lunes, 9 de abril de 2018

La disputa entre Sartre y Camus: pequeño acercamiento a los argumentos de éste último.

Una de las acusaciones más frecuentes que suelen esgrimirse contra el filósofo francés de ascendencia argelina Albert Camus, es la de resultar moralista, casi equidistante, que no aceptaba las contradicciones que una revolución que pretendía acabar con las desigualdades de clase conlleva. Pero no deja de tener su ironía que aquellos que, en general marxistas, sostienen este argumento, a favor por cierto de Jean Paul Sartre —pero también de Merleau-Ponty o Jeason, éste último el oponente más feroz de Camus— con quien como es ampliamente sabido, Camus disputó sobre este tema a raíz de su escrito "El hombre rebelde", se encuentren ellos mismos lejos de sufrir en carne propia las contradicciones de una revolución de este tipo. —El propio Sartre no participó abiertamente durante la resistencia francesa, se limitó a escribir desde su sillón, como Camus le reprocharía, cosa que éste sí hizo. De ello Sartre sólo pudo defenderse diciendo que él no luchaba por evitar que se produjera historia,  sino para hacerla. Más tarde, Jean Paul Sartre le reprocharía a Camus no militar en el partido, cosa que sí había hecho en el pasado. Para él esto se asemejaba a un empate. Tras la muerte de Camus, Sartre lideró algunas de las revueltas más populares de su país—. Y si se las imaginan, ligeramente, nunca es como víctimas. Es fácil defender a la URSS (o a cualquier transición sangrienta de la historia) tildando de moralista impoluto a Camus cuando no eres tú quien se está pudriendo en un Gulag o en un campo de concentración. —Desde luego que también es bien sencillo suprimir nuestro escepticismo y tomar a la Unión Soviética como una caricatura diabólica de sí misma, comparándola al genocidio nacional socialista alemán, cuando el marxismo, filosofía profunda, al contrario que aquella que fundó el fascismo, no hacía necesaria una purga homicida más que en la medida en que un hombre es lo que hace; no es lo que es, por determinación del nacimiento, como sostendrían filosofías fascistas, sin medida de las intrincadas relaciones sociales que se producen en la vida en comunidad, que en su apartado económico el marxismo describió a menudo con precisión y posteriores sociologías han extendido.
 
fotografía en conjunto de Sarte y Camus sentados en el suelo junto a otros intelectuales de la época como Beavouir o Piccaso
Sartre, Camus, Beavouir, Picasso y otros intelectuales

Fue el propio Camus el que respondió así a un estudiante de la Universidad de Estocolmo, tras ser interpelado por la situación colonialista que vivía Argelia: «En este momento se arrojan bombas contra los tranvías de Argel. Mi madre puede hallarse en uno de esos tranvías. Si eso es la justicia, prefiero a mi madre». La madre de Camus es todas las madres, porque cada uno tiene su propia madre: no la Madre Universal, que no tiene cabida en nuestra realidad materialista, como tampoco la tenía en la filosofía de Camus, sino más concretamente, tu madre, lector, la mía y la del resto del mundo que tenga todavía una madre o la tuviera alguna vez. «Se ama a la humanidad en general para no tener que amar a los seres en particular» dejó dicho Camus. La acusación, tal vez injusta, esconde todavía una suspicacia: no se puede amar a la humanidad en general, porque no se puede amar la pura abstracción; incluso a Dios, para amarlo, uno debe primero antropomorfizarlo. Lo que amamos es, siempre, a uno o a varios hombres en concreto, amor egoísta que escondemos para dignificar nuestra causa cuando, en verdad, no existe nada más noble que dar el corazón por tus hermanos; y no por cualquier mito humano de progreso celestial.

