viernes, 5 de enero de 2018

Elogio y crítica del humor negro

El humor siempre me ha parecido una maravillosamente obscena herramienta de verdad. En el caso del humor negro, más todavía, porque nos permite desafiar con retórica afilada todo aquello que nos somete: es una cuchillada de luz en el vientre de la oscuridad. Sin embargo, me parece que al hablar de humor negro conviene hacer unas ciertas aclaraciones, dado que lo a mí me interesa y lo que entiendo por humor negro no representa, en la actualidad, lo que se entiende popularmente por humor negro. No sé bien en qué momento se retorció, cuándo logró el sistema apropiarse por entero del humor negro.  O si acaso hubo verdaderamente una época pura a este respecto; quizá no, y el debate sea nuevo, surgido de nuevas sensibilidades; tal vez sólo recordemos el humor transgresor, razón por la cual puede haber sobrevivido ante sus competidores: porque todavía es capaz de sugerirnos diferentes libertades. –El sistema capitalista se caracteriza por su enorme capacidad de fagocitación, de manera que no habríamos de sorprendernos por esta transformación: opera con el humor como opera con todo: transformando material explosivo en material de merchandising–. Desde Swift, Poe, Lautreamont, Bierce, Oscar Wilde, de Quincey, Highsmith,  Kharms, Beckett, Saki o Sade el humor negro venía siendo una forma de humor contestatario, subversivo, transgresor que, incluso cuando no lo parecía, era siempre vertical, humor hacia arriba, no hacia abajo. Un ejemplo evidente es el de la picaresca, con la novela La vida de Lazarillo de Tormes, como sustento fundamental. Veamos algunos ejemplos más.

En 1729 el autor inglés Jonathan Swift escribe Una modesta proposición, donde propone alimentar a los ricos con niños pobres de manera que los padres de estos obtengan algún beneficio económico. Pero cuando Swift escribe su propuesta para comerse niños pobres no se está riendo de los niños, se está riendo de la inmoralidad y el abandono que sufren estos niños por las clases dominantes; es decir, se está riendo de estas clases dominantes usando un sutil ejemplo mediante el cual uno de ellos podría llegar a comerse a un niño hambriento por el que previamente habría pagado. La propuesta de Swift es un ejemplo clarísimo de este tipo de humor negro, un sarcasmo brutal que no concede una pizca de piedad. 
 
Otro ejemplo. El conde de Lautreamont, con sus Cantos de Maldoror, única obra de prosa poética de este autor, desafía mordazmente todo un sistema moral, que se sustenta en el mal hacia el más débil a través de una cínica noción de racionalidad; ante ello, Maldoror enfrenta lo gratuito. En el primer canto de esta obra, una luciérnaga le manda asesinar al protagonista a la Prostitución, representada por una bella muchacha desnuda, por órdenes divinas. Cuando Maldoror le pregunta el porqué, la luciérnaga, emisaria de la Justicia, le responde: «Ten cuidado, tú, el más débil, porque yo soy el más fuerte».  Tras estas palabras, Maldoror levanta una piedra y aplasta a la luciérnaga. «Te prefiero antes que a la otra, porque me apiado de los desdichados. No es culpa tuya si la justicia eterna te ha creado» le dice a la Prostitución.
 
Ambrose Bierce, un cuentista norteamericano con un humor terriblemente cruel, escribe en Aceite de perro la historia de un matrimonio de comerciantes. Veamos más en profundidad este ejemplo, que creo que representa perfectamente el núcleo de mi artículo. Es el hijo de ambos quien nos narra su historia: la madre tiene un negocio donde se ocupa de los niños “no deseados” y el padre secuestra perros callejeros para fabricar “aceite de perro”. A pesar de que ambos negocios están mal vistos por la sociedad, la familia no parece sufrir grandes problemas económicos, de manera que sus negocios son, hipócritamente, necesarios o aceptados. Una noche en que al protagonista le persigue un policía mientras carga con el cuerpo de uno de estos niños “no deseados”, echa el cadáver del niño al caldero de su padre donde realiza el aceite de perro, convencido de que no habrá diferencia que su padre logre percibir. De forma cruelmente jocosa, el protagonista afirma: «Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente». Sin embargo, todo se tuerce en el momento en que su padre descubre que este aceite de niño es de una indudable mejor calidad que el aceite anterior, con lo que a fin de mejorar los ingresos, deciden cambiar el modelo de negocio. La fiebre del dinero se apodera de ellos, y en el pueblo los condenan públicamente mediante una asamblea, lo que vuelve locos a ambos progenitores. Los padres, incapaces de resistir el ánimo de lucro, se terminan matando el uno al otro para fabricar este aceite.  El narrador, que no podía resistir la tentación de un último sarcasmo, se despide diciendo: «(…) con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible». En ningún momento del relato importan las vidas humanas, sólo este “éxito comercial” que terminará matando a ambos emprendedores.
 
De nuevo, este humor negro no está aplastando a quien se encuentra en una posición de clases inferior, no se reduce, como no lo hacía en Swift ni en Lautreamont, a una burla arrogante, vacía en sí misma. Bierce usa aquí el humor negro para golpearnos con algo más profundo que ello: una crítica al progreso. No es el conformismo de quien usa la excusa del humor negro como una forma de castigo, de humillación al notoriamente inferior, usando los clichés del pensamiento dominante. Cuando nos reímos, por ejemplo, de quien padece una enfermedad congénita, no desafiamos nada, ni siquiera una pretendida “moral” que niega su valor. Simplemente asumimos ideología: merece nuestra humillación, que reforzamos mediante el humor, fingiendo que pretendemos aliviarla. Es la carcajada del primate ocioso, un poco repelente, que se ha negado a cualquier forma de comprensión.
 
Esta moral a la que apelamos, la cual suponemos desafiar, que nos impide reírnos de enfermos, de inmigrantes, clases socialmente excluidas, etc., es precisamente la moral que nos invita a reírnos de todo aquel marginado y alejado de poder en nuestra sociedad: es de lo “anormal” de lo que nos reímos, de todo aquello que choca con nuestras pretensiones, con nuestra forma de vida occidental, de aquello que no es “nuestro igual”. Hacemos chistes sobre mujeres no porque exista una supuesta “moral” ni una fuerte corrección política ante la cual nos rebelamos –aquí me refiero al mito del “políticamente incorrecto”: no puedes ser políticamente incorrecto cuando te limitas a elogiar el pensamiento dominante–; los hacemos porque es nuestro "derecho" y nuestro deseo reproducir prejuicios, regodearnos en ellos, satisfacernos y castigar. E incluso si esta corrección política existiera en algún sentido, ello no sería motivo sustancial de transgresión, dado que no es popular, si acaso una ligera presión por parte de grupos afectados que sí desafían esta ideología dominante. El que hagan más o menos ruido, que generen más o menos debate, no significa que gocen de ningún privilegio ni poder auténtico.
 
El problema aquí, por lo tanto, no es el supuesto material que escogemos para bromear, sino lo que queremos decir con ello: quién es el objetivo de nuestra risa. El humor, en tanto que trabaja sobre ideas, nunca es inocente. No puede serlo. Y no debe serlo: cuando el humor aparenta inocencia es simplemente hueco. Por último, una cosa es “el mal gusto” que no profundiza en lo aparente, sino que es una mera reprobación estética, por lo tanto vacía y huérfana de cualquier agudeza; y otra cosa es el análisis del objetivo de estas burlas. Ambos grupos, quienes defienden su derecho a hacer chistes que denominan “políticamente incorrectos” (aunque hemos visto que no desafían nada) y quienes se sienten “víctimas” de un humor que no consideran inocente, sino expresión y reflejo de ideas subyacentes, pueden caer fácilmente en la incomprensión de un supuesto chiste de humor negro, o de una obra literaria, de una canción, etc., lo que de nuevo no significa que no existan diferencias. Sin embargo, el análisis sería erróneo: no podemos limitarnos a juzgar el material de un chiste, igual que no podemos decir que una vacuna es una enfermedad porque lleve unos cuantos virus, sino que ante todo es esencial comprender a dónde apuntan estos chistes.

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