miércoles, 24 de enero de 2018

Fragmento: Sobre el punto de vista idealista (Arthur Schopenhauer)

Sobre el punto de vista idealista es el primer capítulo del segundo volumen del monumental, genial y afamado libro El mundo como voluntad y representación, del filósofo idealista y pesimista Arthur Schopenhauer. Aquí Schopenhauer estima y expone la "realidad" objetiva del mundo no tanto una falsedad sino como un producto del Yo subjetivo, posicionándose a favor de otros idealistas como Kant y Berkeley. He aquí el inicio de dicha obra y capítulo, no completo.
 
Más adelante, en el mismo capítulo pero ya fuera de nuestro alcance, Schopenhauer escribe:

«El mundo del que el yo se separa con la muerte era, por otro lado, mi mera representación. El centro de gravedad de la existencia recae en el sujeto. Lo que se demuestra no es, como en el espiritualismo, la independencia del cognoscente respecto de la materia, sino la dependencia de toda materia respecto de él».

Arthur Schopenhauer.

«Sobre el punto de vista idealista:

En el espacio infinito existen innumerables esferas luminosas, en torno a cada una de las cuales gira aproximadamente una docena de otras más pequeñas alumbradas por ellas, y que, calientes en su interior, están cubiertas de una corteza sólida y fría sobre la cual una capa mohosa ha engendrado seres vivientes y cognoscentes: ésta es la verdad empírica, la realidad, el mundo. Pero para un ser pensante es una situación penosa el encontrarse en una de aquellas innumerables esferas que flotan libremente en el espacio infinito, sin saber de dónde viene ni adónde va, y ser nada más que uno de los innumerables seres semejantes que se apiñan, se agitan y se atormentan, naciendo y pereciendo rápidamente y sin tregua dentro del tiempo sin comienzo ni fin: nada hay allí permanente más que la materia y la repetición de la misma variedad de formas orgánicas a través de vías y canales inalterables. Todo lo que la ciencia empírica puede enseñar es | simplemente la exacta naturaleza y regla de esos procesos. Y por fin la filosofía moderna, sobre todo gracias a Berkeley y Kant, se ha percatado de que todo aquello es, principalmente, un mero fenómeno cerebral; y que implica tantas, tan grandes y tan diversas condiciones subjetivas, que su presunta realidad absoluta desaparece, dejando lugar a un orden del mundo totalmente distinto que sería el fundamento de aquel fenómeno [Phänomen], es decir, que se relacionaría con él como la cosa en sí con el mero fenómeno [Erscheinung].
 
«El mundo es mi representación» es, como los axiomas de Euclides, una proposición que cada cual tiene que reconocer como verdadera en cuanto la entiende; aunque no es de tal clase que cualquiera la entienda en cuanto la oye. El haber traído a la conciencia esa proposición y vinculado a ella el problema de la relación entre lo ideal y lo real, es decir, entre el mundo en la cabeza y el mundo fuera de la cabeza, constituye, junto con el problema de la libertad moral, el rasgo distintivo de la filosofía moderna. Pues solo tras haberse aventurado durante miles de años en una filosofía meramente objetiva el hombre descubrió que, entre las muchas cosas que hacen el mundo tan enigmático y complicado, la primera y más próxima es esta: que, por muy inmenso y sólido que pueda ser, su existencia pende de un único hilo: y ese hilo es la conciencia de cada uno, en la que se asienta. Esta condición, implicada irrevocablemente en la existencia del mundo, imprime en éste, pese a toda realidad empírica, el sello de la idealidad y, con ello, el del simple fenómeno; con lo cual, al menos desde un aspecto, hay que considerarlo semejante al sueño e incluso perteneciente a su misma clase. Pues la misma función cerebral que durante el sueño produce como por encanto un mundo totalmente objetivo, intuitivo y hasta palmario, ha de tomar igual parte en la representación del mundo objetivo de la vigilia. Aunque distintos por su materia, ambos mundos están claramente fundidos en un mismo molde. Ese molde es el intelecto, la función cerebral. Parece que fue Descartes el primero en alcanzar el grado de reflexión exigido por esta verdad fundamental y, en consecuencia, la convirtió, aunque provisionalmente y solo en forma | de dificultad escéptica, en el punto de partida de su filosofía. Al considerar el cogito ergo sum como lo único cierto y la existencia del mundo como provisional y problemática, descubrió realmente el punto de partida esencial y único correcto, al tiempo que el verdadero punto de apoyo de toda filosofía. Ese apoyo esencial e indispensable es lo subjetivo, la propia conciencia. Pues solo ella es y sigue siendo lo inmediato: todo lo demás, sea lo que sea, se encuentra mediado y condicionado por ella, por lo que depende de ella. De ahí que haya razón para considerar que la filosofía moderna parte de Descartes como padre de la misma. Continuando por ese camino, no mucho después llegó Berkeley al idealismo propiamente dicho, es decir, al conocimiento de que lo extenso en el espacio, a saber, el mundo objetivo o material en general, no existe como tal más que en nuestra representación, y que es falso y hasta absurdo atribuirle como tal una existencia fuera de toda representación e independiente del sujeto cognoscente, o sea, admitir una materia realmente presente y existente en sí. Pero esta concepción altamente correcta y profunda constituye en realidad toda la filosofía de Berkeley: en eso se quedó.
 
Por consiguiente, la filosofía verdadera tiene que ser, en todo caso, idealista; incluso ha de serlo para ser, simplemente, honesta. Pues nada es más cierto que el hecho de que nadie puede salir de sí mismo para identificarse inmediatamente con las cosas distintas de él; sino que todo aquello de lo que está seguro, de lo que tiene noticia inmediata, se halla en el interior de su conciencia. Más allá de esta no puede haber ninguna certeza inmediata; mas los primeros principios de una ciencia han de poseer dicha certeza. Admitir el mundo objetivo como propiamente existente es adecuado al punto de vista empírico de las restantes ciencias: no así al de la filosofía, que ha de remontarse hasta lo primero y originario. Pero solo la conciencia está inmediatamente dada, así que el fundamento de la filosofía se limita a los hechos de la conciencia, es decir que es, esencialmente, idealista. El realismo, recomendable al rudo entendimiento por sus visos de autenticidad, parte | de un supuesto arbitrario y es un fútil castillo en el aire, ya que se salta o niega el primero de todos los hechos, a saber: que todo lo que conocemos se encuentra dentro de nuestra conciencia. Pues el que la existencia objetiva de las cosas está condicionada por un ser que las representa y, por lo tanto, el mundo objetivo tan solo existe como representación, no es una hipótesis, y aún menos una sentencia inapelable o una paradoja planteada por razones de disputa; sino que es la verdad más cierta y simple, cuyo conocimiento solo lo dificulta el hecho de que es demasiado fácil y no todos tienen la suficiente reflexión como para remontarse hasta los primeros elementos de su conciencia de las cosas. De ningún modo puede haber una existencia absoluta y objetiva en sí misma; tal cosa es incluso impensable: pues lo objetivo, en cuanto tal, tiene siempre y esencialmente su existencia en la conciencia de un sujeto, así que es su representación y, por consiguiente, está condicionado por él y también por sus formas de la representación, las cuales dependen del sujeto y no del objeto.
 
Que el mundo objetivo existiría aun cuando no hubiera ningún ser cognoscente parece, desde luego, cierto a primera vista, ya que se puede pensar in abstracto sin que salga a la luz la contradicción que lleva en su interior. Pero cuando se pretende hacer realidad ese pensamiento abstracto, es decir, reducirlo a representaciones intuitivas, las únicas de las que él (como todo lo abstracto) puede obtener contenido y verdad, y se intenta así imaginar un mundo objetivo sin sujeto cognoscente, entonces se da uno cuenta de que lo que ahí se está imaginando es, en realidad, lo contrario de lo que se pretendía, a saber: nada más que el simple proceso en el intelecto de un cognoscente que intuye un mundo objetivo, o sea, justo aquello que se había querido excluir. Pues está claro que este mundo intuitivo y real es un fenómeno cerebral: de ahí lo contradictorio de suponer que debe existir también como tal, independientemente de todo cerebro.
 
