martes, 7 de mayo de 2019

Metafísica del click (Periodismo, Revolución y Sociedad del espectáculo)

Decía el filósofo francés Guy Debord, fundador del movimiento situacionista, que el espectáculo «es lo que escapa a la actividad de los hombres, a la reconsideración y corrección de sus obras. Es lo contrario del diálogo. Donde quiera que haya representación independiente, el espectáculo se reconstituye». Pero, ¿qué es el Espectáculo? El Espectáculo no es su interpretación vulgar, que es una cierta pantomima cinematógrafica, ni los personajes que la desarrollan, aunque sin duda este concepto vulgar de “espectáculo” no cabría apenas fuera del concepto de Espectáculo. El Espectáculo debordiano consiste, pues, en la dominación de la vida social por la economía, en la degradación del ser al tener, y del tener al parecer. La economía del perpetuo desarrollo, de la producción sin fin, negación de los fines por la posesión de la vida individual devenida en mera apariencia, en mercancía. Así Debord recogía el concepto marxista del fetichismo de la mercancía para reinterpretarlo como la visión de un momento histórico, que no es sino «una cosmovisión objetivada». El Espectáculo es la culminación de este proceso que finaliza en la abstracción de la perspectiva económica, que totaliza efectivamente una visión mercantil e industrial del mundo para desposeer al individuo de sí mismo, esto es, vaciarlo a fuerza de sopor: sopor de un “sí mismo” vaciado por el mundo mediatizado de las imágenes.
 
Guy Debord leyendo una revista
Guy Debord

Una vez hemos logrado comprender grosso modo lo que quería decirnos Debord con el Espectáculo, pues la crítica o el análisis profundo de este concepto no fue nunca el objetivo de este artículo, sino que requeríamos de su presentación a fin de aplicarlo sobre ciertos fenómenos sociales contemporáneos que es de urgente necesidad, si no desmontar, por lo menos sí señalar amargamente –sobre todo cuando se trata de la “fantasmagorización” de las supersticiones revolucionarias de algunos ideólogos izquierdistas, en cuyo caso más que de “desmontar” habría que hablar de “exorcizar”–, pasemos a la motivación principal de este artículo, que anteriormente anunciamos.
 
Pensamos más con los dedos que con la cabeza. Permítanos el lector continuar un poco con esta insolente boutade, que sólo sostendremos de manera parcialmente funcional y provocadora en aras de afinar el discurso y persuadirlo de que, quizás, no sea una idea tan insostenible como pueda aparentar. El hombre no piensa sino en la medida en que su pensamiento es una manera de estar en el mundo, es decir, de aplicar su instinto de supervivencia. El pensamiento de los hombres, sostenemos con las teorías evolucionistas a nuestro favor y también algunas filosofías materialistas, no se halla tan determinado por sus capacidades intelectivas, como si éstas pudieran darse por sí mismas, como caídas de los cielos, don o maldición con que nos castigarían o premiarían los dioses, como por las operaciones físicas en mediación con ese mundo que determinan su supervivencia. La conciencia del hombre no puede comprenderse como una cosa desligada del mundo, la conciencia no es si no el mundo, no en el sentido en que el mundo se contenga en la conciencia sino porque la conciencia se contiene en el mundo; la conciencia es, más precisamente, un grado en el desarrollo del mundo. No podría decirse, sin embargo, que las creencias humanas vengan naturalmente dadas tras este gesto de desencantamiento, como si todo tuviera una utilidad práctica biológica más allá del desarrollo material de las sociedades que funda. Esto es fundamental para comprender nuestro punto: si bien, como decíamos, la conciencia humana no puede desligarse del mundo, nuestra propia concepción del “mundo” y de la “conciencia humana” no puede desligarse tampoco de los órdenes materiales en  donde estas cosmovisiones ideologizadas surgen.
 
Ahora bien, nada es tan ilustrativo como un ejemplo, más concretamente, como un ejemplo malicioso. Se ha dicho, con razón aunque vulgarmente, al punto que es casi un lugar común del cual habría que cuidarse, que vivimos en la época del click, crítica centrada sobre todo en lo que se ha llamado “periodismo del click”. ¿Qué es el periodismo del click? El periodismo del click, dicho sea críticamente, es la derivación lógica –o más bien, tecnológica– de la comunicación interesada del imperio occidental; esto es, el modo persuasivo de ofrecer noticias no sólo parcialmente falsas o veraces, sino de imponer el titular sobre el contenido: se trata aquí de monetizar el contenido con el auxilio de la búsqueda del impacto en las redes sociales, donde las visitas instantáneas se transforman en la medida de una calidad informativa en esencia depreciada. Para que lo práctico troque en patológico sólo se necesita que lo práctico halle su propia justificación: negación de los fines por el propio desarrollo. No se trata aquí de lamentar un pasado idílico donde el periodismo suponía todavía una justa resistencia contra los poderes estatales, porque el periodismo no ha sido nunca sino el susurro de los poderes estatales sobre la conciencia de sus ciudadanos. No se trata aquí de suponer, tampoco, ninguna fuerza esencialmente novedosa en la manera como opera el periodismo, porque el cambio no es ideológico sino tecnológico, el verdadero cambio surge cuando la tecnología, que es otra manera de la retórica ideológica, desequilibra las oposiciones que se resistían en el periodismo a devenir totalmente en publicidad de sí misma. Lo que aporta al periodismo el “adsense” o el “doubleclick” no es ni una deformación ni una tergiversación del periodismo auténtico, como si hubiera un periodismo ingenuo que pudiéramos descomponer, sino herramientas de desequilibrio que, en el fondo, no evidencian más que su corrupción esencial. El mérito autocomplaciente de lo corrupto estriba en dilatar su corrupción al infinito sin desaparecer; su fatalidad consiste en que este mismo éxito de supervivencia deja adivinar también su debilidad, porque cuanto más crece una bestia más pequeño es lo que le da muerte. El hecho es que nuestro mundo ansía la muerte; y sólo pequeños pero constantes cambios técnicos o tecnológicos apaciguan su ansiedad de muerte, que debemos empujar a acontecer.
 
