¡el fin! Había pensado hasta en los medios, me parecía que el veneno era el preferido. ¡Idioteces, niñerías! Empero, el pensamiento fijo de ser el apóstol de ésta suprema conclusión de la vida, fue para mí, durante cierto tiempo, el único pretexto para seguir en ella. Y consentí en vivir únicamente con la esperanza ridícula de hacer morir conmigo a todos los hombres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario