lunes, 6 de octubre de 2014

Fragmento: Los cantos de Maldoror (Conde de Lautréamont) Sobre la madad de Dios.

Los Cantos de Maldoror es una obra poética en prosa dividida en seis cantos escritos en 1869 por el Conde de Lautréamont, seudónimo de Isidore Ducasse. La obra es el soliloquio poético de un protagonista perverso, delirante, que blasfema, injuria, calumnia a Dios, contra quien se rebela en esta diatriba magistral, estableciendo una oda definitiva al mal, el egoísmo, la injusticia, la amoralidad. Lautréamont, que murió con solo 23 años, y un año después de la publicación de sus cantos satánicos, está considerado uno de los padres del surrealismo.

Conde de Lautréamont, seudónimo de Isidore Ducasse.

Este fragmento pertenece al Canto II:

Escuchad los pensamientos de mi infancia, cuando despertaba, humanos de verga roja: «Acabo de despertar; pero mi pensamiento está todavía embotado. Cada mañana, siento un peso en mi cabeza. Es raro que encuentre reposo en la noche; pues horrendos sueños me atormentan cuando consigo dormirme. De día, mi pensamiento se fatiga en extrañas meditaciones mientras mis ojos vagabundean, al azar, por el espacio; y, por la noche, no puedo dormir. ¿Cuándo tengo que dormir pues? Sin embargo, la naturaleza necesita reclamar sus derechos. Como la desdeño, hace que mi rostro palidezca y que mis ojos brillen con la agria llama de la fiebre. Por lo demás, nada me gustaría más que no agotar mi espíritu en continuas reflexiones; pero, aunque no lo quisiera, mis consternados sentimientos me arrastrarían invenciblemente hacia esa pendiente. Me he dado cuenta de que los niños son como yo; pero están todavía más pálidos y sus cejas se fruncen como las de los hombres, nuestros hermanos mayores. Oh Creador del universo, no dejaré, esta mañana, de ofrecerte el incienso de mi plegaria infantil. A veces la olvido y he advertido que, en esos días, me siento más feliz que de costumbre; mi pecho se dilata, libre de toda opresión, y respiro con mayor facilidad el aire embalsamado de la campiña; mientras que, cuando cumplo el penoso deber, ordenado por mis padres, de dirigirte cotidianamente un cántico de alabanzas, acompañado por el inseparable aburrimiento que me produce su laboriosa invención, estoy, entonces, triste e irritado el resto del día, porque no me parece lógico y natural decir lo que no pienso y busco retirarme a las inmensas soledades. Si les pregunto la explicación de ese extraño estado de mi alma, no me responden. Quisiera amarte y adorarte; pero eres demasiado poderoso y hay temor en mis himnos. Si puedes, con una sola manifestación de tu pensamiento, destruir o crear mundos, mis débiles plegarias no te serán útiles; si, cuando te place, envías el cólera para asolar las ciudades u ordenas a la muerte llevarse en sus garras, sin ninguna distinción, las cuatro edades de la vida, no quiero unirme a tan temible amigo. No es que el odio conduzca el hilo de mis razonamientos; sino que tengo miedo, por el contrario, de tu propio odio que, obedeciendo una orden caprichosa, puede salir de tu corazón y hacerse inmenso, como la envergadura del cóndor de los Andes. Tus equívocas diversiones no están a mi alcance y, probablemente, sería su primera víctima. Eres el Todopoderoso; no te discuto ese título pues sólo tú tienes derecho a llevarlo y tus deseos, de consecuencias funestas o felices, sólo en ti tienen término. Por eso, precisamente, me sería doloroso caminar junto a tu cruel túnica de zafiro, no como tu esclavo pero pudiendo serlo en cualquier momento. Cierto es que, cuando te adentras en ti mismo para escrutar tu soberana conducta, si el fantasma de una injusticia pasada cometida contra esa infeliz humanidad, que siempre te ha obedecido como tu amiga más