miércoles, 15 de octubre de 2014

Fragmento: El sueño eterno (Raymond Chandler)

El sueño eterno (The Big Sleep) es la primera de la serie de ocho novelas policíacas de Raymond Chandler, escritor norteamericano de novela negra. Publicaba en 1939, también es la primera novela en la que aparece el cínico, honesto e icónico detective Philip Marlowe, personaje que protagonizaría toda su obra posterior.

jueves, 9 de octubre de 2014

Fragmento: El hombre que fue Jueves (G.K Chesterton)

El hombre que fue jueves es una novela del escritor británico G. K Chesterton publicada en 1908. La novela, con una trama detectivesca por momentos surrealista y de un humor exquisito, trata sobre la inflitración de un detective poeta, Gabriel Syme, en una sociedad secreta de filósofos terroristas anarquistas. Les dejamos un fragmento, la primera parte del capítulo cuarto.

lunes, 6 de octubre de 2014

Fragmento: Los cantos de Maldoror (Conde de Lautréamont) Sobre la madad de Dios.

Los Cantos de Maldoror es una obra poética en prosa dividida en seis cantos escritos en 1869 por el Conde de Lautréamont, seudónimo de Isidore Ducasse. La obra es el soliloquio poético de un protagonista perverso, delirante, que blasfema, injuria, calumnia a Dios, contra quien se rebela en esta diatriba magistral, estableciendo una oda definitiva al mal, el egoísmo, la injusticia, la amoralidad. Lautréamont, que murió con solo 23 años, y un año después de la publicación de sus cantos satánicos, está considerado uno de los padres del surrealismo.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Fragmento: El espejismo de Dios (Richard Dawkins) Sobre el respeto religioso

El espejismo de Dios es un ensayo de crítica sobre la creencia y los fundamentos de la religión del etólogo y divulgador científico nacido en Inglaterra Richard Dawkins. Publicado en 2006, el libro es  tanto una revisión crítica de las raíces de la religión, como una defensa del ateísmo desde el escepticimo científico, tratando de refutar mucho de los mitos que circulan sobre los ateos concernientes a su moralidad o estilo de vida y aportando posibles explicaciones científicas a misterios hasta ahora sin resolver como el origen del universo o la moral humana.

martes, 26 de agosto de 2014

Fragmento: El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco (Charles Bukowski)

El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco es un título póstumo del escritor norteamericano Charles Bukowski. Publicado en 1998, esta obra contiene anotaciones en forma de diario que el autor escribió desde 1991 hasta 1993, un año antes de su muerte por leucemia en 1994.

jueves, 21 de agosto de 2014

Fragmento: El ocaso de los ídolos (Friedrich Nietzsche)

El ocaso de los ídolos (traducido en otras ocasiones como "El crepúsculo de los ídolos" y subtitulado "O cómo se filosofa a martillazos") es un libro del filósofo alemán Friedrich Nietszche escrito en 1888 y publicado por primera vez en 1889. La obra está escrita de modo no sistemático, con aforismos, diatribas y breves escritos de espíritu iconoclasta, amoral ("No hay hechos morales" anuncia en un capítulo) y lenguaje sarcástico. Supone una crítica a los sistemas idealistas, por considerarlos sistemas decadentes que desvalorizan la vida (fábulas perjudiciales, errores contrarios al mundo verdadero, o lo que es lo mismo: el mundo de los sentidos) al prejuicio, a sus contemporáneos o al racionalismo.

martes, 5 de agosto de 2014

Poesía: Las flores del mal (Charles Baudelaire)

Del poemario: Las flores del mal. Autor: Charles Baudelaire. Fecha de publicación: 25 de junio de 1857. Traducción de: Ángel Lazaro.

"Las flores del mal", ilustración del pintor simbolista Carlos Schwabe.

viernes, 1 de agosto de 2014

Fragmento: Los viajes de Gulliver (Jonathan Swift) Sobre la Ley y los abogados

Los viajes de Gulliver es una novela satírica de Jonathan Swift publicada en 1726. La novela trata sobre el capitán Lemuel Gulliver, un aventurero que hará diferentes viajes encontrando mundos nuevos que habían estado sin descubrir, y en donde dejará bien patente su odio al género humano a través de un humor irónico que de forma insospechada se ha venido interpretando como literatura infantil.

jueves, 24 de julio de 2014

Fragmento: La conexión cósmica (Carl Sagan) El interés científico de la exploración del espacio

La conexión cósmica es un libro escrito por el astrónomo, astrofísico, escritor y divulgador científico estadounidense Carl Sagan. Publicado en 1973, en el libro Sagan especula sobre las probabilidades de encontrar inteligencias extraterrestres, discute sobre las posibilidades de vida en otros planetas del sistema solar y trata de ponernos en consideración con nuestro propio entorno planetario.

martes, 22 de julio de 2014

Fragmento: En las cimas de la desesperación (Emil Cioran)

En las cimas de la desesperación es un libro de aforismos del autor rumano Emil Cioran escrito en 1934 a los 23 años cuando se encontraba al borde del suicidio y publicado un par de años después.

jueves, 17 de julio de 2014

Fragmento: El único y su propiedad (Max Stirner) Introducción


El único y su propiedad es un libro del filósofo alemán Max Stirner publicado en 1844. En este breve y claro ensayo Stirner hace una crítica a todos los sistemas sociales existentes por considerar que sacrifican al individuo, ya sea el Estado, la religión, el humanismo, la ideología o cualquiera otra fuerza coercitiva que pretenda un bien superior o trascendental.

martes, 15 de julio de 2014

Fragmento: Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo (Charles Darwin)


Más conocido como El viaje del Beagle, Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo es una colección de notas escritas entre 1831 y 1836, durante el periplo que emprendió el naturalista británico Charles Darwin principalmente por el sur de América.

sábado, 12 de julio de 2014

Fragmento: Del sentimiento trágico de la vida (Miguel de Unamuno)

Del sentimiento trágico de la vida en un ensayo filosófico escrito y publicado en 1912 por el autor español perteneciente a la generación del 98 Miguel de Unamuno. En este ensayo Unamuno pretende afirmar la necesidad espiritual del ser humano nacida a través del ansia de inmortalidad de cada hombre, al menos en un sentido subjetivo, declarando que no se puede llegar a Dios mediante el racionalismo sino sólo mediante la fe, pues para él razón y fe era enemigas irreconciliables que sólo podían relacionarse mediante el combate. El ensayo cuenta con un estilo brusco, irónico, a veces autocompasivo o incluso de cierta ternura.

martes, 8 de julio de 2014

Fragmento: Hambre (Knut Hamsun)

Hambre es una novela del escritor noruego Knut Hamsun, Premio Nobel de literatura en 1920. Escrita en 1890, la obra trata sobre las penurias económicas de un joven escritor anónimo que vagabundea por la ciudad de Christiania tratando de vencer el hambre. El protagonista, un ciudadano anónimo sin patria, hogar, familia, trabajo, con la única ambición de escribir artículos y no morirse de hambre o frío, se pasea desharrapado por la ciudad como un fantasma esquizofrénico, manteniendo largos soliloquios dementes consigo mismo que representan casi la totalidad de la narración. También destaca en su escritura la ausencia total de comillas, que dificultan a la hora de diferenciar si habla con alguien o se dirige a sí mismo, lo que hace todavía más enigmática su actitud. Además, Knut Hamsun es uno de los escritores más influyentes de la literatura moderna, y autores como Henry Miller, John Fante, Paul Auster, Ernest Hemingway, Charles Bukowski, Thomas Mann o Hernan Hesse han reconocido su influencia o se han declarado discípulos suyos.

jueves, 3 de julio de 2014

Fragmento: Por qué no soy cristiano (Bertrand Russell)

Por qué no soy cristiano es un ensayo basado en una conferencia pública del filósofo, matemático, escritor y humanista ateo inglés Bertrand Russell el seis de marzo de 1927. En este libro, Russell discute de forma sencilla y con fina ironía los grandes argumentos para la creencia de Dios, así como desmitifica la figura de Jesús o duda de su historicidad.

martes, 1 de julio de 2014

Fragmento: Sobre héroes y tumbas (Ernesto Sábato)

Sobre héroes y tumbas, publicada en 1961 en Buenos Aires, es la segunda novela escrita por el autor argentino Ernesto Sábato. La historia principal, interrumpida constantemente por el relato histórico del General Lavalle, político y militar argentino, se desarrolla en el violento Buenos Aires de los años cincuenta. En esta novela, escrita en un tono áspero e intimista, existe un juego continuo con el narrador, alternando de persona en cada bloque o capítulo; por ejemplo, en el correspondiente al Informe sobre ciegos.

sábado, 28 de junio de 2014

Traducción: The Meaning of American Pie (El significado de American Pie)

Fuente (texto original): https://www.cfa.harvard.edu/~jdevor/links/TheMeaningOfAmericanPie.htm


American Pie – Don McLean
La canción es un tributo a Buddy Holly y un comentario sobre cómo cambió el rock and roll después de su muerte. McLean se lamenta de la ausencia de buena música bailable de fiesta, atribuyéndolo a la muerte de Buddy Holly y otros. 

A long, long time ago [Hace mucho mucho tiempo]
El álbum que contenía "American Pie" se publicó en 1972. Buddy Holly murió en 1959.

