viernes, 4 de noviembre de 2016

Artículo breve

La brevedad es el nuevo Dios. Sólo un romántico empedernido podría negar esta contrastada aseveración; y un romántico no es más que un conservador de un pasado idílico ilusorio; es decir, un fanático de su nostalgia. Pero, mientras que dicha aseveración sólo es válida para el tiempo que le dedicamos al ocio, donde los tiempos se van visiblemente acortando, los tiempos de la obligación se estiran en la misma proporción. Este hecho no representa el triunfo inapelable de una estrategia de esclavitud contra las masas, sino el desarrollo lógico de un sistema capitalista interesado en el rendimiento óptimo de sus empleados-producto. «No son necesarias las conspiraciones cuando los intereses convergen», decía el cómico americano George Carlin. Veamos un ejemplo.
 
Este artículo, por ejemplo, podría ser más largo. Podría ser, incluso, un ensayo o un tratado filosófico conciso. Pero ¿por qué no es un tratado filosófico, y sí un artículo? Pues porque si escribiese un tratado filosófico nadie me leería. En cualquier universidad española de periodismo te dirán que escribas párrafos breves, frases cortas, información clara y un texto legible de no más de trescientas o cuatrocientas palabras; es decir, que escribas para la comprensión del más incompetente de tus probables lectores, no del más apto. Revisen cualquier blog o artículo de opinión: casi todos ellos cumplen estos requisitos, y hasta el más infantil de los escritores de redes sociales sabe que escribir un texto largo es condena de nulidad en la red. ¿Cuántas veces no me habrán regañado a mí por ello, por escribir textos largos con párrafos infinitos? (Los periodistas virtuales son como madres enteradas y cansinas. Esta analogía no es únicamente provocación: es que es así). Es más, probablemente aunque escribas un texto corto el noventa y nueve por ciento de tus visitas no habrá pasado del título. Por esto las visitas son siempre una estadística engañosa: deberíamos preguntarnos cuántas de estas visitas leyeron el artículo y no cerraron la pestaña tras leer el título o la primera línea del primer párrafo. Presumimos de las visitas por ignorancia o por ceguera auto-condescendiente; y porque supondrá la salida más fácil para el orgullo que necesite perderse en fantasías de éxito virtual, aunque en el fondo sepamos que no nos lee apenas nadie (no hablo de esta revista en concreto, aunque también es cierto para nosotros que no nos lee nadie). Somos como niños poco desarrollados que compiten por ver quién la tiene más larga. Veamos otro ejemplo, ahora que estoy inspirado.
 
Internet está lleno de poemas y relatos híper-breves. Es lo que más publica la gente, y lo más leído por el publico común, microrrelatos y poemas. Uno, si es poco sutil, puede llegar a pensar que esta nueva plaga de microrrelatos y poemas se debe a un amor renacido por la literatura; pero nada más lejos de la realidad. Escribimos poemas porque no nos gusta la literatura, pero nos encantan nuestros sentimientos. ¿Y qué es un poema, sino un sentimiento? El problema es que los sentimientos son vulgares, y sólo un poeta vulgar puede creer que un poema se basta con un sentimiento (y el arte de escribir buenos poemas es el arte de disimular la vulgaridad de los sentimientos). Pero no hemos iniciado este artículo breve para enredarnos ahora en una crítica superflua de los poemas que escriben otros, sino que hemos de encontrar ese nexo común que existe y que une nuestra tesis con estas últimas aseveraciones. No obstante, es obvio cuál es ese nexo: que los poemas (como los híper-breves, pero estarán ustedes de acuerdo conmigo que aquí es todavía más evidente) se leen rápido. Y se leen rápido porque son superfluos, de modo que este vínculo nace en un contexto de fanatismo por la brevedad para desarrollarse e incitar a los nuevos poetas a escribir bajo estas condiciones arbitrarias.
 
No debemos creer que la moda de los best-sellers de novecientas páginas refute nuestra tesis; más aún, la corrobora: pues son, del mismo modo que los poemas, superfluos; y lo superfluo se lee de un tiro. E incluso aunque fueran libros intelectualmente robustos, ¿qué daño hace una pequeña contradicción aislada en un universo regido por la lógica? Un libro de estas características no haría más que despejar dudas para continuar sobre la marcha hacia el futuro: contentar a los pocos incrédulos con la falsedad de esta tesis e insistir así en sus brevedades relacionales restantes; pues el incrédulo no es otra cosa sino un fanático de su zona de confort (todos son fanáticos: en el mundo sólo existen los fanáticos, pero no todos son fanáticos de las mismas cosas)
 
Ahora queda valorar poco minuciosamente (pues este artículo debe ser breve y comercial, y cuanto más minucioso es uno, más sólo se queda) el opuesto de la brevedad en las obligaciones del trabajo (aunque no sólo del trabajo). Porque aunque fuera falso que ahora trabajamos más que hace veinte años, es cierto que cobramos menos en relación con el valor actual de la vida, ¿y qué significa cobrar menos, sino trabajar más horas por menos sueldo? Si uno cobra treinta euros por tres horas y pasa a cobrar veinte, está haciendo  las mismas horas por menos dinero; es decir, volteando la situación, que ha pasado a trabajar una hora más por un sueldo de dos únicas horas. Esto no es mera retórica vacía, sino que tiene su importancia en el sentido de que no perdemos dinero, sino que nos roban tiempo. Y esto sólo en la medida en que sea falso que trabajemos más horas. Yo, al menos, tengo la sensación de que trabajamos más horas que antes, pero quizá esta sensación sea debida a lo relatado anteriormente sobre el hurto de nuestro tiempo, que genera esta misma sensación impotente. ¿Y no parece, cuando estamos demasiado cansados, que hasta las noches se acortan, que el día se avecina como un atropello cuando apenas empezábamos a quedarnos dormidos? (Curiosamente, sólo el tiempo de dedicación al sexo es ahora superior, sea practicado o pensado, pero el sexo es reproducción y todo sistema necesita sus larvas, de modo que el sexo no es ocio, sino trabajo: un trabajo que no todos detestamos).
    
 No sé cuál sea la solución: no tengo ninguna. Detesto ser sincero, pero es la verdad: que no sé cuál pueda ser la solución. Porque si por ejemplo yo quisiera ahora rebelarme y escribir un artículo larguísimo sobre esta misma temática, ¿de qué serviría si nadie me lee? Por lo tanto, al adaptar mi lenguaje al público y pretender un efecto en ellos, necesito hacerlo desde la lógica nefanda del sistema, con lo cual, estoy demostrando la escasa posibilidad de libertad que se me ofrece y la inutilidad de todo proyecto. Pero dejémoslo aquí. Una línea más y este artículo dejará de ser breve.

No hay comentarios:

Publicar un comentario