sábado, 25 de noviembre de 2017

Fragmento: El cuaderno rojo (Benjamin Constant)

El cuaderno rojo es un breve libro de memorias del escritor francés de origen suizo Benjamin Constant, nacido en 1767 y muerto en 1830. Escrito en 1807, esta novela autobiográfica es un escéptico, mordaz, espontáneo y agudo recorrido por la infancia y la juventud de su autor, que se nos muestra como un adolescente voluble, caprichoso y melodramático. Benjamin Constant fue, además de escritor, político y filósofo. Además, y como detalle amarillista, estuvo enredado sentimentalmente con la filósofa Madame de Staël, con quien se exilió en Alemania tras tomar Napoleón el poder y a quien dedicó una obra, Adolphe.

Retrato de Benjamin Constant
Benjamin Constant
 

«La persona de que se trataba tenía dieciséis años y era muy hermosa. Su madre me había recibido a mi llegada muy amistosamente. Me veía entre la necesidad de intentar, al menos, algo cuyo resultado me habría convenido mucho, o abandonar una ciudad en la que me divertía enormemente para ir a reunirme con un padre que me esperaba indignado. No dudé en intentarlo.

Empecé, según la costumbre, por escribir a la madre para pedirle la mano de su hija. Me respondió muy cariñosamente, pero negándomela porque su hija ya estaba prometida con un hombre con quien se iba a casar en pocos meses. Sin embargo, no creo que ni siquiera ella considerara su rechazo como irrevocable, porque, por un lado, como me enteré más tarde, había solicitado en Suiza informaciones sobre mi fortuna y, por otro, me facilitaba todas las ocasiones que podía de estar a solas con su hija. Pero me comporté como un auténtico loco. En lugar de aprovecha
rme de la amabilidad de la madre, quien a la vez que me rechazaba me daba pruebas de amistad, me propuse iniciar un romance con la hija, y lo comencé de la manera más absurda.

No traté en absoluto de agradarle; ni siquiera le dije una palabra acerca de mis sentimientos. Cuando me la encontraba sola, continuaba hablando con ella de la manera más tímida del mundo sobre asuntos insignificantes. Pero le escribí una hermosa carta, tratándola como alguien a quien sus padres querían casar contra su voluntad con un hombre al que no amaba, y le propuse que se fugara. Su madre, a quien sin duda mostró aquella extraña carta, tuvo conmigo la delicadeza de dejar que su hija me respondiera como si ella no la hubiera instruido al respecto.

Mademoiselle Pourras —así se llamaba— me escribió que era cosa de sus padres decidir su futuro, y que no le agradaba recibir cartas de un hombre. No me di por aludido y volví a la carga con mis proposiciones de fuga, de rapto, de protección contra el matrimonio que querían obligarla a contraer.
Se diría que escribía a una víctima que hubiera implorado mi ayuda, a una persona que sentía por mí toda la pasión que yo creía sentir por ella: pero, en realidad, todas mis caballerescas cartas estaban dirigidas a una jovencita muy razonable que no me amaba en absoluto, que no sentía ninguna repugnancia por el hombre que le habían destinado y que no me había dado ni motivo ni derecho para escribirle de aquella manera. Pero yo había tomado aquel camino y por nada del mundo quería abandonarlo.

Lo más inexplicable de todo era que, cuando veía a Mademoiselle Pourras, yo no decía ni una palabra que tuviera que ver con mis cartas. Su madre continuaba dejándome a solas con ella, a pesar de mis extravagantes proposiciones, de las que seguramente tenía conocimiento, y eso es lo que me confirma en la idea de que todavía habría podido tener éxito. Pero lejos de aprovechar aquellas ocasiones, en cuanto me encontraba a solas con Mademoiselle Pourras, me volvía de una timidez extrema. No le
hablaba más que de cosas insignificantes, y no hacía ni una sola alusión a las cartas que le escribía cada día, ni al sentimiento que me dictaba aquellas cartas.

Finalmente, una circunstancia que no tenía nada que ver conmigo provocó una crisis que terminó con todo. Madame Pourras, que había sido una mujer galante toda su vida, tenía todavía un amante en activo. Después de haberle pedido a su hija, continuó tratándome con amistad, como si ignorara mi absurda correspondencia, y, mientras yo escribía todos los días a la hija proponiéndole la fuga, hacía a la madre la confidente de mi amor y de mi desgracia: todo ello, debo confesar, sin ninguna intención ni mala fe. Sencillamente, ése era el camino que había tomado con la una y con la otra.

