sábado, 12 de julio de 2014

Fragmento: Del sentimiento trágico de la vida (Miguel de Unamuno)

Del sentimiento trágico de la vida en un ensayo filosófico escrito y publicado en 1912 por el autor español perteneciente a la generación del 98 Miguel de Unamuno. En este ensayo Unamuno pretende afirmar la necesidad espiritual del ser humano nacida a través del ansia de inmortalidad de cada hombre, al menos en un sentido subjetivo, declarando que no se puede llegar a Dios mediante el racionalismo sino sólo mediante la fe, pues para él razón y fe era enemigas irreconciliables que sólo podían relacionarse mediante el combate. El ensayo cuenta con un estilo brusco, irónico, a veces autocompasivo o incluso de cierta ternura. Si alguien busca un libro coherente, un sistema filosófico sólido, no debería acercarse a este ensayo: le arderá en las manos. Si alguien admite la contradicción del hombre y no teme enredarse en la maraña de dudas, terrores y pensamientos del autor, bienvenido a este callejón sin salida. Para Unamuno, todo aquello que negase su creencia en la inmortalidad del alma, debía ser reprobado. Y eso intenta, sabiendo, imagino, que era un autoconvencimiento inútil, que en él, había ganado la razón.


Miguel de Unamuno
Miguel de Unamuno
Capítulo 5: La disolución racional.

Y si la creencia en la inmortalidad del alma no ha podido hallar comprobación empírica racional, tampoco le satisface el panteísmo. Decir que todo es Dios, y que al morir volvemos a Dios, mejor dicho, seguimos en Él, nada vale a nuestro anhelo; pues si es así, antes de nacer, en Dios estábamos, y si volvemos al morir adonde antes de nacer estábamos, el alma humana, la conciencia individual, es perecedera. Y como sabemos muy bien que Dios, el Dios personal y consciente del monoteísmo cristiano, no es sino el productor, y sobre todo, el garantizador de nuestra inmortalidad, de aquí se dice, y se dice muy bien, que el panteísmo no es sino un ateísmo disfrazado. Y yo creo que sin disfrazar. Y tenían razón los que llamaron ateo a Spinoza, cuyo panteísmo es el más lógico, el más racional. Ni salva el anhelo de inmortalidad, sino que lo disuelve y hunde, el agnosticismo o doctrina de lo inconocible, que cuando ha querido dejar a salvo los sentimientos religiosos, ha procedido siempre con la más refinada hipocresía. Toda la primera parte, y sobre todo su capítulo V, el titulado “Reconciliación” —entre la razón y la fe, o la religión y la ciencia se entiende—, de los Primeros principios, de Spencer, es un modelo, a la vez que de superficialidad filosófica y de insinceridad religiosa, del más refinado cant británico. Lo inconocible, si es algo más que lo meramente desconocido hasta hoy, no es sino un concepto puramente negativo, un concepto de límite. Y sobre eso no se edifica sentimiento ninguno.

La ciencia de la religión, por otra parte, de la religión como fenómeno psíquico individual y social, sin entrar en la validez objetiva trascendente de las afirmaciones religiosas, es una ciencia que, al explicar el origen de la fe en que el alma es algo que puede vivir separado del cuerpo, ha destruido la racionalidad de esta creencia. Por más que el hombre religioso repita con Schleiermacher: “La ciencia no puede enseñarte nada, aprenda ella de ti”, por dentro le queda otra.

Por cualquier lado que la cosa se mire, siempre resulta que la razón se pone enfrente de ese nuestro anhelo de inmortalidad personal, y nos le contradice. Y es que, en rigor, la razón es enemiga de la vida.

Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte como a la estabilidad la memoria. Lo vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible. La lógica tira a reducirlo todo a identidades y a géneros, a que no tenga cada representación más que un solo y mismo contenido en cualquier lugar, tiempo o relación en que se nos ocurra. Y no hay nada que sea lo mismo en dos momentos sucesivos de su ser. Mi idea de Dios es distinta cada vez que la concibo. La identidad, que es la muerte, es la aspiración del intelecto. La mente busca lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere cuajar en témpanos la corriente fugitiva, quiere fijarla. Para analizar un cuerpo hay que menguarlo o destruirlo. Para comprender algo hay que matarlo, enrigidecerlo en la mente. La ciencia es un cementerio de ideas muertas, aunque de ellas salga vida. También los gusanos se alimentan de cadáveres. Mis propios pensamientos, tumultuosos y agitados en los senos de mi mente, desgajados de su raíz cordial, vertidos a este papel y fijados en él en formas inalterables, son ya cadáveres de pensamientos. ¿Cómo, pues, va a abrirse la razón a la revelación de la vida? Es un trágico combate, es el fondo de la tragedia, el combate de la vida con la razón. ¿Y la verdad? ¿Se vive o se comprende?

No hay sino leer el terrible Parménides, de Platón, y llegar a su conclusión trágica de que “el uno existe y no existe, y él y todo lo otro existen y no existen, aparecen y no aparecen en relación a sí mismos, y unos a otros”. Todo lo vital es irracional, y todo lo racional es antivital, porque la razón es esencialmente escéptica.
Lo racional, en efecto, no es sino lo relacional; la razón se limita a relacionar elementos irracionales. Las matemáticas son la única ciencia perfecta en cuanto suman, restan, multiplican y dividen números, pero no cosas reales y de bulto; en cuanto son la más formal de las ciencias. ¿Quién es capaz de extraer la raíz cúbica de este fresno?

Y, sin embargo, necesitamos de la lógica, de este poder terrible, para transmitir pensamientos y percepciones y hasta para pensar y percibir, porque pensamos con palabras, percibimos con formas. Pensar es hablar uno consigo mismo, y el habla es social, y sociales son el pensamiento y la lógica. Pero ¿no tienen acaso un contenido, una materia individual, intransmisible e intransferible? ¿Y no está aquí su fuerza?

Lo que hay es que el hombre, prisionero de la lógica, sin la cual no piensa, ha querido siempre ponerla al servicio de sus anhelos, y sobre todo del fundamental anhelo. Se quiso tener siempre a la lógica, y más en la Edad Media, al servicio de la teología y la jurisprudencia, que partían ambas de lo establecido por la autoridad. La lógica no se propuso hasta muy tarde el problema del conocimiento, el de la validez de ella misma, el examen de los fundamentos metalógicos.

“La teología occidental —escribe Stanley— es esencialmente lógica en su forma y se basa en la ley; la oriental es retórica en la forma y se basa en la filosofía. El teólogo latino sucedió al abogado romano; el teólogo oriental, al sofista griego”.

Y todas las elucubraciones pretendidas racionales o lógicas en apoyo de nuestra hambre de inmortalidad, no son sino abogacía y sofistería.

Lo propio y característico de la abogacía, en efecto, es poner la lógica al servicio de una tesis que hay que defender, mientras el método, rigurosamente científico, parte de los hechos, de los datos que la realidad nos ofrece para llegar o no llegar a conclusión. Lo importante es plantear bien el problema, y de aquí que el progreso consiste, no pocas veces, en deshacer lo hecho. La abogacía supone siempre una petición de principio, y sus argumentos todos son ad probandum. Y la teología supuesta racional no es sino abogacía.
La teología parte del dogma, y dogma, dogma, en su sentido primitivo y más directo, significa decreto, algo como el latín placitum, lo que ha parecido que debe ser ley a la autoridad legislativa. De este concepto jurídico parte la teología. Para el teólogo, como para el abogado, el dogma, la ley, es algo dado, un punto de partida que no se discute sino en cuanto a su aplicación y a su más recto sentido. Y de aquí que el espíritu teológico o abogadesco sea en su principio dogmático, mientras el espíritu estrictamente científico, puramente racional, es escéptico, skeptikós, esto es, investigativo. Y añado en su principio, porque el otro sentido del término escepticismo, el que tiene hoy más corrientemente, el de un sistema de duda, de recelo y de incertidumbre, ha nacido del empleo teológico o abogadesco de la razón, del abuso del dogmatismo. El querer aplicar la ley de autoridad, el placitum, el dogma, a distintas y a las veces contrapuestas, necesidades prácticas, es lo que ha engendrado el escepticismo de duda. Es la abogacía, o lo que es igual, la teología la que enseña a desconfiar de la razón, y no la verdadera ciencia, la ciencia investigativa, escéptica en el sentido primitivo y directo de este término, que no camina a una solución ya prevista ni procede sino a ensayar una hipótesis.