La objeción fundamental contra la ineludible y esencial idealidad de todo objeto, aquella que se suscita en cada uno de forma clara o confusa, es esta: también mi propia | persona es objeto para otro, así que es su representación; y, sin embargo, sé con certeza que yo existiría incluso sin que él me representase. Pero en la misma relación que tengo yo con su intelecto se encuentran también con él todos los demás objetos: por lo tanto, ellos también existirían sin que el otro los representara. La respuesta es: aquel otro cuyo objeto considero ahora que es mi persona, no es en verdad el sujeto sino, ante todo, un individuo cognoscente. Por eso, aunque él no existiera, incluso aunque no hubiera ningún otro ser cognoscente más que yo mismo, no por eso quedaría suprimido el sujeto en cuya representación exclusivamente existen todos los objetos. Pues ese sujeto soy también yo mismo, al igual que cualquier cognoscente. Por consiguiente, en ese supuesto caso mi persona seguiría existiendo, pero de nuevo como representación, a saber: en mi propio conocimiento. Pues mi persona es conocida, también por mí mismo, siempre de forma meramente mediata y nunca inmediatamente, ya que todo lo que existe como representación es mediato. En concreto, yo conozco mi cuerpo como objeto, esto es, como algo extenso, que ocupa un espacio y que actúa, únicamente en la intuición de mi cerebro: esta se encuentra mediada por los sentidos, sobre cuyos datos el entendimiento intuitivo realiza su función (el pasar del efecto a la causa): y así, cuando el ojo ve el cuerpo o las manos lo palpan, construye la figura que se presenta en el espacio como mi cuerpo. Pero en modo alguno me son dadas inmediatamente, ni en el sentimiento general del cuerpo ni en la autoconciencia interna, una extensión, forma y actividad coincidentes con mi propio ser, que no precisaría así para existir ningún otro en cuyo conocimiento se representara. Antes bien, aquel sentimiento general, al igual que la autoconciencia, existe inmediatamente sólo en relación con la voluntad, en la forma de agrado y desagrado, y como actividad en los actos de voluntad que se presentan a la intuición externa en la forma de movimientos del cuerpo. De aquí se sigue que la existencia de mi persona o mi cuerpo en cuanto ser extenso y activo supone siempre un cognoscente distinto de él: porque es esencialmente una existencia en la aprehensión, en la representación, en suma, una existencia para otro. De | hecho, es un fenómeno cerebral, tanto si el cerebro en el que se presenta pertenece a la propia persona como a otra. En el primer caso la persona se escinde en cognoscente y conocido, en objeto y sujeto, que en éste, como en todo caso, se enfrentan de forma inseparable e incompatible. Pero si mi propia persona para existir como tal necesita siempre un cognoscente, lo mismo, por lo menos, ocurrirá con los restantes objetos para los que la objeción anterior se proponía reivindicar una existencia independiente del conocimiento y su sujeto.
 
Pero va de suyo que la existencia condicionada por un cognoscente es única y exclusivamente la existencia en el espacio, por tanto, la de un ser extenso y activo: solo esta es siempre una existencia conocida y, por consiguiente, para otro. Sin embargo, todo lo que existe de ese modo puede muy bien tener, además, una existencia para sí mismo, para la que no se requiere ningún sujeto. Pero esa existencia para sí mismo no puede ser la de la extensión y la actividad (que juntas constituyen la espacialidad), sino que se trata necesariamente de un ser de otro tipo, el de una cosa en sí misma, que, en cuanto tal, nunca puede ser objeto. Esta sería, pues la respuesta a la objeción antes planteada que, según ello, no invalida la verdad fundamental de que el mundo objetivamente presente solo puede existir en la representación, o sea, solo para un sujeto.
 
Obsérvese además que tampoco Kant, al menos mientras fue consecuente, pudo pensar con su cosa en sí objeto alguno. Ello se desprende ya del hecho de haber demostrado que el espacio, igual que el tiempo, son una mera forma de nuestra intuición y, por lo tanto, no pertenecen a las cosas en sí. Lo que no está en el espacio ni en el tiempo no puede tampoco ser objeto: así que el ser de las cosas en sí no puede ser objetivo sino de un tipo totalmente distinto, un ser metafísico. En consecuencia, en aquella proposición kantiana se encuentra también esta: que el mundo objetivo existe solo como representación.
 
