El árbol de la ciencia es una novela
semi-autobiográfica escrita por el autor español Pio Baroja y
publicada en 1911. La novela, escrita en estilo seco, directo, áspero y
descreído, refleja las inquietudes nacionales de la España de
finales del siglo XX que pierde sus últimas colonias en América del
Sur y Asia tras un conflicto armado con los Estados Unidos de América
en 1898. Este evento catastrófico supuso la devastación del Imperio
Español y la aparición de una de las generaciones literarias más
brillantes de la historia de España, La generación del 98, a la que
pertenecían, además del propio Baroja, autores como: Azorín,
Machado, Valle-Inclán, Maeztu o Unamuno. El árbol de la ciencia
tiene como protagonista al estudiante de medicina Andrés hurtado y
trata temas tales como el caciquismo, el patriotismo hipócrita, la
estulticia, el materialismo, el idealismo, el nihilismo, la muerte, la resignación o
el suicidio.
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Pio Baroja |
Sobre la mayoría de estos temas, debate Andrés con su tío Iturrioz en dos ocasiones que sirven para separar la novela. Les dejo un fragmento de una de ellas:
«- (...) La voluntad, el deseo de vivir, es tan fuerte en el animal como en el hombre. En el hombre es mayor la comprensión. A más comprender, corresponde menos desear. Esto es lógico, y además se comprueba en la realidad. La apetencia por conocer se despierta en los individuos que aparecen al final de una evolución, cuando el instinto de vivir languidece. El hombre, cuya necesidad es conocer, es como la mariposa que rompe la crisálida para morir. El individuo sano, vivo, fuerte, no ve las cosas como son, porque no le conviene. Está dentro de una alucinación. Don Quijote, a quien Cervantes quiso dar un sentido negativo, es un símbolo de la afirmación de la vida. Don Quijote vive más que todas las personas cuerdas que le rodean, vive más y con más intensidad que los otros. El individuo o el pueblo que quiere vivir se envuelve en nubes como los antiguos dioses cuando se aparecían a los mortales. El instinto vital necesita de la ficción para afirmarse. La ciencia entonces, el instinto de crítica, el instinto de averiguación, debe encontrar una verdad: la cantidad de mentira que se necesita para la vida. ¿Se ríe usted?
—Sí, me río, porque eso que tú
expones con palabras del día, está dicho nada menos que en la
Biblia.
—¡Bah!
—Sí, en el Génesis. Tú habrás
leído que en el centro del paraíso había dos árboles, el árbol
de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. El árbol de
la vida era inmenso, frondoso, y, según algunos santos padres, daba
la inmortalidad. El árbol de la ciencia no se dice cómo era;
probablemente sería mezquino y triste. ¿Y tú sabes lo que le dijo
Dios a Adán?
—No recuerdo; la verdad.
—Pues al tenerle a Adán delante, le
dijo: Puedes comer todos los frutos del jardín; pero cuidado con el
fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que
tú comas su fruto morirás de muerte. Y Dios, seguramente, añadió:
Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas,
revolcaos por el suelo alegremente; pero no
comáis del árbol de la ciencia,
porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os
destruirá. ¿No es un consejo admirable?
—Sí, es un consejo digno de un
accionista del Banco —repuso Andrés.
(...)
—Sí, eso define el carácter
semítico, la confianza, el optimismo, el oportunismo... Todo eso
tiene que desaparecer. La mentalidad científica de los hombres del
norte de Europa lo barrerá.
—Pero, ¿dónde están esos hombres?
¿Dónde están esos precursores?
—En la ciencia, en la filosofía, en
Kant sobre todo. Kant ha sido el gran destructor de la mentira
greco-semítica. Él se encontró con esos dos árboles bíblicos de
que usted hablaba antes y fue apartando las ramas del árbol de la
vida que ahogaban al árbol de la ciencia. Tras él no queda, en el
mundo de las ideas, más que un camino estrecho y penoso: la Ciencia.
Detrás de él, sin tener quizá su fuerza y su grandeza, viene otro
destructor, otro oso del Norte, Schopenhauer, que no quiso dejar en
pie los subterfugios que el maestro sostuvo amorosamente por falta de
valor. Kant pide por misericordia que esa gruesa rama del árbol de
la vida, que se llama libertad, responsabilidad, derecho, descanse
junto a las ramas del árbol de la ciencia para dar perspectivas a
la mirada del hombre. Schopenhauer, más austero, más probo en su
pensamiento, aparta esa rama, y la vida aparece como una cosa oscura
y ciega, potente y jugosa sin justicia, sin bondad, sin fin; una
corriente llevada por una fuerza “x”, que él llama voluntad y
que, de cuando en cuando, en medio de la materia organizada, produce
un fenómeno secundario, una fosforescencia cerebral, un reflejo, que
es la inteligencia. Ya se ve claro en estos dos principios vida y
verdad, voluntad e inteligencia.
—Ya debe haber filósofos y biófilos
—dijo Iturrioz.
—¿Por qué no? Filósofos y
biófilos. En estas circunstancias el instinto vital, todo actividad
y confianza, se siente herido y tiene que reaccionar y reacciona. Los
unos, la mayoría literatos, ponen su optimismo en la vida, en la
brutalidad de los instintos y cantan la vida cruel, canalla, infame,
la vida sin finalidad, sin objeto, sin principios y sin moral, como
una pantera en medio de una selva.
Los otros ponen el optimismo en la
misma ciencia. Contra la tendencia agnóstica de un Du Bois-Reymond
que afirmó que jamás el entendimiento del hombre llegaría a
conocer la mecánica del universo, están las tendecias de Berthelot,
de Metchnikoff, de Ramón y Cajal en España, que supone que se puede
llegar a averiguar el fin del hombre en la Tierra. Hay, por último,
los que quieren volver a las ideas viejas y a los viejos mitos,
porque son útiles para la vida. Éstos son profesores de retórica,
de esos que tienen la sublime misión de contarnos cómo se
estornudaba en el siglo XVIII después de tomar rapé, los que nos
dicen que la ciencia fracasa y que el materialismo, el determinismo,
el encadenamiento de causa a efecto es una cosa grosera, y que el
espiritualismo es algo sublime y refinado. ¡Qué risa! ¡Qué
admirable lugar común para que los obispos y los generales cobren su
sueldo y los comerciantes puedan vender impunemente bacalao podrido!
¡Creer en el ídolo o en el fetiche es símbolo de superioridad;
creer en los átomos, como Demócrito o Epicuro, señal de estupidez!
Un “aissaua” de Marruecos que se rompe la cabeza con un hacha y
traga cristales en honor de la divinidad, o un buen mandingo con su
taparrabos, son seres refinados y cultos; en cambio el hombre de
ciencia que estudia la naturaleza es un ser vulgar y grosero. ¡Qué
admirable paradoja para vestirse de galas retóricas y de sonidos
nasales en la boca de un académico francés! Hay que reírse cuando
dicen que la ciencia fracasa. Tontería: lo que fracasa es la
mentira; la ciencia marcha adelante, arrollándolo todo».
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