Este argumento, con que Camus despacha el asunto del terrorismo de la época en Argel, probablemente bajo una causa noble —la noble causa de las injusticias que sufrían tras el colonialismo francés—, no es, como resulta obvio, un egoísmo bajo el cual Camus esté defendiendo que lo importante sea sólo su madre, evadiéndose de las causas que atraían esta violencia: Camus está realizando una afirmación de empatía con todas nuestras madres —consta, por otra parte, que siempre fue ambiguo al respecto de este conflicto; trató de reconciliar a las partes, con inocencia y sin ningún éxito, más que el éxito de continuar manchando su nombre entre los marxistas de la época—. Camus había llegado más lejos, en su honradez intelectual, que todo el resto de intelectuales europeos afines al marxismo de la época, al haberse atrevido a ser una de las primeras voces disidentes contra el marxismo burocrático y asesino en que se había convertido la revolución soviética; mera propaganda para algunos de estos intelectuales; verdades que convenía silenciar para otros, que cerraron filas en torno a estas críticas para repeler al filósofo del absurdo. Es más, en este "hombre rebelde" afirmará rotundamente que la revolución se halla, en sus propios términos, sujeta a una matanza sin fin: ninguna revolución había pretendido eliminar el orden preestablecido, sino instaurar el orden más conveniente a los intelectuales y guerrilleros de la época. «(...) se puede decir que todavía no ha habido revolución en la historia. No puede haber en ella más que una, que sería la revolución definitiva. El movimiento que parece terminar el rizo inicia ya otro nuevo en el instante mismo en que el gobierno se constituye. Los anarquistas (...) han visto bien que gobierno y revolución son incompatibles en sentido directo (...) En efecto, si hubiese una sola vez revolución ya no habría historia. Habría unidad dichosa y muerte saciada. Por eso es por lo que todos los revolucionarios aspiran finalmente a la unidad del mundo y obran como si creyesen que se acaba la historia». Lo terrible de esta afirmación es, quizá, el punto bajo el cual uno puede también comenzar a sospechar de esta unidad: el totalitarismo capitalista, prácticamente a nivel planetario, comienza a representar el papel de esta unidad: irrespirable imperio donde hasta los pájaros comenzarán a asfixiarse para caer en las profundidades del vasto océano.
 
Jean Paul Sartre fumando un cigarrillo
Jean Paul Sartre
La acusación que cabe hacer aquí, si acaso, no es de amoralidad, sino de dogmatismo, esto es, de moralidad interesada. Como señala en una entrevista el profesor Juan Bautista Fuentes al respecto del comunismo: «El análisis marxista, por su factura económica, aun cuando acaso sea el análisis económico más rico, sólo sirve para analizar el cómo del proceso de destrucción existente en la sociedad económica moderna y contemporánea pero, sin embargo, no sirve para dar razón de lo que se destruye en ese proceso. La crítica marxista de las ideologías puede desvelar hasta cierto punto cómo determinadas ideas pueden servir para encubrir, deformar y legitimar ciertos procesos como, por ejemplo, determinados procesos de explotación de unos grupos sobre otros, pero sólo si no se obvia el contenido objetivo de dichas ideas y, a la vez, no se reduce la complejidad de aquello que se supone que dichas ideas legitiman ideológicamente (...) En este sentido, el marxismo se convierte él mismo en una legitimación ideológica de semejante proceso de descomposición y desemboca a la postre, de un modo teórico y práctico, en la atmósfera del nihilismo». El análisis marxista, con todas sus agudezas, es incapaz de explicar el contenido positivo moral de las estructuras que pretende engendrar y de las estructuras que pretende abolir, aparte de legitimarlas por la propia fuerza, tal como un posterior Nietzsche (o un contemporáneo Stirner) había advertido en "La genealogía de la moral": que fue la primera aristocracia la que, para hacer valor de las condiciones favorables en las que una fortuna de la producción las habría colocado, hubo de hacer surgir ideas tales como la propiedad o el castigo por el hurto de dicha propiedad. Engels parte de una idea parecida al afirmar el matrimonio monógamo como sucedáneo de esta primera constante de propiedad, bajo el cual la mujer y los hijos pasan a ser propiedad del padre, originándose aquí el patriarcado, tras las primeras acumulaciones de capital. Y es el propio Marx quien en "La ideología alemana" expresa esto de forma más clara: «(...) no se parte de lo que los hombres dicen, se representan o se imaginan, ni tampoco del hombre predicado, pensado, representado o imaginado, para llegar, arrancando de aquí, al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida. También las formaciones nebulosas que se condensan en el cerebro de los hombres son sublimaciones necesarias de su proceso material de vida, proceso empíricamente registrable y ligado a condiciones materiales. La moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de conciencia que a ellos correspondan pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad. No tienen su propia historia ni su propio desarrollo, sino que los hombres que desarrollan su producción material y su trato material cambian también, al cambiar esta realidad, su pensamiento y los productos de su pensamiento. No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia». No es el valor el que engendra la estructura: es la estructura quien engendra el valor. Creemos, por ejemplo, ser libres, cuando la propia libertad se halla propiamente sujeta a los límites que la ideología dominante impone: no se puede ser libre sin atreverse a inventar nuevas libertades. La tan idolatrada libertad, como el derecho al trabajo, no es más que otro valor que apenas nos consienten mendigar. Queremos poder; pero el único poder, es el poder de definir. Michelle Focault, en su entrevista televisada con Noam Chomsky, es aún más franco y cínico sobre el fondo de la disputa: «(...) el proletariado no lucha contra la clase dominante porque considere que se trata de una guerra justa. El proletariado lucha contra la clase dominante porque, por primera vez en la historia, quiere tomar el poder. Y porque derrocará el poder de la clase dominante con­sidera que su guerra es justa. (...) Cuando el proletariado tome el poder, es muy posible que ejerza sobre las clases derrotadas un poder violento, dictatorial, e incluso sangriento. No puedo ver qué objeción podría plantearse a esto». En verdad no puede objetarse nada a esto, no sin un principio sólido superior, razón por la cual el moralista Camus rehusaría responder.
 