Por mucho que se aduzca en contra, nada resulta tan constante y reiteradamente malentendido como el idealismo, en tanto es interpretado como negación de la | realidad empírica del mundo. De aquí parte la continua recurrencia de la apelación al sano entendimiento, que aparece en versiones y disfraces de todo tipo, por ejemplo, como "convicción fundamental" en la escuela escocesa, o como fe en la realidad del mundo externo en Jacobi. El mundo externo no se nos da en modo alguno a crédito, como Jacobi expone, ni nosotros lo asumimos a base de confianza y fe: se da como lo que es y da inmediatamente lo que promete. Hay que recordar que Jacobi, que presentó semejante sistema de crédito del mundo y embaucó con él felizmente a algunos profesores de filosofía que durante treinta años han seguido filosofando a sus anchas y ampliamente sobre él, fue el mismo que una vez denunció a Lessing como spinoziano y después como ateo a Schelling, del que recibió el conocido y bien merecido castigo. De acuerdo con su empeño, al haber reducido el mundo externo a un asunto de fe, pretendió abrir solo una portezuela a la fe y preparar el crédito para aquello que posteriormente el hombre habría de adquirir realmente a crédito: igual que si para emitir papel moneda se insistiera en que el valor del dinero contante y sonante se basa únicamente en el sello que el Estado imprime en él. Con sus filosofemas sobre la realidad del mundo externo aceptada por fe, Jacobi se asemeja exactamente al ”realista transcendental que juega a idealista empírico”, censurado por Kant. (Crítica de la razón pura, primera edición, p. 369.)
 
El verdadero idealismo no es, por el contrario, el empírico, sino el transcendental. Éste deja intacta la realidad empírica del mundo, pero mantiene que todo objeto, o sea, lo empíricamente real en general, está doblemente condicionado por el sujeto: primero, materialmente o como objeto en general, ya que una existencia objetiva solo es pensable frente a un sujeto y como representación suya; en segundo lugar, formalmente, ya que el modo y manera de la existencia del objeto, es decir, del ser representado (espacio, tiempo, causalidad), parte del sujeto y está predeterminado en él. Así que al idealismo simple o de Berkeley, referido al objeto en general, se une inmediatamente el kantiano, que | afecta al modo y manera específicamente dados de la existencia objetiva. Éste demuestra que el mundo material en su conjunto, con sus cuerpos extensos en el espacio y relacionados causalmente unos con otros a través del tiempo, así como todo lo que de él depende, no constituye un ser independiente de nuestra cabeza, sino que tiene sus supuestos fundamentales dentro de nuestras funciones cerebrales, solo por y en las cuales es posible un orden objetivo de las cosas tal; porque espacio, tiempo y causalidad, en los que se basan todos aquellos procesos reales y objetivos, no son en sí mismos nada más que funciones del cerebro; así que aquel inalterable orden de las cosas que suministra el criterio y la guía de su realidad empírica, surge únicamente del cerebro y está avalado solo por él: Kant expuso esto detenidamente y a fondo, aunque no nombró el cerebro sino que habló de “la facultad de conocer”. Incluso intentó demostrar que aquel orden objetivo en el tiempo, el espacio, la causalidad, la materia, etc., en el que se basaban en último término todos los procesos del mundo real, considerado estrictamente, no puede ni siquiera pensarse como subsistente por sí, o sea, como orden de las cosas en sí, o como algo absolutamente objetivo y verdaderamente existente, ya que si se intenta pensarlo hasta el final se cae en contradicciones. Exponer esto fue el propósito de las antinomias: pero yo, en el Apéndice a mi obra, he demostrado el fracaso de su intento. Sin embargo, la doctrina kantiana, aun sin antinomias, nos lleva a ver que tanto las cosas como el modo y manera de su existencia están inseparablemente vinculados con nuestra conciencia de ellas; de ahí que quien haya captado esto claramente llegue pronto a la convicción de que es realmente absurdo suponer que las cosas existirían como tales incluso fuera e independientemente de nuestra conciencia. El hecho de que estemos tan hondamente sumergidos en el tiempo, el espacio y la causalidad, así como en todos los procesos empíricos basados regularmente en ellos; el que nosotros (y también los animales) estemos tan plenamente familiarizados con ellos y desde el principio nos sepamos orientar en ellos: eso no sería posible si nuestro entendimiento y las cosas fueran realidades distintas; antes bien, la única explicación es que ambos constituyen una totalidad, que el intelecto mismo | crea aquel orden y él existe sólo para las cosas, pero también las cosas existen solo para él.
 