fiel, yergue, ante ti, las inmóviles vértebras de una espina dorsal vengativa, tus ojos huraños dejan caer la asustada lágrima del remordimiento tardío y, entonces, con los cabellos erizados, tú mismo crees tomar, sinceramente, la resolución de suspender para siempre, en los matorrales de la nada, los inconcebibles juegos de tu imaginación de tigre, que sería grotesca si no fuera lamentable; pero sé también que la constancia no ha fijado en tus huesos, como una médula tenaz, el arpón de su eterna morada y que vuelves a caer con frecuencia, tú y tus pensamientos, cubiertos por la lepra negra del error, en el lago fúnebre de las sombrías maldiciones. Quiero creer que son inconscientes (aunque no por ello dejen de contener su fatal veneno) y que el mal y el bien, aunados, se derraman en impetuosos saltos de tu regio pecho gangrenado, como el torrente mana de la roca, por el encanto secreto de una fuerza ciega; pero nada me lo prueba. Con demasiada frecuencia he visto tus inmundos dientes castañetear de rabia y tu augusto rostro, cubierto por el musgo de los tiempos, enrojecer, como un ascua, ante alguna futilidad microscópica cometida por los hombres, como para detenerme por más tiempo frente al poste indicador de esta bonachona hipótesis. Cada día, con las manos unidas, elevaré hacia ti los acentos de mi humilde plegaria, ya que es necesario; pero, te lo suplico, que tu providencia no piense en mí; déjame de lado, como al gusanillo que repta bajo tierra. Sabe que preferiría alimentarme ávidamente con las plantas marinas de islas desconocidas y salvajes, que las olas tropicales arrastran, por esos parajes, en su seno espumoso, que saber que tú me observas e introduces en mi conciencia tu escalpelo de sarcástica risa. Acabo de revelarte la totalidad de mis pensamientos y espero que tu prudencia aplaudirá, con facilidad, el sentido común cuya indeleble huella conservan. Al margen de estas reservas hechas al tipo de relaciones, más o menos íntimas, que debo mantener contigo, mi boca está dispuesta, a cualquier hora del día, a exhalar, como un soplo artificial, el torrente de mentiras que tu vanagloria exige severamente a cada ser humano, en cuanto se levanta la azulada aurora, buscando la luz en los repliegues satinados del crepúsculo, como busco yo la bondad, excitado por el amor al bien. Mis años no son numerosos y, sin embargo, siento ya que la bondad es, sólo, un ensamblaje de sílabas sonoras; no la he encontrado en parte alguna. Dejas adivinar en exceso tu carácter, debieras ocultarlo con mayor habilidad. Por lo demás, tal vez me engañe y lo hagas adrede; pues sabes mejor que nadie cómo debes comportarte. Los hombres, por su parte, consideran una gloria imitarte; por eso la santa bondad no reconoce su tabernáculo en esos ojos huraños: de tal palo tal astilla.

Piénsese lo que se piense de tu inteligencia, sólo hablo de ella como un crítico imparcial. Nada me gustaría más que haber sido inducido al error. No deseo mostrarte el odio que siento por ti y que incubo con amor, como a un hijo querido; pues mejor es ocultarlo a tus ojos y tomar sólo, ante ti, el aspecto de un censor severo, encargado de controlar tus actos impuros. Dejarás así cualquier comercio activo con él, lo olvidarás y destruirás por completo esa chinche ávida que roe tu hígado. Prefiero hacerte escuchar palabras de ensoñación y dulzura... Sí, tú creaste el mundo y cuanto contiene13. Eres perfecto. No te falta virtud alguna. Eres omnipotente, todo el mundo lo sabe. ¡Que el universo entero entone, a todas horas, tu cántico eterno! Los pájaros te bendicen al emprender el vuelo en la campiña. Las estrellas te pertenecen... ¡así sea!» ¡Asombraos, tras esos comienzos, de que sea como soy!

No hay comentarios:

Publicar un comentario