Puede que el comunismo no caiga en el fetiche de la libertad, pero para el anarquismo, un idealismo contradictorio, es el Ídolo primigenio. Del mismo modo, Camus se acercó a posturas idealistas con su negación por el compromiso en aras de una justicia que abandonaba injusticias más concretas: al haberse convertido en un descreído de la causa comunista, más que en un reaccionario, como se le etiquetó injustamente en aquella época, se decidió por el silencio, lo que parece un error por su parte, más motivado por sus inseguridades a la hora de enfrentar las críticas, sin pretender ahora el frío análisis psicológico post mortem de un Camus enterrado, que por un contenido filosófico serio que partiera de unas sólidas premisas —no pretendo darles la razón aquí a quienes desdeñan y desdeñaban, entre ellos el propio Sartre, a Camus como un mal pensador, un filósofo para estudiantes de bachillerato con "lecturas de segunda mano"—. Muchos de estos reproches no tenían sentido, pero pronto se transformaron en lugar común, volviendo al autor de Calígula un simpatizante del capitalismo, lo que no fue más inteligente que la postura que Camus adoptó. Camus, más inseguro sobre las críticas que recibía, se replegaba ácido sobre sí mismo, a veces mal encarado; mientras que Sartre, al contrario, confiaba tanto en su inteligencia que se crecía en todas las disputas que se le ofrecían desde el comunismo, antes de declararse él mismo como un marxista.
 
Sin embargo, Camus veía tan claramente el horror que estas concepciones atraían a razón de no haberle ofrecido al hombre una moral auténtica, fuera de estas definiciones estatales oportunistas, propias del nihilismo, como señalaría Fuentes, puesto que el nihilismo no es sólo el vacío estático de todo valor, nihilismo al que podemos llamar inofensivo, sino ante todo el vacío abismado del vacío del poder mismo; que no pudo sino posicionarse, no a favor de sí mismo, ególatra consumado, o de su inmaculada auto-percepción moral, sino de todas las víctimas que la historia y sus sistemas fagocitaba en pos de alguna causa. Esta fue la verdadera causa que Camus, quien sabe si por prudencia u obstinación, se negó a afirmar: que se había colocado del bando del individuo, contra ambos sistemas, capitalismo y comunismo. «Si alguien realmente se ha sacrificado para que yo sea hoy más feliz, soy en realidad aún más desgraciado que él, pues no deseo construir mi existencia sobre un cementerio» escribió el filósofo aullador Emil Cioran —a lo que habría que añadir que no es el sacrificio, sino el canibalismo, lo que ha convertido el mundo en un cementerio.
Albert Camus pensativo
Albert Camus
La idea subyacente no es otra que la de la voluntad de poder. El niño que abandona su individualismo y empieza a dar órdenes. Pero a nivel biológico, o tal vez ontológico, la planta, dice Scheller, refuta la voluntad de poder de Nieztsche: «(...) puesto que ni busca espontáneamente su sustento, ni en la reproducción elige de un modo activo su pareja. Es fecundada pasivamente por el viento, las aves y los insectos; y, puesto que ella misma se prepara en general el alimento que necesita, con materias inorgánicas, que existen en cierta medida por todas partes, no ha menester como el animal dirigirse a determinados lugares para encontrar su sustento».
 