Pero incluso prescindiendo de los profundos conocimientos que únicamente la filosofía kantiana comunica, el carácter inadmisible de la tenaz aceptación del realismo absoluto puede demostrarse inmediatamente, o al menos hacerse notar, simplemente esclareciendo su sentido por medio de consideraciones como la siguiente. De acuerdo con el realismo, el mundo, tal y como lo conocemos, debe existir también independientemente de ese conocimiento. Ahora quisiéramos hacer desaparecer todo ser cognoscente, dejando solamente la naturaleza inorgánica y vegetal. Que estén ahí la roca, el árbol y el arroyo, así como el cielo azul; que el Sol, la Luna y las estrellas iluminen este mundo como antes: en vano, al no haber ningún ojo para verlos. Pero ahora quisiéramos, adicionalmente, incluir un ser cognoscente. Entonces aquel mundo se presenta otra vez en su cerebro y se repite en su interior exactamente tal y como era antes fuera de él. Así pues, al primer mundo se le ha añadido ahora un segundo que, si bien totalmente separado de aquel, se le parece como un huevo a otro. Tal y como está dispuesto el mundo objetivo en el infinito espacio objetivo, igual lo está ahora dentro del espacio subjetivo, conocido, el mundo subjetivo de esa intuición. Pero éste último tiene sobre el primero la ventaja de conocer que aquel espacio de ahí fuera es infinito, y hasta puede determinar de antemano, minuciosa y correctamente, la regularidad de todas las relaciones posibles y todavía no reales en él, sin que precise de un examen previo: y otro tanto determina acerca del curso del tiempo, como también de la relación causa-efecto que rige los cambios allá fuera. Pienso que todo esto, examinado más de cerca, resulta lo bastante absurdo y lleva al convencimiento de que aquel mundo absolutamente objetivo, fuera de la cabeza, independiente de ella y anterior a todo conocimiento, que suponíamos haber pensado al principio, no era otro más que el segundo, el conocido subjetivamente, el mundo de la representación, que es el único que somos realmente capaces de pensar. Por consiguiente, se impone por sí mismo el supuesto de que el mundo, tal y como lo conocemos, existe sólo para el | conocimiento, por tanto sólo en la representación y nunca fuera de ella. De acuerdo con ese supuesto, la cosa en sí, es decir, lo que existe independientemente de nuestro conocimiento y de cualquier otro, ha de ser considerada como totalmente distinta de la representación y todos sus atributos, o sea, de la objetividad en general: el qué sea constituirá el tema de nuestro segundo libro.
 
En cambio, la disputa sobre la realidad del mundo externo traída a consideración en el § 5 del primer volumen se basa en el supuesto aquí criticado de un mundo objetivo y uno subjetivo, ambos en el espacio, así como en la imposibilidad, nacida de esa hipótesis, de un tránsito, un puente entre ambos; sobre eso tengo que añadir aún lo siguiente.
 
