miércoles, 14 de diciembre de 2016

Fragmento: La conspiración contra la especie humana (Thomas Ligotti)

La conspiración contra la especie humana es el primer ensayo del escritor norteamericano de cuentos de terror Thomas Ligotti. Escrita en 2010 y publicada al castellano en 2015, el ensayo dirige su mirada al hombre como criatura paradójica, en términos del filósofo pesimista noruego Peter Wessel Zapffe, cuya existencia gratuita estaría volcada hacia el dolor por causa de la consciencia, abominación que superó las previsiones de la vida y que en adelante demandaría atenciones que la naturaleza, que la había creado por error, no podría satisfacer. «Su arma era como una espada sin empuñadura ni guardamano, una hoja de doble filo que todo lo hiende; pero aquel que ha de blandirla debe agarrar la hoja y volver un filo hacia sí mismo» nos dice Zapffe en El último Mesías, desolador y bello ensayo de este autor que Ligotti usa como hilo conductor a lo largo de toda su exposición acerca de que «estar vivo no está bien», puesto que somos marionetas humanas sin libertad, ego ni esperanza de salvación a las que más les valdría morir sin reproducir perversamente otras existencias humanas envenenadas por el sufrimiento de estar vivo en «un mundo que es MALIGNAMENTE INÚTIL». Para una lectura de El último Mesías les dejamos este enlace con el ensayo traducido por El vuelo de la lechuza.


Fotografía en blanco y negro de Thomas Ligotti
Thomas Ligotti

El siguiente fragmento pertenece al capítulo "Nopersonas":
 
«En una novela traducida como Momento de libertad, que se publicó diez años antes de su suicidio en 1976, el autor y crítico cultural noruego Jens Bjørneboe escribió que «quien no haya experimentado una depresión plena, solo y durante un largo periodo de tiempo... es un crío». Aparte de indemostrable en su validez, la biliosa secreción de Bjørneboe es también demasiado restrictiva al considerar su tipo personal de sufrimiento el único rito de paso a la madurez como individuo consciente. La depresión es sólo una de las psicopatologías que podrían elegirse para hacer la rimbombante afirmación de que quienes no se han visto plenamente afectados por ella durante un largo periodo de tiempo merecerían estar en el patio de un colegio o de una guardería. Pero sirve como ejemplo de una enfermedad psicológica con la que la mayoría de la gente ha tenido alguna experiencia en una o más de sus variedades.

La forma estadísticamente prevalente de esta enfermedad es la «depresión atípica». Menos frecuente y más mortífera es la «depresión melancólica». Pero sea cual sea el apellido que lleve un caso determinado de depresión, todos tienen el mismo efecto: sabotear la red de emociones que hacen parecer que tú y tu mundo tenéis sentido de algún modo significativo. Es entonces cuando descubres que tu «viejo yo» no es la cosa inviolable que creías que era, como no lo es el resto de tu «vieja realidad». Ambos son tan frágiles como nuestros cuerpos y pueden ser perforados con la misma facilidad, desinflando todo lo que creíamos significativo sobre nosotros y nuestro mundo.
 
El sentido que nuestras vidas pueden parecer tener es obra de un sistema emocional relativamente bien constituido. Del mismo modo que la consciencia nos da la sensación de ser personas, nuestra psicofisiología se encarga de convertirnos en personalidades que creen que vale la pena jugar al juego existencial. Podemos tener recuerdos diferentes de los de todos los demás, pero sin las emociones adecuadas para avivar esos recuerdos lo mismo podrían estar almacenados en un archivo de ordenador como unidades de datos inconexos que nunca se unen para constituir un individuo hecho a su medida para quien las cosas parecen tener sentido. Puedes conceptualizar que tu vida tiene sentido, pero si no sientes ese sentido tu conceptualización carece de sentido y tú no eres nadie. Las únicas cuestiones de peso en nuestras vidas están coloreadas por arcoíris o auroras de emoción regulada que le dan a uno una sensación de ese «viejo yo». Pero una depresión grave hace que tus emociones se evaporen, reduciendo tu persona a una cáscara vacía y solitaria en un pasaje desolado. Las emociones son el sustrato de la ilusión de ser alguien entre otros que son alguien y también de la sustancia que vemos, o creemos ver, en el mundo. No saber esta verdad elemental de la existencia humana equivale a no saber nada en absoluto.
 
Aunque varíen en intensidad y naturaleza, nuestras emociones deben parecer siempre estables en su concatenación, del mismo modo que un cóctel debe hacerse con ingredientes específicos en las mismas proporciones relativas para que su mezcla puede convertirse en un vodka martini o una piña colada. Unidas, nuestras emociones forman ostensiblemente un yo dominante cuya calidad puede compararse con la de otros yoes anómalos secundarios. Aunque siempre estén cambiando de sitio o mezclándose dentro de nosotros, nítidos o amorfos, la experiencia de estos trinos biológicos hace casi imposible dudar de que seguirán estando con nosotros en el futuro que podemos divisar. Preguntad a cualquier pareja que no puede imaginar la existencia sin el otro, una ficción vital sin la que, aparte del hecho de que a menudo conduce a la procreación, ninguna sociedad podría existir. No tendría ninguna razón para hacerlo, porque la razón es meramente el portavoz de la emoción. Hume, que tenía la especialidad de retener a sus lectores con realidades evidentes pero sobreentendidas, escribió en su Tratado de la naturaleza humana (1739-40) que «la razón es y sólo debería ser la esclava de las pasiones». Liberar a la razón de esta esclavitud significaría convertirnos en racionalistas sin causa, paralíticos lisiados por la actividad mental.
 
