jueves, 21 de agosto de 2014

Fragmento: El ocaso de los ídolos (Friedrich Nietzsche)

El ocaso de los ídolos (traducido en otras ocasiones como "El crepúsculo de los ídolos" y subtitulado "O cómo se filosofa a martillazos") es un libro del filósofo alemán Friedrich Nietszche escrito en 1888 y publicado por primera vez en 1889. La obra está escrita de modo no sistemático, con aforismos, diatribas y breves escritos de espíritu iconoclasta, amoral ("No hay hechos morales" anuncia en un capítulo) y lenguaje sarcástico. Supone una crítica a los sistemas idealistas, por considerarlos sistemas decadentes que desvalorizan la vida (fábulas perjudiciales, errores contrarios al mundo verdadero, o lo que es lo mismo: el mundo de los sentidos) al prejuicio, a sus contemporáneos o al racionalismo.


 
Nietszche de perfil
Friedrich Nietszche

Pero dejemos que Nietszche nos aclare sus intenciones, nosotros no podemos hacerlo mejor: «Representa una excepción respecto a todos mis demás libros, porque no hay nada más malvado. Quien quiera hacerse una idea rápida de cómo estaba todo cabeza abajo antes de llegar yo, que empiece por este escrito. Lo que en el título se designa con el nombre de ídolo no es más que lo que hasta ahora se ha venido llamando verdad. El ocaso de los ídolos significa, pues, que el fin de la vieja verdad está próximo»

El problema de Sócrates:

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Los más sabios de todas las épocas han pensado siempre que la vida no vale nada… Siempre y en todas partes se ha oído de su boca el mismo acento: un acento cargado de duda, de melancolía, de cansancio de vivir, de oposición a la vida. Incluso Sócrates dijo a la hora de su muerte: «La vida no es más que una larga enfermedad; le debo un gallo a Esculapio por haberme curado.» Hasta Sócrates estaba harto de vivir. ¿Qué prueba esto? ¿Qué indica? En otros tiempos se había dicho (como así han hecho y bien alto, nuestros pesimistas los primeros): «En todo caso, esto tiene que tener algo de verdad. El consenso de los sabios constituye una prueba de verdad.» ¿Seguiremos hablando hoy así?; ¿nos está permitido hablar así? «En todo caso, esto tiene que tener algo de enfermedad», ésta es la respuesta que damos nosotros: habría que empezar por examinar de cerca a los más sabios de todas las épocas. ¿Será que ninguno de ellos se sostenía ya sobre las piernas?; ¿será que estaban viejos, que se tambaleaban, que eran unos decadentes? ¿Será que la sabiduría aparece en la tierra como un cuervo a quien le entusiasma el más ligero olor a carroña?.

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Esta irreverencia que supone pensar que los grandes sabios son tipos decadentes se me ocurrió por primera vez respecto a un caso en el que dicha irreverencia se halla totalmente en contra del prejuicio que sustentan tanto los eruditos como los que no lo son: yo caí en la cuenta de que Sócrates y Platón son síntomas de decadencia, instrumentos de la descomposición griega, pseudogriegos y antigriegos. (El origen de la tragedia, 1872). Cada vez he ido comprendiendo mejor que lo que menos prueba el consenso de los sabios es que tengan razón en aquello en lo que están de acuerdo. Lo que prueba, más bien, es que esos hombres tan sabios coinciden fisiológicamenteen algo que les hace adoptar —de una manera forzosa— una misma postura negativa frente a la vida. Los juicios y las valoraciones relativas a la vida, en pro y en contra, no pueden ser nunca, en última instancia, verdaderos: sólo valen como síntomas, y únicamente deben ser tenidos en cuenta como tales; en sí, dichos juicios son necedades. Hay que alargar totalmente los dedos e intentar captar la admirable sutiliza de que el valor de la vida es algo que no se puede tasar. No puede serlo por un ser vivo porque éste es parte e incluso objeto del litigio, y no juez; y no puede serlo por un muerto por un motivo distinto. El que un filósofo considere que el valor de la vida constituye un problema no deja, pues, de ser hasta una crítica a él, un signo de interrogación que se abre sobre su sabiduría, una carencia de ésta. ¿Quiere esto decir que todos esos grandes sabios no sólo han sido decadentes, sino que ni siquiera han sido sabios? Pero volvamos al problema de Sócrates.