I can still remember how that music used to make me smile [Aún recuerdo cómo esa música me hacía sonreír]

And I knew if I had my chance [y sé que, si tenía la oportunidad,]

That I could make those people dance [podía conseguir que la gente bailara]

And maybe they'd be happy for a while [y quizá fueran felices por un momento]
Una de las primeras funciones del rock and roll era ser una música bailable para distintos eventos sociales. McLean recuerda que deseaba convertirse en un músico que tocara ese tipo de música.

miércoles, 25 de junio de 2014

Fragmento: En el camino (Jack Kerouac)

En el camino es una novela semi autobiográfica escrita por el autor beat norte americano Jack Kerouac en 1951. La novela narra los viajes que hicieron Kerouac y sus amigos entre 1947 y 1950 por los Estados Unidos de America. En el camino cuenta con la narración del alter ego de Jack Kerouac (Sal Paradise) y su eje fundamental es la relación de este con uno de los iconos de la cultura beat, el díscolo Neal Cassady, que en la novela aparece como Dean Moriarty, así como la subcultura, la drogas o el sexo.

sábado, 21 de junio de 2014

Fragmento: Groucho y yo (Groucho Marx) Cartas a la Warner

Groucho y yo es una novela autobiográfica escrita (creánlo o no) por el cómico norteamericano Groucho Marx en 1959. En ella narra con su ingenio habitual diferentes aspectos de su vida, haciendo un recorrido por su infancia, su adolescencia, y centrándose luego en sus primeras actuaciones para terminar contando algunas anécdotas personales en las que se permean algunas de sus manías.

miércoles, 18 de junio de 2014

Fragmento: Breviario de podredumbre (Emil Cioran)

Breviario de podredumbre es un libro escrito en francés por el autor rumano Emil Cioran. Escrita en en un estilo aforístico y un humor corrosivo, representa una crítica mordaz al idealismo, principio de todo fanatismo, la religión, la política y la filosofía.

miércoles, 11 de junio de 2014

Reseña de Pregúntale al polvo (John Fante) y prólogo de Charles Bukowski

Pregúntale al polvo (Ask the dust) es una novela semi-autobiográfica del escritor norteamericano John Fante. Publicada por primera vez en el año 1939 por la editorial Stakpole, no fue hasta los ochenta cuando la obra adquirió cierta fama, gracias a una reedición insistida por el popular escritor Charles Bukowski, quien idolatraba a Fante desde que se encontrase por casualidad este libro en una de las estanterías de la Biblioteca Municipal de Los Angeles a la que acudía.

lunes, 9 de junio de 2014

Fragmento: Un hombre acabado (Giovanni Papini)

Un hombre acabado es una novela autobiográfica escrita en 1912 por el escritor italiano Giovanni Papini. En el libro Papini nos habla de su infancia, su adolescencia y etapa adulta en un tono melancólico y desconsolador, nos explica sus primeros coqueteos con la literatura, sus descubrimientos filosóficos, amistades, sus éxitos, fracasos y sus peores miedos.

fotografía de giovanni papini
Giovanni Papini
El fragmento pertenece al capítulo VIII "El descubrimiento del mal": 

De una infancia salvaje y precozmente introspectiva: de una humillada soledad impuesta por la timidez: de la adversidad y la miseria; de las repetidas derrotas de un enciclopedismo demasiado ambicioso; del lirismo elegiaco rumiado por caminos grises, entre muros ennegrecidos bajo cielos de ceniza; de los confusos ímpetus hacia una vida heroica, digna, poética en seguida negados y anegados en la maldita continuidad de una vida reducida, provinciana, estrecha y mortificante, surgió un pesimismo desesperado y encerrado en sí mismo como en una fortaleza sin ventanas. Apenas el intelecto —al fin de la adolescencia— fue mayor de edad, pidió sus razones a la vida y no obtuvo respuesta. La teoría dio forma a la melancolía. A la tristeza física absoluta de las tardes festivas invernales, siguió la investigación acerca de los bienes y de los males de la existencia, y el espíritu respondía o no a toda promesa; replicaba no a todo sueño inverosímil, a todo falso placer, y soplaba sobre los últimos encantos como el viento de medianoche, sobre la escasa llama subsistente de una mala luminaria.

A la languidez de las vigilias fantaseadoras, cuando entran ganas de compadecerse a sí mismo, sin razón, como nunca se compadecerá nadie, siguieron las investigaciones acerca de la naturaleza del dolor, sobre la brevedad de las alegrías, sobre el balance de la felicidad terrestre, a los sonetos patéticos por el fin de los días y de los otoños, siguió la firme intención de protestar pública y racionalmente contra la bestial aceptación de la vida.

A esa edad, la perpetua interrogación inútil, se me representó con las mismas palabras de todos los tiempos y de todos los tediosos: ¿la vida es digna de ser vivida?

¿Qué podia responder? La vida me prometía poco y no me daba nada. No podía esperar riqueza —ni triunfos en los estudios, ya que desde el principio había enfilado por necesidad un camino escolar, breve y mediocre —ni amor de las mujeres, porque era feo y miedoso— ni ilimitación de saber, porque me dañaba el pensar en las empresas truncadas. Pocos se cuidaban de mí, nadie me quería bien, excepto mi padre y mi madre, demasiado lejanos de esta alma que venía de ellos y que, sin embargo, a ellos mismos parecía extraña.

No me quedaba más que el pensamiento: siempre me había gustado generalizar, estrechar relaciones entre hechos aislados, adivinar leyes, desmontar y remontar teorías. Poco antes, con la "Scienza nuova" mal comprendida, se me había puesto en la cabeza, construir una filosofía de la historia literaria, y me había imaginado descubrir los cursos y recursos del arte, las causas de las grandezas y de las decadencias en las literaturas. Desde entonces, Taine me abría el cerebro y sentía envidia por aquella su facilidad de componer esquemas claros, ordenados y simétricos de ideas, apenas coloreados, entre una y otra línea, de abundancia de hechos; el demonio teórico acechaba al niño poeta y me inspiraba las fórmulas, los sentimientos y los bien deducidos corolarios.

Ya armado el pensamiento, se lanzó, pues, a esta vida miserable, sin carnavales y sin faros y se apresuró a descubrir en ella el vacío y callado dolor. ¿Está toda aquí? A cada deseo, una repulsa; a cada aspiración, un mentís; a cada esfuerzo una bofetada; a todo el anhelo de felicidad que nos toma a los dieciséis, a los dieciocho años, la promesa de la nada. ¡La nada enmascarada de cien maneras! Fe, gloria, arte, acción, paraíso, conquista: máscaras en el rostro, ojeras sin ojos, bocas sin lenguas, besos sin respuesta.

La vida, para ser llevadera, debe ser intensamente vivida. La sensibilidad la rellena de cuando en cuando, y si es verdad que cambia semejante al agua que corre, al menos nos transporta como una corriente que puede parecer igual y eterna. Pero si la vida se analiza y se la desnuda y desuella con el pensamiento, con la razón, con la lógica, con la filosofía, entonces el vacio se muestra sin fondo, la nada confiesa francamente su nulidad y la desesperación se apoya en el alma como el ángel se posó sobre el sepulcro abandonado por el hijo de Dios.

Así sucedió que me afirmé, con todo el ardor de una vida ascendente, en la negación de la vida. Mi respuesta —la única posible entonces— a la maligna injusticia de la suerte y a la silenciosa enemistad de los hombres, fue la persuasión de la infinita vanidad del todo, de la canallería congénita y de la infelicidad indestructible del género humano.

Mi pesimismo, aunque lo proclamase y lo creyese radicalísimo, no fue consecuente y no llegó hasta donde podía y debía llegar. Fue, al principio, sentimental, poético-literario. El enciclopédico rabioso y el lírico en germen que había en mí, se repartieron la obra. Hasta el descubrimiento de la infelicidad de la vida fue un pretexto para nuevas compilaciones. Recogí en mis lecturas todos los desahogos de los poetas, los efectos de los dramaturgos, los incisos de los oradores, las admoniciones de los predicadores, los aforismos de los filósofos a medias y enteros, donde hubiese, velada o no, demostrada o lamentada, la inutilidad de la existencia,la supremacía del mal, la tristeza de los sueños interrumpidos, de las ilusiones laceradas; el descorazonamiento del pasado que no vuelve, la desesperación que doblega y trunca el alma cuando se ha girado en torno a la vida por todas partes —isla breve y apenas iluminada por el infinito gozo de la nada. Así, pues, reuní una fúnebre compilación del dolor hecho verbo, donde los dísticos, las paradojas, las quejas y las lamentaciones de los hombres, distantes en el espacio, en el tiempo y en el espíritu, se encontraron juntos, como el coro angustioso del descontento humano...

No solamente por curiosidad literaria: era sincero. El hecho de encontrar en otros tales desfallecimientos y tales maldiciones, me daba ánimo. Me parecía no estar ya tan sólo, me parecía haber encontrado a los hermanos, a los compañeros nacidos para mí, a los muertos consoladores. Me imaginaba no poder equivocarme en mi negación, y que ésta no era solamente la protesta cobarde de un muchacho estropeado por la desordenada fantasía.

Pero no sólo hacía una exposición de sentencias: pensaba yo hacer un libro, el verdadero libro sobre la vida, el libro que habría debido decidir de una vez para siempre a cada hombre a menospreciar de sí mismo, de los demás y de la existencia entera, la desestima que se merecen. En ese tiempo tropecé por primera vez con una gran filosofía. Hojeé, leí, medité a Schopenhauer, a trozos, a pedazos, a intervalos pero lo suficiente como para comprender que la ciencia hacedera de los libritos de geología o de evolución, no era el punto más alto a que podía alcanzar la inteligencia cognoscitiva. E intenté trazar una historia del pesimismo, y así recorrí, a grandes pasos, la historia de la filosofía, donde otras ideas, además de las negativas y dolientes, me atrajeron y despertaron mi curiosidad.