Lo subjetivo y lo objetivo no representan un continuo: lo inmediatamente consciente está limitado por la piel o, más bien, por las terminaciones externas de los nervios que salen del sistema cerebral. Más allá se encuentra un mundo del que no tenemos noticia más que por representaciones en nuestra cabeza. La cuestión es si, y en qué medida, corresponde a ellas un mundo que exista con independencia de nosotros. La relación entre ambos solo podría estar de una cosa dada hasta otra totalmente distinta. Pero esa misma ley tiene, ante todo, que acreditar su validez. Su origen ha de ser objetivo o subjetivo: mas en ambos casos se encuentra en una u otra orilla, así que no puede proporcionar el puente. Si es, tal y como Locke y Hume supusieron, a posteriori, o sea, extraída de la experiencia, entonces es de origen objetivo, luego pertenece ella misma al mundo externo que está en cuestión | y no puede, por lo tanto, garantizar su realidad: pues entonces, según el método de Locke, se demostraría la ley de causalidad a partir de la experiencia y la realidad de la experiencia a partir de la ley de causalidad. Si, por el contrario, tal y como Kant acertadamente nos ha enseñado, está dada a priori, entonces es de origen subjetivo, luego está claro que con ella permanecemos siempre dentro de lo subjetivo. Pues lo único que en la intuición está dado de forma verdaderamente empírica es la ocurrencia de una afección en los órganos sensoriales: el supuesto de que ésta, aunque sea solo en general, ha de tener una causa se basa en una ley radicada en la forma de nuestro conocer, es decir, en las funciones de nuestro cerebro, cuyo origen es, por tanto, tan subjetivo como aquella afección sensorial. La causa que, de acuerdo con esa ley, se supone para la sensación dada se presenta entonces en la intuición como objeto cuyo fenómeno tiene por forma el espacio y el tiempo. Pero también estas mismas formas son a su vez de origen totalmente subjetivo: pues ellas constituyen el modo y manera de nuestra facultad intuitiva. Aquel paso de la sensación a su causa que, tal y como repetidamente he expuesto, fundamenta toda intuición sensorial, basta para indicarnos la presencia empírica, en el espacio y el tiempo, de un objeto de experiencia, así que es del todo suficiente para la vida práctica; pero no basta en modo alguno para proporcionarnos la clave de la existencia y esencia en sí de los fenómenos que de ese modo se originan para nosotros o, más bien, de su sustrato inteligible. El hecho de que, con ocasión de ciertas sensaciones acontecidas en mis órganos sensoriales, surja en mi cabeza una intuición de cosas extensas en el espacio, permanentes en el tiempo y causalmente activas, no me autoriza en absoluto a suponer que semejantes cosas con tales propiedades existan también en sí mismas, esto es, independientemente y fuera de mi cabeza. Ese es el correcto resultado de la filosofía kantiana. Éste se vincula con el resultado de Locke, anterior, igualmente correcto pero más fácil de entender. Aun cuando se admitieran realmente cosas externas como causas de nuestras impresiones sensoriales, tal y como lo admite la teoría de Locke, entre la sensación en la que | consiste el efecto y la naturaleza objetiva de la causa que la produce no puede haber semejanza alguna; porque la sensación, en cuanto función orgánica, está ante todo determinada por la muy artificiosa y complicada naturaleza de nuestros órganos sensoriales; por eso, está simplemente estimulada por las causas externas pero después se realiza en total acuerdo con sus propias leyes, así que es plenamente subjetiva. La filosofía de Locke fue la crítica de las funciones sensoriales; Kant, sin embargo, ha ofrecido la crítica de las funciones cerebrales. Mas en todo esto hay que hacer presente el resultado de la filosofía de Berkeley que yo he recuperado, a saber: que todo objeto, cualquiera que sea su origen, está ya en cuanto objeto condicionado por el sujeto, o sea que es solo su representación. El fin del realismo es precisamente el objeto sin sujeto: pero no es posible ni siquiera pensar claramente tal cosa.
 
De toda esta exposición se infiere de forma segura y clara que el intento de concebir la esencia en sí de las cosas es estrictamente inalcanzable por la vía del mero conocimiento y representación; porque esta le viene siempre a las cosas desde fuera y tiene que permanecer siempre fuera. Aquel intento solo podría conseguirse encontrándonos nosotros mismos en el interior de las cosas, con lo que éste nos resultaría inmediatamente conocido. En qué medida sea éste realmente el caso, lo examina mi segundo libro. Pero mientras nos mantengamos, como en este primer libro, dentro de la concepción objetiva, o sea, en el conocimiento, el mundo es y sigue siendo para nosotros una mera representación, ya que aquí no es posible ningún camino que nos conduzca más allá de él».

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