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Por su origen, Sócrates pertenecía a lo más bajo del pueblo: Sócrates era chusma. Se sabe, e incluso hoy se puede comprobar, lo feo que era. Pero la fealdad, que en sí constituye una objeción, era entre los griegos casi una refutación. ¿Fue Sócrates realmente un griego? Con bastante frecuencia, la fealdad se debe a un cruce que entorpece la evolución. En otros casos, es el signo de una evolución descendente. Los antropólogos que se dedican a la criminología nos dicen que el criminal típico es feo: monstruo de aspecto, monstruo de alma. Ahora bien, el criminal es un decadente. ¿Era Sócrates un criminal típico? Esto, al menos, no iría en contra de aquel conocido juicio de un fisonomista, que tanto extrañó a los amigos de Sócrates. Un extranjero experto en rostros que pasó por Atenas, le dijo a Sócrates directamente que era un monstruo en cuyo interior se escondían todos los vicios y todas las malas inclinaciones. Y Sócrates se limitó a comentar: «¡Qué bien me conoce este señor!»

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En Sócrates no sólo son un signo de decadencia el desenfreno y la anarquía de los instintos, que él mismo reconoció, sino también la supergestación de lo lógico y esa maldad de raquítico que le caracteriza. No nos olvidemos tampoco de sus alucinaciones acústicas, a las que, con el nombre de «daimon de Sócrates», se les ha dado una interpretación religiosa. Todo era en él exagerado, bufo y caricaturesco, al mismo tiempo que oculto, lleno de segundas intenciones, subterráneo. Trato de aclarar de qué idiosincrasia procede la ecuación socrática razón = virtud = felicidad: la más extravagante de las ecuaciones, que tiene además particularmente en su contra todos los instintos de los antiguos helenos.

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Con Sócrates el gusto griego se vuelve hacia la dialéctica: ¿qué es lo que sucede aquí realmente? Ante todo, que con ello queda vencido un gusto aristocrático: con la dialéctica, quien impera es la chusma. Antes de Sócrates, las personas de la buena sociedad repudiaban los procedimientos dialécticos: los consideraban como malos modales, como algo que ponía en entredicho a quien los utilizaba. Se prevenía a los jóvenes contra ellos. También se desconfiaba de quien manifestaba sus razonamientos personales de semejante forma. Las cosas y los hombres honrados no van por ahí exhibiendo sus razones así. No es muy decente ir enseñando los cinco dedos. Poco valor tiene que tener lo que necesita ser demostrado. Allí donde la autoridad sigue formando parte de las buenas costumbres, donde lo que se dan no son «razones» sino órdenes, el dialéctico es una especie de payaso; la gente se ríe de él, no lo toma en serio. Sócrates fue un payaso que consiguió que lo tomaran en serio. ¿Qué es lo que sucedió aquí realmente?…

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Sólo se recurre a la dialéctica cuando no se dispone de ningún medio. Ya se sabe que suscita desconfianza, que es poco persuasiva. No hay nada más fácil de disipar que el efecto producido por un dialéctico. Esto lo puede comprobar todo el que asista a una asamblea donde se discuta públicamente algo. La dialéctica sólo puede ser un recurso forzado, en manos de quienes ya no tienen otras armas. Han de hacer valer por la fuerza sus derechos; de lo contrario no recurrirían a ella. Por eso fueron dialécticos los judíos, como también lo fue el zorro de las fábulas… ¿Y Sócrates?, ¿lo fue también?

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¿Es la ironía socrática una manifestación de rebeldía, de resentimiento plebeyo? ¿Sacia, en su calidad de oprimido, su propia ferocidad mediante las cuchilladas del silogismo? ¿Se venga de los aristócratas a los que fascina? El dialéctico tiene en sus manos un instrumento implacable: con él puede ejercer la tiranía; al que vence le deja en entredicho, porque obliga a su adversario a tener que probar que no es un idiota; enfurece a los demás, y a la vez les niega toda ayuda. El dialéctico reduce el intelecto de su adversario a la impotencia. ¿Será la dialéctica socrática simplemente una forma de venganza?.

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He sugerido qué es lo que podía haber en Sócrates de repulsivo; falta explicar, con mayor motivo, qué es lo que había en él de fascinante. Una de las razones es que descubrió una forma nueva de lucha, siendo el maestro indiscutible de esgrima entre los medios aristocráticos de Atenas. Fascinaba en la medida en que excitaba el instinto de lucha de los helenos; en que introdujo entre los jóvenes y los adolescentes una variante de la lucha pugilística. Sócrates era también un gran erótico.