El erudito ya no estaba solo: el teórico crecía y se robustecía. El asiento de mi sistema pesimista —fundado sobre la ley de que precisamente los fines más deseables son necesariamente inasequibles —fue acompañado de alegrías intelectuales casi nuevas para mí. Y no olvidé transportarme a los extremos y la totalidad. Me disgustaba en Schopenhauer la hostilidad al suicidio. En cambio, yo preparé como última parte de mi gran obra, una estoica proposición de suicidio universal. No ya por escándalo: no veía otra salida. Suicidio individual, no, porque es ridícula e inútil: sino suicidio en masa, suicidio consecuente y concordemente deliberado, tal que quedara sola y desierta la tierra, rodando inútilmente en los cielos. Imaginaba poder fundar una sociedad que poco a poco debería ir creciendo y extendiéndose junto con la difusión de mi irrefutable libro. Cuando esta liga de los desesperados hubiese ensamblado exactamente con la humanidad entera, se elegiría el gran día —¡el fin! Había pensado hasta en los medios, me parecía que el veneno era el preferido. ¡Idioteces, niñerías! Empero, el pensamiento fijo de ser el apóstol de ésta suprema conclusión de la vida, fue para mí, durante cierto tiempo, el único pretexto para seguir en ella. Y consentí en vivir únicamente con la esperanza ridícula de hacer morir conmigo a todos los hombres.

viernes, 6 de junio de 2014

Fragmento: El árbol de la ciencia (Pio Baroja)

El árbol de la ciencia es una novela semi-autobiográfica escrita por el autor español Pio Baroja y publicada en 1911. La novela, escrita en estilo seco, directo, áspero y descreído, refleja las inquietudes nacionales de la España de finales del siglo XX que pierde sus últimas colonias en América del Sur y Asia tras un conflicto armado con los Estados Unidos de América en 1898. Este evento catastrófico supuso la devastación del Imperio Español y la aparición de una de las generaciones literarias más brillantes de la historia de España, La generación del 98, a la que pertenecían, además del propio Baroja, autores como: Azorín, Machado, Valle-Inclán, Maeztu o Unamuno. El árbol de la ciencia tiene como protagonista al estudiante de medicina Andrés hurtado y trata temas tales como el caciquismo, el patriotismo hipócrita, la estulticia, el materialismo, el idealismo, el nihilismo, la muerte, la resignación o el suicidio.

Pio Baroja firmando
Pio Baroja

Sobre la mayoría de estos temas, debate Andrés con su tío Iturrioz en dos ocasiones que sirven para separar la novela. Les dejo un fragmento de una de ellas:

«- (...) La voluntad, el deseo de vivir, es tan fuerte en el animal como en el hombre. En el hombre es mayor la comprensión. A más comprender, corresponde menos desear. Esto es lógico, y además se comprueba en la realidad. La apetencia por conocer se despierta en los individuos que aparecen al final de una evolución, cuando el instinto de vivir languidece. El hombre, cuya necesidad es conocer, es como la mariposa que rompe la crisálida para morir. El individuo sano, vivo, fuerte, no ve las cosas como son, porque no le conviene. Está dentro de una alucinación. Don Quijote, a quien Cervantes quiso dar un sentido negativo, es un símbolo de la afirmación de la vida. Don Quijote vive más que todas las personas cuerdas que le rodean, vive más y con más intensidad que los otros. El individuo o el pueblo que quiere vivir se envuelve en nubes como los antiguos dioses cuando se aparecían a los mortales. El instinto vital necesita de la ficción para afirmarse. La ciencia entonces, el instinto de crítica, el instinto de averiguación, debe encontrar una verdad: la cantidad de mentira que se necesita para la vida. ¿Se ríe usted?

—Sí, me río, porque eso que tú expones con palabras del día, está dicho nada menos que en la Biblia.

—¡Bah!

—Sí, en el Génesis. Tú habrás leído que en el centro del paraíso había dos árboles, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. El árbol de la vida era inmenso, frondoso, y, según algunos santos padres, daba la inmortalidad. El árbol de la ciencia no se dice cómo era; probablemente sería mezquino y triste. ¿Y tú sabes lo que le dijo Dios a Adán?

—No recuerdo; la verdad.

—Pues al tenerle a Adán delante, le dijo: Puedes comer todos los frutos del jardín; pero cuidado con el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que tú comas su fruto morirás de muerte. Y Dios, seguramente, añadió: Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no
comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá. ¿No es un consejo admirable?

—Sí, es un consejo digno de un accionista del Banco —repuso Andrés.

(...)

—Sí, eso define el carácter semítico, la confianza, el optimismo, el oportunismo... Todo eso tiene que desaparecer. La mentalidad científica de los hombres del norte de Europa lo barrerá.

—Pero, ¿dónde están esos hombres? ¿Dónde están esos precursores?

—En la ciencia, en la filosofía, en Kant sobre todo. Kant ha sido el gran destructor de la mentira greco-semítica. Él se encontró con esos dos árboles bíblicos de que usted hablaba antes y fue apartando las ramas del árbol de la vida que ahogaban al árbol de la ciencia. Tras él no queda, en el mundo de las ideas, más que un camino estrecho y penoso: la Ciencia. Detrás de él, sin tener quizá su fuerza y su grandeza, viene otro destructor, otro oso del Norte, Schopenhauer, que no quiso dejar en pie los subterfugios que el maestro sostuvo amorosamente por falta de valor. Kant pide por misericordia que esa gruesa rama del árbol de la vida, que se llama libertad, responsabilidad, derecho, descanse junto a las ramas del árbol de la ciencia para dar perspectivas a la mirada del hombre. Schopenhauer, más austero, más probo en su pensamiento, aparta esa rama, y la vida aparece como una cosa oscura y ciega, potente y jugosa sin justicia, sin bondad, sin fin; una corriente llevada por una fuerza “x”, que él llama voluntad y que, de cuando en cuando, en medio de la materia organizada, produce un fenómeno secundario, una fosforescencia cerebral, un reflejo, que es la inteligencia. Ya se ve claro en estos dos principios vida y verdad, voluntad e inteligencia.

—Ya debe haber filósofos y biófilos —dijo Iturrioz.

—¿Por qué no? Filósofos y biófilos. En estas circunstancias el instinto vital, todo actividad y confianza, se siente herido y tiene que reaccionar y reacciona. Los unos, la mayoría literatos, ponen su optimismo en la vida, en la brutalidad de los instintos y cantan la vida cruel, canalla, infame, la vida sin finalidad, sin objeto, sin principios y sin moral, como una pantera en medio de una selva.

Los otros ponen el optimismo en la misma ciencia. Contra la tendencia agnóstica de un Du Bois-Reymond que afirmó que jamás el entendimiento del hombre llegaría a conocer la mecánica del universo, están las tendecias de Berthelot, de Metchnikoff, de Ramón y Cajal en España, que supone que se puede llegar a averiguar el fin del hombre en la Tierra. Hay, por último, los que quieren volver a las ideas viejas y a los viejos mitos, porque son útiles para la vida. Éstos son profesores de retórica, de esos que tienen la sublime misión de contarnos cómo se estornudaba en el siglo XVIII después de tomar rapé, los que nos dicen que la ciencia fracasa y que el materialismo, el determinismo, el encadenamiento de causa a efecto es una cosa grosera, y que el espiritualismo es algo sublime y refinado. ¡Qué risa! ¡Qué admirable lugar común para que los obispos y los generales cobren su sueldo y los comerciantes puedan vender impunemente bacalao podrido! ¡Creer en el ídolo o en el fetiche es símbolo de superioridad; creer en los átomos, como Demócrito o Epicuro, señal de estupidez! Un “aissaua” de Marruecos que se rompe la cabeza con un hacha y traga cristales en honor de la divinidad, o un buen mandingo con su taparrabos, son seres refinados y cultos; en cambio el hombre de ciencia que estudia la naturaleza es un ser vulgar y grosero. ¡Qué admirable paradoja para vestirse de galas retóricas y de sonidos nasales en la boca de un académico francés! Hay que reírse cuando dicen que la ciencia fracasa. Tontería: lo que fracasa es la mentira; la ciencia marcha adelante, arrollándolo todo».

domingo, 1 de junio de 2014

Fragmento: La falsa medida del hombre (Stephen Jay Gould)

La falsa medida del hombre es un libro escrito por el biólogo, paleontólogo y divulgador científico Stephen Jay Gould. Publicado en 1981, el ensayo pretende ser una advertencia sobre los peligros de utilizar la ciencia con el único fin de validar los prejuicios sociales de la época. Se convierte así en un crítico repaso histórico de los métodos estadísticos utilizados a lo largo del siglo XX para medir la inteligencia y, sobre todo, en una rechazo del determinismo biológico que lo sustenta.