Tomad la Summa Theologica, de Santo Tomás, el clásico monumento de la teología —esto es, de la abogacía— católica, y abridla por dondequiera. Lo primero, la tesis: utrum… si tal cosa es así o de otro modo; en seguida las objeciones: ad primum sic proceditur; luego las respuestas a las objeciones: sed contra est… o respondeo dicendum… Pura abogacía. Y en el fondo de una gran parte, acaso de la mayoría, de sus argumentos hallaréis una falacia lógica que puede expresarse more scholastico con este silogismo: Yo no comprendo este hecho sino dándole esta explicación; es así que tengo que comprenderlo, luego ésta tiene que ser su explicación. O me quedo sin comprenderlo. La verdadera ciencia enseña, ante todo, a dudar y a ignorar; la abogacía no duda ni cree que ignora. Necesita de una solución. 

A este estado de ánimo en que se supone, más o menos a conciencia, que tenemos que conocer una solución, acompaña aquello de las funestas consecuencias. Coged cualquier libro apologético, es decir, de teología abogadesca, y veréis con qué frecuencia os encontráis con epígrafes que dicen: “Funestas consecuencias de esta doctrina”. Y las consecuencias funestas de una doctrina probarán, a lo sumo, que esta doctrina es funesta, pero no que es falsa, porque falta probar que lo verdadero sea lo que más nos conviene. La identificación de la verdad y el bien no es más que un piadoso deseo. A. Vinet, en sus Études sur Blaise Pascal, dice: “De las dos necesidades que trabajan sin cesar a la naturaleza humana, la de la felicidad no es sólo la más universalmente sentida y más constantemente experimentada, sino que es también la más imperiosa. Y esta necesidad no es sólo sensitiva: es intelectual. No sólo para el alma, sino también para el espíritu, es una necesidad la dicha. La dicha forma parte de la verdad”. Esta proposición última: le bonheur fait partie de la vérité, es una proposición profundamente abogadesca, pero no científica ni de razón pura. Mejor sería decir que la verdad forma parte de la dicha en un sentido tertulianesco, de credo quia absurdum, que en rigor quiere decir: credo quia consolans, creo porque es cosa que me consuela.

No, para la razón, la verdad es lo que se puede demostrar que es, que existe, consuélenos o no. Y la razón no es ciertamente una facultad consoladora. Aquel terrible poeta latino Lucrecio, bajo cuya aparente serenidad y ataraxia epicúrea tanta desesperación se cela, decía que la piedad consiste en poder contemplarlo todo con alma serena, pacata posse mente omnia tueri. Y fue este Lucrecio el mismo que escribió que la religión puede inducirnos a tantos males: tantum religio potuit suadere malorum. Y es que la religión, y sobre todo la cristiana más tarde, fue, como dice el Apóstol, un escándalo para los judíos y una locura para los intelectuales. Tácito llamó a la religión cristiana, a la de la inmortalidad del alma, perniciosa superstición, exitialis superstitio, afirmando que envolvía un odio al género humano, odium generis humani.

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