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Pero Sócrates intuyó también algo más. Vio qué es lo que había detrás de los aristócratas de Atenas. Se dio cuenta de que su caso, la idiosincrasia de su caso, había dejado de ser excepcional. Por todas partes se estaba extendiendo silenciosamente su mismo tipo de degeneración: la vieja Atenas se dirigía a su final. Y Sócrates comprendió que todos tenían necesidad de él: de sus remedios, de sus cuidados, de su habilidad personal para autoconservarse… En todas partes los instintos presentaban un aspecto anárquico; en todas partes se estaba a un paso del exceso. El peligro universal era el monstrum in animo. «Los instintos quieren erigirse en tiranos; hay que inventar un contratirano que sea más fuerte…» Cuando el fisonomista del que antes hablé le reveló a Sócrates lo que era, un pozo de malos deseos, el gran irónico pronunció otra frase que revelaba su forma de ser: «Es cierto —señaló—, pero he conseguido dominarlos a todos.» ¿Cómo llegó Sócrates a dominarse a sí mismo?. En última instancia, su caso no fue más que el caso extremo, el caso más patente de lo que ya entonces constituía una catástrofe general: que nadie se dominaba ya a sí mismo, que los instintos se habían vuelto unos contra otros. Sócrates fascinaba por ser el caso extremo de esto; su fealdad, que inspiraba miedo, era manifiestamente la expresión de ese caso: y, como es fácil entender, fascinó más fuertemente aún al presentarse como la respuesta, la solución, como la forma aparente de curación dicho caso.

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Cuando no hay más remedio que convertir a la razón en tirano, como hizo Sócrates, se corre por fuerza el peligro no menor de que algo se erija en tirano. En ese momento se intuyó que la racionalidad tenía un carácter liberador, que Sócrates y sus «enfermos» no podían no ser racionales, que esto era de rigor, que era su último recurso. El fanatismo con que se lanzó todo el pensamiento griego en brazos de la racionalidad revela una situación angustiosa: se estaba en peligro, no había más que una elección: o perecer o ser absurdamente racional… El moralismo de los filósofos griegos que aparece a partir de Platón está condicionado patológicamente; y lo mismo cabe decir de su afición por la dialéctica. Razón = virtud = felicidad equivale sencillamente a tener que imitar a Sócrates e instaurar permanentemente una luz del día —la luz del día de la razón—, contra los apetitos oscuros. Hay que ser inteligente, diáfano, lúcido a toda costa: toda concesión a los instintos, a lo inconsciente, conduce hacia abajo…

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He dado a entender el por qué de la fascinación de Sócrates: parecía que era un médico, un salvador. ¿Hay que explicar ahora el error que suponía su «fe» en la «racionalidad» a toda costa? Los filósofos y los moralistas se engañan a sí mismos cuando creen que combatir la decadencia es ya superarla. Pero superarla es algo que está por encima de sus fuerza: el remedio y la salvación a la que recurren no es sino una manifestación más de decadencia: cambian la expresión de la decadencia, pero no la eliminan. Sócrates fue la personificación de un malentendido: toda la moral que predica el perfeccionamiento, incluida la cristiana, ha sido un malentendido… La luz del día más cruda, la racionalidad a toda costa, la vida lúcida, fría, previsora, consciente, sin instintos y en oposición a ellos, no era más que una enfermedad diferente; no era de ninguna manera un medio de retomar a la «virtud», a la «salud», a la felicidad… «Hay que luchar contra los instintos» representa la fórmula de la decadencia. Cuando la vida es ascendente, la felicidad se identifica con el instinto.

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¿Llegó a entender esto el más inteligente de cuantos se han engañado a sí mismos? ¿Acabó diciéndose esto, en medio de la sabiduría de su valiente enfrentamiento con la muerte? Y es que Sócrates quería morir. No fue Atenas quien le entregó la copa de veneno; fue él quien la tomó obligando a Atenas a dársela… «Sócrates no es un médico —se dijo a sí mismo en voz baja—; aquí no hay más médico que la muerte… Sócrates no ha hecho más que estar enfermo durante mucho tiempo…».

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