«Puesto que debe ser obra de las personas, la ciencia es una actividad que se inserta en la vida social. Su progreso depende del palpito,de la visión y de la intuición; Muchas de las transformaciones que sufre con el tiempo no corresponden a un acercamiento progresivo a la verdad absoluta, sino a la modificación de los contextos culturales que tanta influencia ejercen sobre ella. Los hechos no son fragmentos de información puros e impolutos; también la cultura influye en lo que vemos y en cómo lo vemos. (...) Sin embargo al proponerla no suscribiré una extrapolación bastante difundida en determinados círculos de historiadores: la tesis puramente relativista según la cual el cambio científico sólo se debe a la modificación de los contextos sociales; la verdad considerada al margen de toda premisa cultural se convierte en un concepto vacío de significado, y, por tanto, la ciencia es incapaz de proporcionar respuestas duraderas. Como persona dedicada a la actividad científica, comparto el credo de mis colegas: creo que existe una realidad objetiva y que la ciencia, aunque a menudo de una manera torpe e irregular, es capaz de enseñarnos algo sobre ella». Stephen Jay Gould.

foto del divulgador científico Stephen Jay Gould
Stephen Jay Gould

Si en alguna ocasión habéis podido escuchar o leer aquello de: "Goethe tenía un cociente intelectual de 210", y cifras similares para los grandes genios de la humanidad, y si os habéis preguntado cómo resulta posible y de qué manera se le otorgan esos CI cuando en la época histórica de esos personajes aún no se utilizaba el test, aquí la  respuesta:

LEWIS M. TERMAN Y LA COMERCIALIZACIÓN EN GRAN ESCALA DEL CI INNATO

CI fósiles de genios del pasado (Página 187)

Terman consideraba que, si bien la gran masa de individuos "meramente inferiores" era necesaria para mover la maquinaria de la sociedad, el bienestar de esta última dependía en definitiva del liderazgo ejercido por unos pocos genios cuyo Cl era particularmente elevado. Junto con sus colaboradores, publicó una serie de cinco volúmenes titulada Genetic Studies of Genius, donde se propuso definir a las personas situadas en el extremo superior de la escala Stanford- Binet, y de describir su trayectoria vital.

Uno de dichos volúmenes estaba dedicado a medir, retrospectivamente, el Cl de los estadistas, militares e intelectuales que constituyeron el motor fundamental de la historia. Si se comprobaba que estaban situados en la cima de la escala, ello confirmaría que el Cl representaba la medida independiente de la capacidad mental básica de cada persona. Pero, ¿cómo rescatar un Cl fósil, salvo invocando por arte de magia la presencia del joven Copérnico v preguntándole en qué iba montado el hombre blanco? Sin arredrarse, Terman y sus colaboradores trataron de reconstruir el Cl de los individuos notables del pasado, y publicaron un grueso volumen (Cox, 1926) que ocupa un lugar de privilegio dentro de una literatura ya bastante disparatada de por sí (sin embargo, Jensen —1979, páginas 113 y 355 — y otros autores siguen tomándolo en serio).

Ya en 1917 Terman había publicado un estudio preliminar sobre Francis Galton, a quien otorgó un sorprendente Cl de 200. Después de haber obtenido tan buen resultado con aquel precursor de los tests de inteligencia, alentó a sus colaboradores para que emprendieran una investigación más amplia. J. M. Cattell había publicado una clasificación de los 1.000 individuos que constituyeron el motor fundamental de la historia, basándose en la extensión de los respectivos artículos dedicados a ellos en los diccionarios biográficos. Catherine M. Cox, colaboradora de Terman, redujo esa lista a 282, reunió información biográfica detallada sobre sus primeros años de vida, y luego calculó para cada uno dos Cl diferentes: el primero, denominado Al Cl, para el período que iba del nacimiento hasta los diecisiete años; y el segundo, denominado A2 CI, para el período que iba desde los diecisiete a los veintiséis años.

Cox se metió en dificultades ya desde el comienzo. Pidió a cinco personas — entre las que se contaba Terman — que leyeran los legajos que había elaborado, y calcularan los dos CI para cada uno de esos individuos. Tres de dichas personas coincidieron básicamente en los valores medios calculados: Al CI oscilaba alrededor de los 135, y A2 CI rondaba los 145. En cambio, los otros dos tasadores calcularon valores muy divergentes: en un caso, muy superiores, y en el otro, muy inferiores a las medias estimadas por aquellos tres. Lo que hizo Cox fue eliminar sencillamente sus cálculos, con lo que descartó el 40% de los datos. Sostuvo que, de todas maneras, esas estimaciones habrían quedado equilibradas en la media (1926, página 72). Sin embargo, si cinco personas pertenecientes al mismo grupo de trabajo no podían ponerse de acuerdo, ¿qué perspectiva de uniformidad o consistencia — para no hablar de objetividad — podía ofrecerse?

Aparte de estas dificultades prácticas que reducían la fuerza de la argumentación, el estudio presentaba un vicio lógico fundamental. Las diferencias de CI que Cox registraba en los sujetos no medían el mérito variable de sus obras, para no hablar de su inteligencia innata: sólo se trataba de un artificio metodológico para expresar las diferencias en la calidad de la información que Cox había podido reunir acerca de la niñez y los primeros años de juventud de dichos sujetos. Empezó asignando a cada uno de ellos un CI básico de 100 al que, luego, los tasadores añadirían (o, en muy pocos casos, quitarían) puntos basándose en los datos suministrados. Los legajos de Cox son caprichosas listas de logros conseguidos durante la niñez y la juventud, entre los que se subrayan los ejemplos de precocidad. Puesto que su método consistía en ir sumando puntos a la cifra básica de 100, según los resultados notables que fueran apareciendo en cada legajo, los CI calculados al final apenas expresan otra cosa que el volumen de la información disponible. Por lo general, los CI bajos reflejan una falta de información, y los elevados la existencia de una lista copiosa. (Cox llega a admitir que lo que mide no es el verdadero CI, sino sólo lo que puede deducirse sobre la base de unos datos limitados; sin embargo, esta desmentida nunca figuró en los informes destinados a divulgar los resultados de su investigación.) Para creer, aunque más no sea por un momento, que semejante procedimiento puede servir para establecer cuál era la jerarquía existente entre los respectivos CI de aquellos "hombres geniales", debería suponerse que la niñez de todos los sujetos había sido observada y registrada con una atención más o menos pareja. Hay que afirmar (así lo hace Cox) que la inexistencia de datos acerca de una infancia eventualmente precoz indica que estamos ante una vida vulgar, sobre la que no vale la pena escribir, ante un talento tan poco extraordinario que nadie se tomó el trabajo de dejar constancia de sus realizaciones.

Dos resultados básicos del estudio de Cox suscitan inmediatamente serias sospechas de que sus estimaciones acerca de los CI no reflejan tanto el mérito de las efectivas realizaciones de aquellos genios, como los accidentes históricos sufridos por los registros que han quedado de las mismas. Primero: se supone que el CI no se modifica en un sentido definido durante la vida de la persona. Sin embargo, en su estudio, el valor medio del Al CI es de 135, mientras que el del A2 CI es de 145, lo que entraña una elevación considerable. Basta revisar sus legajos (reproducidos íntegramente en Cox, 1926) para descubrir la causa y comprobar que ésta radica sin duda alguna en el método utilizado. La información que posee sobre la niñez de sus sujetos es más copiosa que la relativa a la primera etapa de la edad adulta (recordemos que el A2 CI corresponde a las realizaciones alcanzadas entre los diecisiete y los veintiséis años, mientras que el Al CI refleja las de sus primeros años). Segundo: algunos de los Al CI que calculó Cox para ciertos personajes colosales — entre los que se cuentan Cervantes y Copérnico — resultan inquietamente bajos, como el puntaje de 105 que atribuyó a los sujetos mencionados. La explicación surge de sus legajos: poco o nada se sabe de la infancia de estos últimos, por lo que no existen datos que permitan añadir puntos a la cifra básica de 100. Cox estableció siete niveles de confiabilidad para sus estimaciones. El séptimo, créase o no, es "la conjetura no basada en dato alguno".

Otra manera evidente de poner a prueba esta metodología consiste en considerar el caso de los genios nacidos en ambientes humildes, donde no abundaban los preceptores y cronistas capaces de alentarlos y dejar constancia escrita de sus audaces muestras de precocidad. John Stuart Mill puede haber aprendido griego en su cuna, pero ¿acaso Faraday o Bunyan tuvieron alguna vez esa oportunidad? Los niños pobres tienen una doble desventaja: no sólo nadie se molesta en dejar constancia de lo que hacen en sus primeros años de vida, sino que también el hecho mismo de su pobreza entraña una degradación. ¡Así, Cox deduce, utilizando la táctica favorita de los eugenistas, la inteligencia innata de los padres sobre la base de la profesión y el rango social de estos últimos! Clasifica a los padres en una escala profesional que va de 1 a 5, y otorga a sus hijos un CI de 100 cuando los padres tienen un rango profesional de 3, y una prima (o una deducción) de 10 puntos en el Cl por cada peldaño hacia arriba o hacia abajo. Un muchacho que durante los primeros diecisiete años de su vida no ha hecho nada digno de noticia puede tener, sin embargo, un Cl de 120 debido a la prosperidad o al nivel profesional de su padre. Consideremos el caso del pobre Massena, el gran general de Napoleón, que quedó situado en el puerto más bajo — Al Cl = 100 — y de cuya niñez nada sabemos salvo que trabajó de grumete en dos largas travesías a bordo del barco de un tío suyo. Cox escribe lo siguiente (pág. 88):

Es probable que los sobrinos de los capitanes de buques de guerra tengan un CI un poco superior a 100; por los grumetes siguen siendo grumetes durante dos largas travesías, y cuyo servicio como grumete es lo único que cabe consignar hasta la edad de 17 años, pueden tener un CI medio inferior incluso a 100.