Pero bajo esta acusación contra el periodismo, menos malévola de lo que aparenta, no debe presuponerse que la misma no pueda aplicarse contra multitud de fenómenos contemporáneos, devenires virtuales como, de hecho, nuestra noción o conciencia revolucionaria. La conciencia revolucionaria es un ejemplo igualmente ilustrativo del Espectáculo, no sólo porque, más psicologísticamente hablando, el revolucionario moderno se haga a imagen y semejanza de los desprecios en que se recrea y que suscita, es decir, que ante todo es el individuo ofrecido como mercancía en que aparenta su conciencia revolucionaria no tanto mistificada como narcisista. Las aplicaciones a la figura narcisista de la conciencia revolucionaria requerirían otros sistemas de pensamiento, otras retóricas, para la cual ésta se nos quedaría, en el sentido psicológico antes especificado, un poco corta. Sin embargo, a la conciencia revolucionaria moderna desposeída por la mercancía podemos aplicarle son suma facilidad esta forma crítica.
 
Tal como el periodismo monetiza la ansiedad, el revolucionario, el revolucionario de salón trocado en revolucionario de pantalla, monetiza el desdén; quizá no por un beneficio netamente económico, pese a que algunos periódicos “revolucionarios” moneticen así el descontento, más por dinámicas inerciales que por una estrategia maquiavélica –convendría apuntar aquí la necesidad de pensar en estrategias de fugas más que en estrategias de propaganda. No obstante, el Espectáculo subyace más hondamente allí donde el beneficio económico no existe, dado que éste ha perdido por fin su primer sentido –correspondiendo así a su llamada espectacular–, donde sólo aparece una realización social de la imagen que es en sí misma este beneficio vacío, vacío que niega perpetuando. Ningún revolucionario, es decir, nadie que diga de sí mismo perseguir la revolución –o más tristemente, ser un revolucionario– puede reconocer en el otro más que su propio esfuerzo por perfeccionarse como farandulero, de manera que una noción belicosa de la relación con el otro se le hace imprescindible: sólo así impondrá su discurso, no porque crea que su discurso es justo, sino porque tiene la creencia de ser él mismo justo. El “beef”, la lucha de egos, el descrédito, la difamación, en resumen, toda la hostilidad que supuran las redes sociales no es sino el producto de este esfuerzo. Una crítica al Espectáculo viciada por el Espectáculo: la enajenación no es la desarticulación de una idea por defecto, es ante todo el reconocimiento del enajenamiento.
 
Querríamos cerrar aquí este artículo señalando todavía una semejanza sólo en apariencia banal que compartiría operativamente el revolucionario con el mass-media, que es el fenómeno del click, puesto que la tecnología, en cierto sentido, nos ha transformado a todos en mass-media –no en el sentido en que difundimos ideología dominante, sino en el modo técnico en que lo hacemos. El click nos transmite, primero y sobre todo, un sonido, que es el sonido que ahora mismo produce mi teclado al pulsar las teclas que transcriben mi pensamiento al programa que utilizo como procesador de texto. Este click, que no podría ser posible si no tuviéramos dedos, o más bien –por continuar el argumento que sólo aparentemente habíamos abandonado–, que no sería posible si no pensáramos con los dedos, no sólo determina un hecho tecnológico, no es únicamente evidencia de un “progreso” cuantitativo en la velocidad como transmitimos la información, sino que es el principio de una debacle, o cuanto menos, de una transformación en la manera en cómo procesamos, en cómo concebimos o engendramos dicha información, que es producto mismo de un pensamiento deformado por sus posibilidades materiales efectivas en cuanto que realizadas. El click primero nos retrotrae a un sonido para en seguida abandonarnos a una imagen: aquella con que persuadimos al otro de nuestra justicia u honradez, de la honestidad de nuestra indignación. Pero lo que terriblemente nos afirma un muro, un tweet, una fake-news o un meme no es el cinismo concreto de ningún individuo, sino el fin de los diálogos. Que cualquier muro, cualquier tweet, cualquier fake-news o cualquier meme es al mismo tiempo anticipo, profecía y substantividad del fin del diálogo.

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