La pasividad absoluta de la planta es la vida contemplativa de los sabios: un sabio no deja de parecerse, en el buen sentido, a una planta. —Cuando Pirrón adoctrinaba en la duda, con el quietismo que en su origen conllevaba su escuela, los viejos aristotélicos pretendían ofenderlo asemejando sus ideales a las vidas de las plantas—. Las plantas hunden sus raíces en la tierra, pero necesitan elevarse al cielo. Los árboles son la prueba más evidente de esta exuberancia que no se exhibe, sino que se demuestra. Recuerdo la cita aquella de Chesterton, en la cual se reía, con su brillante socarronería habitual, del pesimista ruso: «Un pesimista ruso denunciará a un policía por matar a un campesino, y luego demostrará, basándose en los principios filosóficos más elevados, que el campesino tendría que haberse suicidado». Esto podría aplicarse, de una forma un tanto más retorcida, a la verdad del marxismo, en tanto un nihilismo activo que se niega a serlo —lo que hace del marxismo un nihilismo más nihilista que el nihilismo autoproclamado: esta negación, con la cual pretende barrer de sí toda sospecha de nihilismo, lo desnuda sin querer como un nihilismo más feroz—. Si el nihilismo se niega a dar cuenta de los valores que pretende con la destrucción del Estado por la misma destrucción, el marxista dirá que no hacen falta valores: será su triunfo el que eleve a la categoría de lugar común los nuevos valores. Y no se equivoca ninguno: aquello no será ningún valor: será simplemente la ciega obediencia a una superestructura ideológica tan arbitraria como cualquier otra. Es posible que quienes nos empeñamos en hacer énfasis de este vacío nihilista en que se sitúan todas las ideologías seamos, como dice el lenguaje popular, unos burdos aguafiestas —o peor todavía: unos nihilistas. Pero mientras las fiestas consistan en las masacres de nuestras madres, algunos continuaremos fieles al bando de Camus, que sólo un mediocre anodino y comunista trasnochado podría tildar de mediocre o individualista —pues podemos traer a colación, al menos, dos tipos de individualismos que se presentan unidos pero que debemos desligar: el individualismo metodológico del individualismo liberal. A Camus cabría encajarle, más apropiadamente, en este segundo individualismo, que pretende hacer del individuo en la sociedad el núcleo fundamental que se debe proteger; no tanto con el primero—, a pesar del fracaso del propio Camus al haber tratado de objetivar mediante el absurdo dichos valores que habrían de guiar a la humanidad futura.

Pero como dejó escrito el viejo pillo de Lenin: «En toda guerra, cualquier operación lleva un cierto desorden a las filas de los combatientes. De esto no puede deducirse que no hay que combatir. De esto es preciso deducir que hay que aprender a combatir. Y nada más». Del fracaso absurdo del francés, con su mítico Sísifo feliz arrastrando su ridículo hasta el fin de los tiempos, no debe deducirse que no debamos buscar aquellos valores. De esto únicamente se deduce el deber de buscar mejor los valores. El fracaso no es rendirse: el fracaso, perdonen la tautología, es el fracaso; pero la naturaleza humana lleva en sí el fracaso. «El hombre es un deseo que fracasa, un anhelo que no se cumple; pero el hombre no es el ser que fortuitamente fracasa, que casualmente no logra; el hombre es el ser que no logra; ser hombre es no lograr» escribió el prosista colombiano Nicolás Gómez Dávila. La lección que nos legó Camus fue, tal vez, la de aceptar nuestro fracaso; reconocerlo y, reconociéndolo, afirmar que existe vida más allá de la catedrales dogmáticas con que embellecemos nuestra pobreza espiritual. Y si bien podemos prescindir de su idealismo, no así de esa honestidad en su defensa del individuo ante el poder que siempre lo caracterizó. Sartre, que lamentó escuetamente y no exento de último reproche el fallecimiento de su otrora amigo, le confesaría en una carta: «Para nuestros enemigos comunes que forman legión, seremos motivo de risa: esto es lo cierto». Leído en bruto parece una manera melancólica de digerir el enfrentamiento; pero también podría ser leído con un fondo de chantaje al trocar en baladí las cuestiones que Camus defendía mientras existieran mutuos enemigos: precisamente lo que éste se negaba a hacer: rehusar condenas a estados totalitarios porque existieran en oposición a estados peores o igual de malos. Lo que importaban no eran los Estados ni las ideologías: eran los individuos oprimidos que sufrían y que morían a causa de estas rencillas. De ahí que nunca quisiera tomar partido: tomar partido significaba tomar partido por la muerte. Su postura se tacha de ingenua, cuando lo que importó siempre fue su ejemplo. Camus se quedó solo, rumiando entre paréntesis, hasta que en enero de 1960 un accidente de coche le arrebató la vida. Días atrás había confesado que no había muerte más tonta que la muerte por accidente de tráfico. Sartre murió en 1980 tras una larga enfermedad. La historia parece darle la razón a éste último, y a su funeral acudieron varias decenas de miles de personas, honrando al intelectual más importante de su tiempo; pero precisamente y en tanto construimos la historia enfermos de historia, sin sondear oportunidades más allá de las carencias de ésta. 
 
la lápida de camus con la fecha de nacimiento y la fecha de su muerte
Lápida de Albert Camus

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