Otros individuos admirables con padres pobres y escasas informaciones sobre su infancia estaban también expuestos a la ignominia de unos valores inferiores a 100. Sin embargo, Cox se las arregló para falsificar y acomodar los datos de modo de poder situarlos a todos por encima de la línea divisoria de las tres cifras, aunque más no fuese por una ligera diferencia. Veamos el caso del infortunado Saint-Cyr, que sólo se salvó por un parentesco lejano, y que obtuvo un Al CI de 105; "El padre fue carnicero y luego curtidor, con lo que el hijo debería haber recibido un Cl profesional situado entre los 90 y los 100 puntos; sin embargo, dos parientes lejanos alcanzaron importantes honores militares, lo que prueba la existencia de una casta superior en la familia" (págs. 90-91). John Bunyan se topó con obstáculos más habituales que su famoso Peregrino; sin embargo, Cox se las arregla para atribuirle un puntaje de 105.

El padre de Bunyan fue un calderero u hojalatero, pero un hojalatero muy respetado en la aldea; en cuanto a la madre, no pertenecía al grupo de los miserables, sino al de la gente "de costumbres honestas y respetables". Eso hubiera bastado para situarlo entre los 90 y los 100 puntos. Pero la crónica añade que, a pesar de su "mezquindad e insignificancia", los padres de Bunyan lo enviaron a la escuela para que aprendiese "tanto a leer como a escribir", lo que indica probablemente que éste prometía ser algo más que un hojalatero. (pág. 90)

Michael Faraday logró alcanzar los 105 puntos, porque las noticias fragmentarias acerca de su buen desempeño como recadero y su carácter inquisitivo le permitieron compensar las desventajas derivadas del bajo nivel social de sus padres. Su elevado A2 CI de 150 sólo es el reflejo de la abundante información disponible acerca de las realizaciones que jalonaron los primeros años de su vida de adulto. Sin embargo, en un caso Cox no pudo admitir el molesto resultado que produjo la aplicación de su método. Shakespeare, cuyos orígenes fueron humildes y de cuya niñez nada se sabe, hubiese obtenido un puntaje inferior a 100. De modo que Cox sencillamente lo eliminó, aunque no hizo lo mismo con varios otros de cuya infancia tampoco se tienen noticias suficientes.

Entre otras curiosidades de los cálculos, que reflejan los prejuicios sociales de Cox y de Terman, podemos mencionar los casos de varios jovencitos precoces (Clive, Liebig y Swift, en particular), cuyo nivel fue rebajado debido al comportamiento rebelde que tuvieron en la escuela, sobre todo por negarse a estudiar los clásicos. La animosidad contra las artes interpretativas es patente en el caso de la evaluación de los compositores, cuyo grupo se sitúa justo por encima del de los militares, en el extremo inferior de la lista final. Así lo da a entender la siguiente observación sobre Mozart (pág. 129): "Un niño que a los 3 años aprende a tocar el piano, que a esa edad recibe y aprovecha una enseñanza musical, y que a los 14 años estudia y ejecuta los más arduos contrapuntos, se sitúa probablemente por encima del nivel medio de su grupo social."

Por mi parte, no puedo imaginar mejor demostración de que sus CI están en función de la mayor o menor abundancia de datos, y de que no constituyen medida alguna de la capacidad innata ni, incluso, para el caso, del mero talento de los sujetos. Cox se dio cuenta de ello y, en un esfuerzo final, trató de "corregir" sus cálculos basados en falta de datos ascendiendo a los sujetos sobre los que no existía información suficiente para que se aproximaran a los valores medios de 135 para el Al Cl y de 145 para el A2 CL Esos ajustes elevaron considerablemente el Cl medio, pero introdujeron otras complicaciones. Antes de dichas correcciones, los cincuenta sujetos más eminentes tenían un promedio de 142 para el Al Cl, mientras que los cincuenta menos eminentes se situaban en una tranquilizadora media de 133. Una vez hechas las correcciones, los primeros cincuenta alcanzaron un puntaje medio de 160, mientras que los últimos cincuenta obtuvieron una media de 165. Al final, sólo Goethe y Voltaire se situaron cerca de la cima tanto por el CI como por el grado de eminencia. Parafraseando la famosa agudeza de Voltaire sobre Dios, podríamos concluir diciendo que, aunque no existiesen datos adecuados sobre el Cl de los personajes eminentes de la historia, probablemente era inevitable que los hereditaristas norteamericanos trataran de inventarlos.

martes, 27 de mayo de 2014

Fragmento: Viaje al fin de la noche (Louis-Ferdinand Céline)

Viaje al fin de la noche es una novela  satírica escrita por el escritor francés Louis-Ferdinand Céline en 1932. La novela está escrita en un lenguaje procaz, irreverente, violento, y atropellado, y trata de imitar la jerga francesa de aquellos años. El protagonista de la novela es  Ferdinand Bardamu, un joven estudiante de medicina que termina alistándose en el ejército tras una discusión absurda con un compañero.  Céline, con su prosa inconfundible y su sardónica visión del mundo, lo ataca absolutamente todo: religión, capitalismo, guerra, filantropía, amor, progreso, colonialismo... Y el inicio de la novela es brillante, un sencilla demostración de la imbecilidad humana.


fotografía de Céline donde mira a la cámara con gesto serio y descreído
Louis-Ferdinand Céline
En el fragmento que viene a continuación, Ferdinand charla encerrado en un manicomio con su amante de entonces, una americana llamada Lola. Uno de los discursos más neuróticos y lucidos que he tenido el gusto de leer:

«¿Es verdad que te has vuelto loco, Ferdinand?», me preguntó.

«¡Sí!», confesé. «Entonces, ¿te van a curar aquí?»

«No se puede curar el miedo, Lola.»

«¿Tanto miedo tienes, entonces?»

«Tanto y más, Lola, tanto miedo, verdad, que, si muero de muerte natural, más adelante, ¡sobre todo no quiero que me incineren! Me gustaría que me dejaran en la tierra, pudriéndome en el cementerio, tranquilo, ahí, listo para revivir tal vez... ¡Nunca se sabe! Mientras que, si me incineraran, Lola, compréndelo, todo habría terminado, para siempre... Un esqueleto, pese a todo, se parece un poco a un hombre... Está siempre más listo para revivir que unas cenizas... Con las cenizas, ¡se acabó!... ¿Qué te parece?... Conque, la guerra, verdad...»

«¡Oh! Pero entonces ¡eres un cobarde de aúpa, Ferdinand! Eres repugnante como una rata...»

«Sí, de lo más cobarde, Lola, rechazo la guerra por entero y todo lo que entraña... Yo no la deploro... Ni me resigno... Ni lloriqueo por ella... La rechazo de plano, con todos los hombres que encierra, no quiero tener nada que ver con ellos, con ella. Aunque sean noventa y cinco millones y yo sólo uno, ellos son los que se equivocan, Lola, y yo quien tiene razón, porque yo soy el único que sabe lo que quiere: no quiero morir nunca.»

«Pero, ¡no se puede rechazar la guerra, Ferdinand! Los únicos que rechazan la guerra son los locos y los cobardes, cuando su patria está en peligro...»

«Entonces, ¡que vivan los locos y los cobardes! O, mejor, ¡que sobrevivan! ¿Recuerdas, por ejemplo, un solo nombre, Lola, de uno de los soldados muertos durante la guerra de los Cien Años?... ¿Has intentado alguna vez conocer uno solo de esos nombres?... No, ¿verdad?... ¿Nunca lo has intentado? Te resultan tan anónimos, indiferentes y más desconocidos que el último átomo de este pisapapeles que tienes delante, que tu caca matinal... ¡Ya ves, pues, que murieron para nada, Lola! ¡Absolutamente para nada, aquellos cretinos! ¡Te lo aseguro! ¡Está demostrado! Lo único que cuenta es la vida. Te apuesto lo que quieras a que dentro de diez mil años esta guerra, por importante que nos parezca ahora, estará por completo olvidada... Una docena apenas de eruditos se pelearán aún, por aquí y por allá, en relación con ella y con las fechas de las principales hecatombes que la ilustraron... Es lo único memorable que los hombres han conseguido encontrar unos en relación con los otros a siglos, años e incluso horas de distancia... No creo en el porvenir, Lola...»

Cuando descubrió hasta qué punto fanfarroneaba de mi vergonzoso estado, dejé de parecerle digno de la menor lástima... Despreciable me consideró, definitivamente.

Decidió dejarme en el acto. Aquello pasaba de castaño obscuro. Cuando la acompañé hasta la puerta de nuestro hospicio aquella noche, no me besó.

Estaba claro, le resultaba imposible reconocer que un condenado a muerte no hubiera recibido al mismo tiempo vocación para ello. Cuando le pregunté por nuestros buñuelos, tampoco me respondió.

sábado, 17 de mayo de 2014

Fragmento: Antimanual de filosofía (Michel Onfray)

Antimanual de filosofía en un ensayo escrito por el filósofo francés Michel Onfray en el año 2001. En un comienzo, el libro pretendía ser un manual de filosofía destinado para alumnos de bachillerato; no obstante, con el tiempo abarcó fama de manual provocador en un escrito ágil y locuaz que tocaba temas polémicos con reflexiones personales.

