jueves, 25 de mayo de 2017

Abrir los ojos a uno mismo

En el exceso de estímulos, de información, ciertas percepciones básicas se desvanecen: lo significativo sólo se encuentra en la ceguera. No es que lo esencial sea invisible a los ojos, sino que lo esencial, dentro de la masa atropellada de información, queda mundanizado e igualado a lo trivial, a razón de su disfraz. Para distinguir un diamante de un dado, uno debe meter la mano en el barro y limpiar lo que sea que haya debajo. Cerrar los ojos no es, en realidad, la negación del afuera, sino su más poderosa afirmación. Adquirir conciencia de quién eres equivale, en cierto no desdeñable grado, a adquirir conciencia de lo que se ha hecho de ti; esto es, de lo que se ha hecho contigo.

El afuera, entendido como mundo social, no puede ser visto como mero dato, porque cuando uno se somete al dato y deja de interpretar, deja con ello de comprender –toda comprensión requiere de un cierto grado de invención, puesto que ese dato nunca es objetivo, sino aprehendido–.  Deja de rebelarse. El hecho es que, en este así llamado mundo social, no existen hechos, sino textos que traducir. Lo que Nietzsche dice de la moral, es cierto, por razones obvias, de lo social. Si uno quiere, y puede, comprender, debe primero limpiar su mente de ruido, es decir, volver los ojos hacia sí mismo: concentrarse en la sangre que respira su corazón. Toda descripción del afuera es, en última instancia, la descripción de cada uno en concreto. No es posible traducir y desprenderse: cualquier traducción, incluso la más deshonesta, nos lo dice casi todo sobre el traductor. Y nadie es lo suficientemente raro como para no servir de ejemplo.

Abrir los ojos a uno mismo. Burlar la necesidad del fetiche. No es que uno dispare a ciegas con el arma de su natural narcisismo: no es una huida hacia adentro, sino un comprensión de lo mutuo a través de lo propio, pues comprender lo propio a través de lo mutuo conlleva el peligro, casi insalvable, de la infección por los anhelos. Al buscar uno las semejanzas, en lugar de lo esencial, se corre el riesgo –que no es del todo ajeno a ningún método– de apegarse a lo superfluo: no todo lo semejante es esencial, pero todo lo esencial es semejante. Escoger un tiempo, y vivir de acuerdo a él. Un tiempo lento, demorado, resbaladizo, como una pendiente; o fulgurante, voraz, resplandeciente, como un fogonazo. En soledad no existe la exigencia por lo inmediato, ni siquiera en el vértigo de lo urgente. Hurgarse uno las entrañas, para embriagarse con el fétido veneno de su podredumbre. Para alcanzar cualquier estado libertario, para ser uno espíritu libre, son necesarias dos fases: liberarse del afuera, y liberarse del  adentro. Si uno destruye los grilletes que lo encadenan, pero continua obedeciendo a sus amos, entonces nada se ha logrado; todavía peor, se habrá retrocedido, porque la obediencia sin el horror por el castigo prueba que la bestia se ha dormido. De igual manera, las condiciones materiales que nos esclavizan no se terminan sólo porque uno no crea en fantasmas; escondidos en las sombras, los fusiles tienen ojos.
 
El encierro en uno mismo, antes que una reclusión estéril en el ego, es decir, ese abandonarse a la impotencia de lo irrespirable, se asemeja a una guerra –una guerra sucia, si se quiere, pero que el sabotaje o la traición sean considerados métodos sucios de hacer la guerra, es decir, que se necesite cargar al adjetivo de lo indigno, sólo nos beneficia, en tanto que apunta a métodos prósperos de hallar la paz con la victoria; si no fuera así, no habría necesidad de emplear la retórica: escoger las definiciones nos delata–. Antes de un ataque, el depredador retrocede unos pasos para tomar impulso y fuerza. Y este retroceder, a pesar de lo que el sentido común pueda opinar aquí, es en sí un ataque, pues aunque sólo sea simbólicamente –los símbolos son necesarios, puesto que inspiran temor en el adversario, y comunican, entre simpatizantes, nuestras intenciones: el símbolo es el principio de la agresión– se certifica la defunción de un miedo que no existe por fin en nosotros, o que el miedo, cobrando protagonismo completo, nos ha desesperado hasta el punto en que, él mismo, se ha devorado. Y como la desesperación, al contrario que la desesperanza, es un movimiento, sería útil sentirnos un poco más desesperados, a fin de, así como la bestia que prepara su ataque, retroceder, salivar, abalanzarnos y despedazar el cuerpo odiado, como hostiles carroñeros hambrientas de carne, sangre y huesos. Abandonarse no es no hacer nada (Sería legítimo no hacer nada. Después de todo, la misantropía, al contrario que la filantropía, es perfectamente comprensible). Pero abandonarse, aquí, significa algo más profundo: uno se está mirando, quizá por primera vez en su vida, sustancialmente a sí mismo, y en ese mirarse uno, si se es lo suficientemente agudo, se está mirando afuera. ¿Y qué puede ver, de profundo, uno en sí mismo, más que el infierno? Del infierno no se aprende nada, a excepción de escapar. Esta es, con toda probabilidad, la enseñanza más importante que uno debe aprender a manejar: cómo escapar del infierno. Porque cuando uno abandona el infierno, el infierno, en el recuerdo, no sobrevive más que como parodia de sí mismo. Y de poco importa si se ama o se odia al mundo: tanto por odio como por amor, uno puede apartarse del mundo, sólo para hundirse más en él.

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