Mantenía, por lo tanto, largas conversaciones a solas con Madame Pourras. Su amante se sintió celoso. Hubo escenas violentas, y Madame Pourras, quien estando a punto de cumplir cincuenta años no quería perder aquel amante, que podía ser el último, decidió tranquilizarle. Yo no sospechaba nada, y estando un día con mis habituales lamentaciones ante Madame Pourras, apareció de repente el señor de Sainte-Croix —éste era el nombre del amante— de muy buen humor. Madame Pourras me cogió de la mano, me llevó hacia él, y me pidió que le confesara solemnemente que era de su hija de quien estaba yo enamorado, que era a su hija a quien había pedido en matrimonio, y que ella era completamente ajena a mis visitas a su casa. Ella no veía en la confesión que me exigía más que un medio de acabar con los celos del señor de Sainte-Croix. Pero yo veía el asunto desde otro punto de vista, me veía arrastrado ante un extranjero para confesarle que era un amante desgraciado, un hombre rechazado por la madre y por la hija. Mi amor propio herido me precipitó en un auténtico delirio. Por casualidad, tenía aquel día en mi bolsillo un frasquito de opio que llevaba conmigo desde hacía algún tiempo. La idea de tener opio había surgido como consecuencia de mi relación con Madame de Charrière, que tomaba mucho durante su enfermedad, y cuya conversación, siempre brillante e ingeniosa, pero muy extravagante, me mantenía en una especie de ebriedad espiritual, que no contribuyó poco a todas las tonterías que cometí en aquella época.

Empecé a decir que quería matarme, y a fuerza de decirlo llegué casi a creérmelo yo mismo, a pesar de que en el fondo no tuviese ninguna gana de ello. Con mi opio en el bolsillo, y mientras daba un espectáculo al señor de Sainte Croix, experimenté una especie de apuro del que me pareció más fácil salir mediante una escena que mediante una tranquila conversación. Preveía que el señor de Sainte-Croix me haría preguntas, me demostraría afecto, pero como me sentía humillado, las preguntas, el afecto y todo lo que pudiera prolongar aquella situación me resultaba insoportable. Estaba seguro de que si me tragaba el opio acabaría con todo aquello. Además, hacía tiempo que se me había metido en la cabeza que querer matarse por una mujer era un medio de gustarle. Esta idea no es exactamente cierta.

Cuando se gusta ya a una mujer y ella desea entregarse, es bueno amenazarla con matarse porque se le da un pretexto decisivo, rápido y honorable. Pero cuando uno no es amado en absoluto, ni la amenaza ni el acto producen el menor efecto. En toda mi aventura con Mademoiselle Pourras había un error de partida, y es que el romance sólo lo vivía yo. De manera que cuando Madame Pourras terminó su interrogatorio, le dije que le agradecía que me hubiera puesto en una situación que no me dejaba más que una salida, saqué el frasquito y me lo llevé a la boca. Recuerdo que, en el corto instante transcurrido durante aquella operación, un dilema acabó de decidirme.

«Si muero —me dije—, habrá acabado todo; y si me salvan, es imposible que Mademoiselle Pourras no se enternezca por un hombre que ha querido matarse por ella».

Así que me tragué el opio. No creo que hubiera bastante como para perjudicarme, y como además el señor de Sainte-Croix se abalanzó sobre mí, más de la mitad se cayó al suelo. Todo el mundo se asustó. Me hicieron tomar ácidos para contrarrestar el efecto del opio. Hice todo lo que me pidieron con docilidad, no porque tuviese miedo, sino porque habrían insistido, y me habría resultado molesto resistirme. Cuando digo que no tenía miedo, no es porque supiese que había poco peligro. Yo no conocía en absoluto los efectos que producía el opio, y me los imaginaba mucho más terribles. Pero de acuerdo con mi dilema, me era completamente indiferente el resultado. No obstante, mi docilidad en dejarme suministrar todo aquello que podía impedir el efecto de lo que acababa de hacer, debió de persuadir a los espectadores de que aquella tragedia no tenía nada de serio.

No ha sido la única vez en mi vida que, después de un acto grandioso, me ha fastidiado de repente la solemnidad que habría sido necesaria para mantenerlo, y por puro aburrimiento he deshecho mi propia obra. Después de administrarme todos los remedios que se pensó útiles, se me soltó un pequeño sermón, medio compasivo, medio doctoral, que escuché con aire compungido; Mademoiselle Pourras apareció, pues no estaba presente mientras yo hacía todas aquellas locuras por ella, y tuve la inconsecuente delicadeza de secundar a su madre en sus esfuerzos para que la hija no se diera cuenta de nada. Mademoiselle Pourras iba arreglada para la ópera, donde estrenaban Tarare, de Beaumarchais. Madame Pourras me propuso acompañarlas y acepté, de modo que mi envenenamiento terminó, para que todo acabara siendo tragicómico en aquel asunto, con una velada en la ópera. Estuve incluso muy alegre, ya fuera porque el opio había producido en mí aquel efecto, o, cosa que me parece más probable, porque  quisiese olvidar todo lo lúgubre que había pasado y necesitase divertirme».

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