«Los lugares comunes de nuestra época, los tabúes procedentes de las religiones monoteístas, con su reflejo en políticas conservadoras, las hipocresías del mundo, los valores útiles a las mentiras sociales son ridiculizados con humor e ironía, recursos defendidos por los filósofos cínicos de la Antigüedad griega. Por estas páginas campan pajilleros, chimpancés, fumadores de hachís, caníbales, deportistas, policías, supervisores generales, antiguos nazis, presidentes de gobierno y toda una fauna barroca sentada, junta y revuelta, en un banquete filosófico del que no habría arrendado la ganancia ni el mismísimo Sócrates». Prólogo; Jose Antonio Marina.

Michel Onfray firmando un libro
Michel Onfray

¿Por qué no masturbaros en el patio del instituto?

Sí, hombre: ¿por qué no? Pues la técnica es simple, los resultados inmediatos, y todo el mundo sin excepción ha probado, prueba o probará esos placeres solitarios. Entonces, ¿por qué tiene que recaer sobre esta técnica tan vieja como el mundo y los hombres un peso tal de culpabilidad, una semejante carga cultural y social? ¿Cómo justificar el arsenal represivo que envuelve la masturbación? De hecho, no debería preocupar en modo alguno, puesto que entre el productor y el consumidor mal puede imaginarse la posibilidad de un conflicto, de un desacuerdo o un malentendido.

El placer al alcance de la mano

Onán pasa por ser el inventor del asunto -por lo menos si creemos lo que dice la Biblia (Génesis 138, 9)- un día en el que Dios lo requirió para dar hijos a su cuñada que había enviudado recientemente. La ley era así, en la época: cuando una mujer perdía a su marido y se quedaba sin descendencia, el hermano del difunto velaba por la hacía nacer hijos que heredaban fortuna de su hermano fallecido. Para no engendrar en provecho de su cuñado, Onán se masturbaba antes de visitar a la esposa que aguardaba. Dios, al que no le gusta mucho que se burlen de él, menos aún que no se le obedezca, peor, que se piense primero en uno mismo, y de ninguna manera en la familia, en el linaje, maldijo a Onán y luego lo mató. Para caracterizar el pasatiempo de Onán -el vuestro, el nuestro, el de vuestros padres, de vuestros profesores...-, desde entonces se habla de onanismo.

El psicoanálisis (ver el capítulo de la conciencia, pág. 224) ha probado lo natural que es la masturbación. Los etólogos muestran que, en el vientre materno, los niños practican movimientos destinados a procurarse placer. Muy pronto, pues, y según el orden de la naturaleza, el ser humano se da placer en la más absoluta de las inocencias. Más tarde, y a medida que el niño crece, los padres socializan a su prole y la conforman al molde de la sociedad. Se enseña entonces que la masturbación no es una buena cosa, más o menos claramente, más o menos violentamente, con una relativa calma en el mejor de los casos (padres afables y atentos), una violencia castradora en el peor (padres agresivos y sin delicadeza). Todos hemos sido desviados culturalmente de ese movimiento natural por los adultos, que han condenado esta práctica o al gesto íntimo y secreto, o a la práctica culpable y peligrosa, errónea y pecaminosa.

Porque la masturbación es natural y su represión cultural. La Iglesia, muy pronto, condena esta práctica que la incomoda. La historia de Onán, el que agravia a Dios, se reutiliza según las necesidades de los siglos que pasan: se asocia el onanismo al pecado que hay que confesar, después, expiar, se lo compara con la mentira, el disimulo, la enfermedad, la perversión, se asocia a una negatividad perjudicial, de modo que, cuando aparecen las ganas, se las aleje de inmediato por miedo a cometer un pecado. La ciencia toma el relevo más tarde, en particular los especialistas en higiene, que asocian el placer solitario con la desintegración del equilibrio ¡nervioso, físico y psíquico! Los curas amenazaban a los masturbadores con el infierno, los médicos, con la debilidad psicológica y mental: prometían las peores enfermedades para los enganchados a este deleite. ¿Por qué razón la masturbación natural y reguladora de una sexualidad que no encuentra otras formas de expresión en el momento presente pasa a ser una falta que hay que pagar o una práctica deshonrosa, inconfesable e inconfensada, aunque cada uno recurra a ella de vez en cuando o regularmente? Porque la civilización se construye sobre la represión de las pulsiones naurales, las desvía, las utiliza para fines distintos de la satisfacción individual, para el mayor provecho de las actividades culturales y de la civilización. Un onanista es un improductivo social, un solitario interesado en su solo goce, que no se preocupa por dar a su pulsión una forma socialmente reconocida y aceptable, a saber, la genitalidad (la relación sexual reducida al contacto de los órganos genitales) en una historia heterosexual (un hombre con una mujer), monógama (una pareja, no dos), que persigue la familia, el hogar, la procreación.

¿Cubierto por la Seguridad Social?

Algunos filósofos se alzan -si se puede decir así- contra ese orden de cosas: son los cínicos griegos (Diógenes de Sínope, Crates o Hiparquia, una de las escasas mujeres en esta actividad esencialmente masculina). Actúan, enseñan y profesan en Atenas, Grecia, en el siglo IV antes de Jesucristo. ¿Su modelo? El perro [cynós, en griego], porque ladra contra los poderosos, muerde a los importantes y no reconoce otra autoridad que la naturaleza. Para los cínicos, la cultura consiste en imitar a la naturaleza, en permanecer lo más cerca posible de ella. De ahí su decisión de imitar al perro (o a otros animales por los que tienen especial afecto: el ratón, la rana, el pez, el gallo o un arenque atado al extremo de una cuerda...). Diógenes no ve por qué razón privarse de lo que proporciona bien y no perjudica al prójimo, o esconder lo que cada uno practica en la intimidad de su casa. Si la naturaleza propone, la cultura dispone: ¿y por qué deberíamos seguir siempre el sentido de la represión, de la culpabilización? ¿Por qué no aceptar culturalmente la naturaleza y lo que esta invita a hacer, puesto que no hay que temer ningún daño? Si tenemos sed o hambre, bebemos agua de la fuente o arrancamos un fruto de la higuera al alcance de la mano, sin que eso moleste a nadie... ¿Por qué cuando sentimos un deseo sexual, que es tan natural como el de beber o comer, deberíamos rehusar satisfacerlo u ocultarnos para darle respuesta? No hay buenas razones para el sufrimiento culpable, para la vergüenza disimulada. El pudor es un falso valor, una virtud hipócrita, una mentira social que atormenta inútilmente el cuerpo produciendo malestar. La cultura sirve casi siempre a los intereses de la sociedad, ya que necesita hacer de la sexualidad un asunto colectivo, comunitario y general. Porque, para la sociedad, la energía libidinal no debe complacer dos individualidades libres y que están de acuerdo, sino aspirar a la creación de la familia, célula básica de la comunidad. La masturbación es una actividad asocial, individual, antiproductiva para el grupo. Hace del placer un asunto gratuito entre uno mismo y su mismidad, y no una actividad remuneradora para la ciudad, pagada en forma de hogares creados. Señala la apropiación, cuando no la reapropiación, de sí por sí, sin otra preocupación que su satisfacción egoísta. De ahí que el masturbador sea un enemigo declarado de las iglesias, los estados, las comunidades constituidas. Con su gesto, se hace amigo de sí mismo y da la espalda a las máquinas sociales consumidoras y devoradoras de energías individuales.

Ahora bien, la masturbación es un factor personal de equilibrio psíquico cuando una sexualidad clásica y entre dos es imposible: en una pensión, una prisión, en un hospital, un hospicio, un cuartel, un asilo, allí donde alguien no satisface, o no suficientemente, su sexualidad con una tercera persona. El onanismo es la solución de los niños, los adolescentes, los viejos, los prisioneros, los militares, las gentes alejadas de su hogar o de sus hábitos, incumbe a los enfermos, a los excluidos, a los solteros voluntarios o no, a los viudos y viudas, a los que tienen prohibido el placer sexual porque la época los considera muy jóvenes, demasiado viejos, demasiado feos, o no responden a los criterios del mercado social del placer. Incumbe también a la persona que no alcanza su plenitud con las formas clásicas y tradicionales de la sexualidad burguesa y occidental.

Habitualmente, la civilización se alimenta del malestar de esos individuos forzados a esta forma de sexualidad, alegre si es ocasional y elegida, desesperante cuando es regular y sufrida. El Trabajo, la Familia, la Patria, la Empresa, la Sociedad, el Colegio se alimentan de esas energías desplazadas, sublimadas: para la civilización, toda sexualidad debe perseguir las formas familiares tradicionales o compensarse con una mayor inversión en el juego y teatro mundanos —el orden, la jerarquía, la productividad, la competitividad, la conciencia profesional, etc. Masturbándose en la plaza pública (depende ahora de vosotros animar el patio de vuestro instituto...), Diógenes muestra a los poderosos de este mundo (Alejandro, por ejemplo) y a los transeúntes anónimos que su cuerpo, su energía, su sexualidad, su placer no son vergonzosos, que les pertenece y no tienen por qué alienar su libertad en una historia colectiva. El onanista es un soltero social que da a la naturaleza un máximo de poder en su vida y concede a la cultura lo estrictamente necesario para una vida sin tropiezo y sin violencia con los otros.

sábado, 10 de mayo de 2014

Cuento: Copromancia (Rubem Fonseca)

Rubem Fonseca es un escritor y guionista de cine brasileño nacido en 1925. De obra tardía, es considerado uno de los mejores narradores latinoamericanos contemporáneos, lo que le hace candidato explícito al premio Nobel de literatura. Su prosa es directa, económica, y sus textos están plagados de humor cínico, casi sórdido, personajes irreverentes, crueldad, alienación y derrota. Y aunque es conocido sobre todo por sus novelas negras policíacas, también es un destacado cuentista:

foto de rubem fonseca
Rubem Fonseca

Copromancia:

¿Por qué Dios, el creador de todo lo que existe en el Universo, al dar la existencia al ser humano, al sacarlo de la Nada, lo destinó a defecar? ¿Habría revelado Dios, al atribuirnos esa irrevocable función de transformar en mierda todo lo que comemos, su incapacidad para crear un ser perfecto? ¿O su voluntad era ésa, hacernos así, toscos? ¿Ergo, la mierda?