Hablando de la depresión y su efecto definitorio por el que lleva a su víctima hasta un punto en el que nada le importa ya, el presentador televisivo norteamericano Dick Cavett observó una vez que «cuando estás hundido por esta aflicción, si hubiera una varita mágica curativa en una mesa a dos metros de distancia te parecería demasiado molestia acercarte a cogerla». Nunca se ha hecho una mejor elucidación de la inutilidad de la razón cuando falta la emoción. Cuando estás postrado por la depresión, tu sistema de recogida de información coteja sus datos y te informa de los siguientes hechos: 1) no hay nada que hacer; 2) no hay ningún sitio adonde ir; 3) no hay nada que ser; 4) no hay nadie a quien conocer. Sin unas emociones cargadas de sentido que mantengan tu cerebro en la vía recta y estrecha, perderías tu equilibrio y caerías a un abismo de lucidez. Y para un ser consciente, la lucidez es un cóctel sin ingredientes, un brebaje claro como el agua que te dejará una resaca de realidad. En el conocimiento perfecto sólo hay una nada perfecta, lo que es perfectamente doloroso si lo que quieres es que tu vida tenga sentido.
 
William S. Burroughs lo dijo atinadamente en su diario. Echando mano de su gramática parda, escribió «¿El amor? ¿Qué es eso? El analgésico más natural que hay». Pero quizá tengas curiosidad por saber lo que ocurre con ese analgésico cuando la depresión arraiga y revela tu amor –sea cual sea su objeto– como uno más de los muchos tóxicos que enturbian tu consciencia de la tragedia humana. Quizá quieras también echar una segunda mirada a lo que antes te parecía una persona, un lugar o una cosa «bella», una cualidad que sólo existe en los neurotransmisores del observador. (¿La estética? ¿Qué es eso? Algo que les importa a quienes no están lo bastante deprimidos como para que no les importe nada de nada, es decir, quienes determinan casi todo lo que se supone que nos importa. Por mucho que protestes, ni el arte ni una visión estética de la vida son distracciones al alcance de todo el mundo.) Cuando estás deprimido, todo lo que en otros tiempos te pareció bello, o incluso alarmante y horrendo, no significa nada para ti. La imagen de la luna atravesada por las nubes no es algo que inspire por sí mismo algo misterioso o místico; sólo es un conjunto de objetos representados por nuestro aparato óptico y quizá procesados por el recuerdo.
 
Esa es la gran lección que aprende el depresivo: no hay nada en el mundo inherentemente emocionante. Cualquiera que sea lo que exista realmente «ahí fuera» no puede proyectarse como una experiencia afectiva. Es todo un asunto vacuo que sólo tiene un prestigio químico. Nada es bueno ni malo, deseable ni indeseable, ni de ningún otro modo salvo que está hecho así en laboratorios en nuestro interior que producen las emociones de las que vivimos. Y vivir de nuestras emociones es vivir arbitrariamente, imprecisamente, atribuyendo sentido a lo que no tiene ninguno por sí mismo. Pero ¿qué otra forma hay de vivir? Sin la maquinaria siempre chirriante de la emoción todo se paralizaría. No habría nada que hacer, ningún sitio adonde ir, nada que ser y nadie a quien conocer. La alternativa está clara: vivir falsamente como prendas de afecto o vivir factualmente como depresivos, o como individuos que conocen lo que se conoce como ser depresivo. Es una ventaja que no estemos obligados a elegir una u otra opción, porque ninguna de ellas es excelente. Basta echar una mirada a la existencia humana para saber que nuestra especie nunca se liberará del dominio completo de la emocionalidad que la tiene anclada en sus alucinaciones. Puede que no sea una forma de vivir, pero optar por la depresión sería excluirse de la existencia como la conocemos conscientemente.
 
Por supuesto, las personas pueden recuperarse de la depresión. Pero en ese caso será mejor que tengan bien embridada la consciencia de lo que han vivido. De otro modo podrían empezar a pensar que estar vivo no está tan bien como pensaban en tiempos cuando un sistema emocional relativamente bien constituido les traía y llevaba de un lado a otro. Lo mismo cabe decir de cualquier tipo de sistema corporal, como el sistema inmunitario. Porque cuando uno de tus sistemas se colapsa, no puedes funcionar como piensas que deberías. Puede que ni siquiera seas capaz de pensar en nada salvo en cuánto vómito, mucosidad, flema y heces acuosas estás descargando de tu cuerpo cuando tu sistema inmunitario no puede resistir la acometida de una infección vírica o bacteriana. Si así es como eras todo el tiempo, no podrías seguir siendo un ser bien constituido, lo que significa que no podrías seguir siendo tu viejo yo, fuera lo que fuera lo que eso significara. Pero es probable que mejores después de que uno o más de tus sistemas se hayan colapsado, y como un ser nuevamente bien constituido probablemente pensarás «Vuelvo a ser mi yo real». Sin embargo, con la misma sinceridad podrías pensar que tu yo real es el que estaba enfermo, no ese otro con sistemas bien constituidos que trabajan en común de un modo tan cooperativo que ni siquiera reparas en ellos. Pero no puedes ir por ahí pensando que tu yo enfermo es tu yo real, o te convertirías en alguien que padece ansiedad crónica ante todas las formas en que pueden colapsarse tus sistemas. Y ese se convertiría en tu yo real».

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