No sé por qué comencé a tener este tipo de preocupaciones. Nunca fui un hombre religioso y siempre consideré a Dios un misterio por encima de los poderes humanos de comprensión, por eso me interesaba poco. El excremento, en términos generales, me pareció siempre inútil y repugnante, a no ser, claro está, para los coprófilos y los coprófagos, raros individuos dotados de extraordinarias anomalías obsesivas. Sí, ya sé que Freud afirmó que lo excrementicio está íntima e inseparablemente ligado a lo sexual, la posición de los genitales –inter urinas et faeces- es un factor decisivo e inmutable. Sin embargo, tampoco esto me interesaba.

Pero lo cierto es que estaba pensando en Dios y observando mis heces en la taza del váter. Es curioso, cuando un asunto nos interesa, hay algo sobre él que capta nuestra atención a cada instante, como el ruido del retrete del vecino, cuyo apartamento estaba contiguo al mío, o la noticia que encontré en una esquina del periódico, que normalmente me pasaría desapercibida, conforme a la cual la Sotheby’s de Londres había vendido en subasta una colección de diez latas con excrementos, obras de arte del artista conceptual italiano Piero Manzoni, muerto en 1963. Las piezas habían sido adquiridas por un coleccionista privado, que ofreció la puja final de novecientos cuarenta mil dólares.

A pesar de mi reacción inicial de repugnancia, observaba mis heces diariamente. Noté que el formato, la cantidad, el color y el olor eran variables. Una noche intenté recordar las distintas formas que mis heces adquirían después de expelidas, pero no tuve éxito. Me levanté, fui al escritorio, pero no conseguí hacer dibujos precisos, la estructura de las heces acostumbra a ser fragmentaria y multifacética. Adquieren su aspecto cuando, debido a las contracciones rítmicas involuntarias de los músculos de los intestinos, el bolo alimenticio pasa del intestino delgado al intestino grueso. Muchos otros factores también influyen, como el tipo de alimentos ingerido.

Al día siguiente compré una Polaroid. Con ella fotografié diariamente mis heces, utilizando una película en color. Al cabo de un mes, poseía un archivo de sesenta y dos fotos –mis intestinos funcionan como mínimo dos veces al día-, que coloqué en un álbum. Además de las fotografías de mis bolos fecales, empecé a añadir informaciones sobre su coloración. Los colores de las fotos nunca son precisos. Las entradas eran diarias.

En poco tiempo ya sabía algo sobre las formas (repito, nunca eran exactamente las mismas) que el excremento podía adquirir, pero aquello no era suficiente para mí. Quise entonces colocar junto a cada porción una descripción de su olor, que también era variable, pero no lo conseguí. Kant estaba en lo cierto al clasificar el olfato como un sentido secundario, debido a su inefabilidad. En el álbum escribí, por ejemplo, este texto referente a un bolo fecal espeso, marrón oscuro: olor opaco de verduras podridas en nevera cerrada. ¿Qué era eso de olor opaco? ¿La espesura del bolo me había llevado involuntariamente a sinonimizar: espeso – opaco? ¿Qué verduras? ¿Brócoli? Parecía una especie de enólogo describiendo la fragancia de un vino, pero en realidad hacía una especie de poesía en mis descripciones olfativas. Sabemos que el olor de las heces es producido por un compuesto orgánico de indol, que se encuentra igualmente en el aceite de jazmín y en el almizcle, y de escatol, que asocia además el término escatología a las heces y a la obscenidad. (No confundir con esa otra palabra, homógrafa en nuestra lengua, pero de diferente etimología griega, la una skatos, excrementos, éschatos la otra, final, poseyendo esta segunda escatología una acepción teológica que significa juicio final, muerte, resurrección, la doctrina del destino último del ser humano y del mundo.)

Me faltaba obtener el peso de las heces y, para tal menester, mis falaces sentidos serían todavía menos competentes. Compré una báscula de precisión y, tras pesar durante un mes el producto de los dos movimientos diarios de mis intestinos, concluí que eliminaba, en un período de veinticuatro horas, entre doscientos ochenta y trescientos gramos de materia fecal. Qué cosa tan fantástica es el sistema digestivo, su anatomía, los procesos mecánicos y químicos de la digestión, que comienzan en la boca, pasan por el peristaltismo y sufren los efectos químicos de las reacciones catalíticas y metabólicas. Todo el mundo sabe, pero no está de más repetirlo, que las heces consisten en productos alimenticios no digeridos o indigeribles, mocos, celulosa, jugos (biliares, pancreáticos y de otras glándulas digestivas), enzimas, leucocitos, células epiteliales, fragmentos celulares de las paredes intestinales, sales minerales, agua y un número considerable de bacterias, además de otras sustancias. Las bacterias son las que tienen mayor presencia. Mis doscientos ochenta gramos diarios de heces contenían, de media, cien billones de bacterias de más de setenta tipos diferentes. Pero el aspecto físico y la composición química de las heces están influidos, aunque no exclusivamente, por la naturaleza de los alimentos que ingerimos. Una dieta rica en celulosa produce unos excrementos voluminosos. El examen de las heces es muy importante en los diagnósticos que establecen los estados mórbidos, es un destacado instrumento de la semiótica médica. Si somos lo que comemos, como dijo el filósofo, también somos lo que defecamos. Dios hizo la mierda por alguna razón.

Me olvidé de decir que cambié el váter, cuya taza en forma de embudo constreñía las heces, por otro de fabricación extranjera e importado, una pieza con el fondo más ancho y raso que no causaba ninguna interferencia en el formato del bolo fecal en el momento de su caída tras ser expelido, permitiendo así una observación más correcta de su forma y disposición naturales. También las fotos se realizaban así más fácilmente y la recogida del bolo para ser pesado –la última etapa del proceso- exigía menos trabajo.

Un día, estaba sentado en el salón y vi sobre la mesa una revista vieja que debía estar en un archivo especial que tengo para las publicaciones con textos de mi autoría. ¿Cómo había ido a parar encima de la mesa, si yo no recordaba haberla sacado del archivo? Sentí un cierto malestar al buscar mi artículo. Era un ensayo al que había dado el título de “Artes adivinatorias”. En él venía a decir, en suma, que la astrología, la quiromancia y compañía no son más que fraudes utilizados por fulleros especializados en burlarse de la buena fe de las personas incautas. Para escribir el artículo había entrevistado a varios de esos individuos que se ganan la vida previendo el futuro, y muchas veces el pasado, de las personas a través de la observación de distintas señales. Además de en los astros, estaban los que basaban su presciencia en las cartas de la baraja, las líneas de la mano, las arrugas de la frente, los cristales, las conchas, la caligrafía, el agua, el fuego, el humo, las cenizas, el viento, las hojas de los árboles. Y cada una de tales adivinaciones poseía un nombre específico que la caracterizaba. El primero al que entrevisté, que practicaba la geloscopia, decía ser capaz de descubrir el carácter, los pensamientos y el futuro de una persona por su manera de carcajearse, y me retó a soltar una risotada. El último al que entrevisté…

Ah, el último al que entrevisté… Vivía en una casa de la periferia de Río, un área pobre de la zona rural. Lo que me llevó a enfrentarme a las dificultades de encontrarme con él fue el hecho de que era el único de mi lista que practicaba el arte del aurispicio, y yo tenía curiosidad por saber qué tipo de embuste era aquel. La casa, en mampostería, con un solo piso, estaba en medio de un patio cubierto de árboles. Entré por un portón en ruinas y tuve que golpear varias veces en la puerta. Me recibió un hombre viejo, muy delgado, de voz grave y triste. La casa estaba pobremente amueblada, no se veía en ella ni un solo electrodoméstico. Las artimañas de este sujeto, pensé, no le están sirviendo de mucho. Como si hubiese leído mis pensamientos, refunfuñó, usted no quiere saber la verdad, siento la perfidia en su corazón. Venciendo mi sorpresa, respondí, sólo quiero saber la verdad, confieso que tengo algunas reservas, pero procuro ser imparcial en mis juicios. Me cogió por el brazo con su mano descarnada. Venga, dijo.

Fuimos hacia el fondo del patio. En el suelo de tierra batida había algunos cercados, uno con cabritos, otro con aves, creo que patos y gallinas; y otro más, con conejos. El viejo entró en el cercado de los cabritos, cogió uno de los animales y lo llevó hasta un círculo de cemento que había en una de las esquinas del patio. Anochecía. El viejo encendió una lámpara de keroseno. Un enorme machete apareció en su mano. Con algunos golpes, no sé de dónde sacó la fuerza para hacer aquello, cortó la cabeza del cabrito. En seguida –detesto recordar estos acontecimientos-, utilizando su afilada lámina, abrió una profunda y ancha cavidad en el cuerpo del cabrito, dejando sus entrañas a la vista. Puso la lámpara de keroseno al lado, sobre un charco de sangre, y permaneció largo tiempo observando las vísceras del animal. Finalmente miró hacía mí y dijo: la verdad es ésta, una persona muy próxima a usted está a punto de morir, mire, está todo escrito aquí. Vencí mi repugnancia y miré aquellas entrañas sangrientas.

Veo un número ocho.

Ése es el número, dijo el viejo.

Aquella escena no la incluí en mi artículo. Y durante todos estos años la dejé olvidada en uno de los sótanos de mi mente. Pero hoy, al ver la revista, rememoré, con el mismo dolor que sentí entonces, el entierro de mi madre. Era como si el cabrito estuviese destripado en medio de mi salón y yo contemplase nuevamente el número ocho en los intestinos del animal sacrificado. Mi madre era la persona que estaba más próxima a mí y murió inesperadamente, ocho días después de la profecía funesta del viejo arúspice.

A partir del momento en que desbloquee en mi mente el recuerdo del siniestro vaticinio de la muerte de mi madre, comencé a buscar señales proféticas en los dibujos que observaba en mis heces. Toda lectura exige un vocabulario y, evidentemente, una semiótica, sin ambos, el intérprete, por muy capaz y motivado que esté, no puede trabajar. Tal vez mi Álbum de heces fuera ya una especie de léxico que había creado inconscientemente para servir de base a las interpretaciones que ahora pretendía hacer.

Tardé algún tiempo, para ser exactos, setecientos cincuenta y cinco días, más de dos años, en poder desarrollar mis poderes espirituales y librarme de los condicionamientos que me hacían percibir sólo la realidad palpable y finalmente interpretar aquellas señales que las heces me proporcionaban. Para lidiar con símbolos y metáforas es precisa mucha atención y paciencia. Las heces, puedo afirmarlo, son un criptograma, y yo había descubierto sus códigos de desciframiento. No voy a detallar aquí los métodos que utilizaba, ni los aspectos semánticos y hermenéuticos del proceso. Puedo tan sólo decir que el grado de especificación de la pregunta es un factor ponderable. Consigo hacer preguntas previas, antes de defecar, e interpretar después las señales buscando mi respuesta. Por otro lado, las cuestiones que pueden ser elucidadas con una simple negación o afirmación facilitan el trabajo. Logré prever, gracias a este tipo de indagaciones, el éxito de uno de mis libros y el fracaso de otro. Pero a veces no indagaba nada y usaba el método incondicional, que consiste en obtener respuestas sin hacer preguntas. Pude leer en mis heces el presagio de la muerte de un gobernante, la previsión del desmoronamiento de un edificio de apartamentos con innumerables víctimas, el augurio de una guerra étnica. Pero no comentaba el asunto con nadie, pues sin duda dirían que estaba loco.

Hace poco más de seis meses me di cuenta de que había cambiado el ritmo de las descargas de la cisterna del váter de mi vecino y enseguida descubrí la razón. Había vendido el apartamento a una mujer joven, a la que, una tarde que llegaba a casa, encontré desanimada ante su puerta. No tenía las llaves y no podía entrar. Me ofrecí para entrar por mi ventana en su apartamento, si su ventana estaba abierta, y abrirle la puerta. La tarea exigió algo de contorsionismo por mi parte, pero no fue difícil.

Me invitó a tomar un café. Se llamaba Anita. Empezamos a hacernos visitas, nos gustábamos mutuamente, vivíamos solos, ni ella ni yo teníamos parientes en el mundo, nuestros intereses eran comunes y parecidas las opiniones que teníamos sobre libros, películas, obras de teatro. Aunque ella era una persona mística, nunca le hablé de mis poderes adivinatorios, pues la mierda, entre nosotros, era un tema tácitamente prohibido; sin duda, ella nunca me dejaría ver sus heces; cuando uno de los dos iba al cuarto de baño, tomaba siempre la precaución de pulverizar después el lugar con un desodorante colocado estratégicamente al lado del lavabo.

Durante diez días, antes de declararle mi amor, interpreté las señales y descifré las respuestas que mis heces daban a la pregunta que les hacía: si aquella sería la mujer de mi vida. La respuesta era siempre afirmativa.

Fui a comer con Anita en un restaurante. Como de costumbre, estuvo un largo rato leyendo la carta. Ya he dicho que se consideraba una persona mística y que atribuía a la comida un valor alegórico. Creía en la existencia de conocimientos que sólo podrían volverse accesibles por medio de percepciones subjetivas. Como no tenía ningún conocimiento de los dones que yo poseía, decía que, al contrario que ella, yo sólo me daba cuenta de lo que me mostraban los sentidos y que los sentidos me ofrecían sólo una percepción grosera de las cosas. Afirmaba que su vitalidad, serenidad y alegría de vivir resultaban de su capacidad para armonizar el mundo físico y el espiritual a través de experiencias místicas que no me explicaba en que consistían, puesto que yo no las comprendería. Cuando le pregunté qué papel desempeñaban en ese proceso los ejercicios aeróbicos, de estiramiento y musculación, que hacía diariamente, Anita, después de sonreír con superioridad, afirmó que, como un monje de la Edad Media, yo confundía misticismo con ascetismo. La verdad es que sus inclinaciones esotéricas aliadas con su belleza –podría haber sido utilizada como ilustración de la Princesa en un cuento de hadas- la volvían aún más atrayente.

Fue en el restaurante donde declaré mi amor por Anita. Después fuimos a mi casa.

Aquella noche hicimos el amor por primera vez. Después, durante nuestro perezoso descanso, intercalado con palabras cariñosas, me preguntó si tenía un diccionario de música, pues quería hacer una consulta. En condiciones normales, yo me levantaría de la cama e iría a coger el diccionario. Pero Anita, reparando en mi somnolencia, causada por el vino que tomamos en la cena y por el amor saciado, dijo que encontraría ella misma el diccionario, que siguiese acostado.

Anita tardó en volver a la habitación. Creo que hasta me adormilé un poco. Cuando volvió tenía el Álbum de heces en la mano.

¿Qué es esto?, preguntó. Me levanté de la cama de un brincó e intenté quitárselo de las manos, explicándole que aquello no iba a gustarle, pues se sentiría ofendida. Anita respondió que ya había leído varias páginas y que le parecía divertido. Me pidió que le explicase con detalle qué era y para qué servía aquel dossier.

Le conté todo y mi narración fue seguida atentamente por Anita, que consultaba a menudo el Álbum que mantenía entre las manos. Para mi espanto, no sólo hizo preguntas, sino que además discutió conmigo sobre mis interpretaciones. Le hablé de mi sorpresa ante su reacción, le mencioné el hecho de que ella detestaba uno de mis libros, que tiene una historia referente a las heces, y Anita respondió que el motivo de su aversión era otro, el comportamiento romántico machista del personaje masculino. Que todo aquello que le contaba la hacía feliz, pues indicaba que yo era una persona muy sensible. Aproveché para decirle que un día me gustaría ver sus heces, pero reaccionó diciendo que nunca lo permitiría. Sin embargo, no le incomodaría ver las mías.

Durante algún tiempo observamos y analizamos mis heces y discutimos su fenomenología. Un día estábamos en casa de Anita y me llamó para que viera sus heces en la taza del váter. Confieso que me emocioné, sentí nuestro amor fortalecido, la confianza entre los amantes tiene ese efecto. Desgraciadamente el retrete de Anita era del tipo alto y en forma de embudo y eso perjudicaba la integridad de las heces que me mostraba, causando una distorsión exógena que volvía la masa ilegible. Se lo expliqué a Anita, le dije que para impedir que el problema volviese a suceder tendría que usar mi taza especial. Anita estuvo conforme y afirmó que le haría feliz contemplar mis heces y que al mostrarme las suyas se sentiría más libre, más ligada a mí.

Al día siguiente, Anita defecó en mi cuarto de baño. Sus heces eran de una extraordinaria riqueza, varias porciones en forma de bastones o báculos, simétricamente dispuestas, unas al lado de las otras. Nunca había visto heces con un diseño tan interesante. Entonces descubrí horrorizado que uno de los bastoncillos estaba todo retorcido, formando el número ocho, un ocho igual al que había visto en las entrañas del cabrito sacrificado por el arúspice, el augurio de la muerte de mi madre.

Anita, al notar mi palidez, me preguntó si me sentía bien. Le respondí que aquella forma significaba que alguien muy ligado a ella iba a morir. Anita dudó, o fingió dudar, de mi vaticinio. Le conté la historia de mi madre, le dije que el plazo transcurrido entre la revelación del arúspice y su muerte había durado ocho días.

Nadie había tan próximo a Anita como yo. Marcado para morir, tenía que apresurarme pues quería trasmitirle los secretos de la copromancia, palabra inexistente en cualquier diccionario y que yo había compuesto con obvios elementos griegos. Sólo yo, creador solitario de su código y de su hermenéutica, poseía en el mundo ese don adivinatorio.

Mañana será el octavo día. Estamos en la cama, cansados. Acabo de preguntarle a Anita si quería hacer el amor. Ella ha contestado que prefería quedarse quieta a mi lado, con las manos cogidas, en la oscuridad, oyendo mi respiración.
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