sábado, 21 de abril de 2018

Cinco microcuentos satíricos de Sławomir Mrożek

Sławomir Mrożek fue un escritor polaco nacido en 1930 y fallecido en 2013. Su obra se compone fundamentalmente de pequeños relatos satíricos con un irónico sentido del humor donde expone la crueldad de la naturaleza humana, el absurdo de sus vidas y los abusos del poder. Además, fue dramaturgo y escribió cómics. La editorial Acantilado ha publicado varias compilaciones de cuentos, como La mosca, La vida difícil o La vida para principiantes. Los cuentos que seleccionamos forman parte de La mosca y La vida para principiantes.
 
 

1. KETCHUP
Leí en un periódico que no habría Apocalipsis.
 
Para celebrar la buena nueva, fui al McDonald's y pedí una hamburguesa.
 
"Qué suerte", pensé, mientras, entusiasmado, aderezaba mi hamburguesa con ketchup, "que no haya trompetas angelicales ni estrellas que caigan sobre nuestra Tierra abrasándola." Hasta ese momento había sido un consumidor poco entusiasta puesto que vivía a la espera de la catástrofe. ¿Qué más daba el ketchup, si nos encaminábamos hacia el desastre? Ahora, sin embargo, el mundo tenía futuro. Así que me puse más ketchup porque ahora sí que valía la pena.
 
Al día siguiente volví a tomarme una hamburguesa con doble ración de ketchup. Pero al tercer día noté que, tomando doble ración de ketchup por tercera vez, ya no estaba a la altura de mi época. El primer día iba por delante, el segundo seguía el paso de la contemporaneidad, pero al tercero ya me quedaba atrás. ¿Ketchup doble por tercera vez? ¡Es un retroceso! Para no quedarme a la cola, debería ser como poco triple.
 
Me puse, pues, una triple. Eructé un poco, pero en principio no me sentía mal. Los problemas de estómago no llegaron sino después de la cuádruple. Conseguí paliarlos con Alka Seltzer. Tras la quíntuple, ya ningún remedio podía ayudarme, y después de la séxtuple, me entraban náuseas sólo con pensar en la séptuple.
 
¿Y ahora qué? El implacable avance del consumo exigía una ración séptuple de ketchup, y después una óctuple, y una nónuple, y una décuple, y así sin fin, porque ahora que el Apocalipsis había sido suspendido, el futuro no tenía ya límite. Supongamos que aguanto incluso la décuple. Y después, ¿qué?
 
He quemado el McDonald's, había una vida en juego. El incendio no ha sido grande, ni punto de comparación con el Apocalipsis, pero era mejor que nada.
 
2. UN HÉROE
Un buen día, paseando por la orilla de un río, vi de pronto a un niño escucha que se estaba ahogando. Conozco el lugar, no es profundo, así que decidí salvarlo en cuanto se reuniera un poco más de público. Me senté en un banco a esperar. El niño escucha gritaba de lo lindo, por lo que al cabo de poco se congregó en la orilla un nutrido grupo de gente. Esperé un poco más para que el público estuviera al completo, entonces me levanté, me acerqué al agua y animado por los gritos de admiración me puse a quitarme lentamente el zapato izquierdo. El público me aplaudió. Estaba ya en calcetines cuando me di cuenta de que un sinvergüenza también se disponía a desnudarse. Me puse furioso.
 
–Yo estaba aquí primero –le dije.
 
Y él me contestó:
 
–¿Es tuyo el niño escucha o qué? –y se puso a quitarse el chaleco.
 
–¡Tiene razón! –se dejaron oír unas voces entre el público–. ¡El niño escucha es de todos!
 
–Deja esos pantalones –le dije–. Tú aún no estabas en este mundo cuando yo ya salvaba niños escuchas.
 
–Habrás salvado a tu abuela –me contestó en un tono insultante.
 
–Y tú a tu tía. Vete a hacer puñetas y deja en paz al niño escucha.
 
El público iba en aumento. Unos estaban de mi parte, otros decían que todo el mundo tiene derecho a salvar niños escuchas. Vi que las cosas se complicaban y que todo dependía de quién se desnudase primero. Aunque él había comenzado más tarde, como llevaba cremallera me alcanzó. Le gané solo al llegar a los calzoncillos. Al ver que perdía su oportunidad quiso saltar al agua tal como estaba, en ropa interior. Se me encendió la sangre y le eché la zancadilla. ¡Por hacerse el héroe! No sé qué pasó con el niño escucha porque a nosotros nos llevaron a urgencias. Yo le disloqué un brazo y él me rompió unos dientes.
 
Salvar a los que se ahogan requiere valor y sacrificio.
 
3. REVOLUCIÓN
En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.
 
Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
 
Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.

Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.
 
Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
 
La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.
 
Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.
 
Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.
 
Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.
 
Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la  vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.
 
Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.
 
Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.
 
De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.
 
Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.
 
Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.

4. LA INJUSTICIA
He leído en el periódico una noticia que me ha indignado.
 
Se trata de los elefantes. Amenazados por la civilización moderna, pronto se extinguirán por completo si no se los protege. Precisamente, acaban de ser aprobadas medidas en este sentido y eso es lo que me ha indignado.
 
Y es que ¿acaso hay que proteger a los elefantes? Siendo el elefante un animal prehistórico, hijo del mamut, ¿no es el símbolo del retroceso? ¿Acaso la misma palabra «mamut» no nos incita a una risa paternalista, cuando no desdeñosa, frente a alguien o algo que se obstina en las viejas costumbres y se resiste al cambio, o sea al progreso, hasta que es castigado merecidamente y se convierte en un fósil? Si el elefante no está a gusto en nuestra civilización, que se extinga. ¿Por qué otros animales, la chinche por ejemplo, se adaptan y el elefante no? ¿Es que se considera mejor?
 
¿Y por qué precisamente el elefante? ¿Acaso no hay otras especies en vías de extinción? Nadie se preocupa de ellas, porque sólo se habla de los elefantes. ¿Por qué, si se puede saber, el elefante merece un trato especial y los demás no? ¿Será porque tiene un primo en el circo y un cuñado en el zoo? ¿Se lo han facilitado ellos a niveles superiores? ¿Enchufe? ¿O tal vez los judíos han metido mano en el asunto? Quién sabe si en verdad este mastodonte no es un mastodonte... ¿Los masones?
 
Cada vez más indignado, estaba a punto de protestar públicamente, cuando se me ha ocurrido una idea mejor.
 
Voy a hacerme un par de orejas de algún material duradero, preferiblemente de nailon, me pillaré alguna trompa y me iré a África a unirme a los elefantes. Tal vez no se den cuenta de que voy disfrazado y me acepten como a uno de ellos. Y aunque se den cuenta, tal vez lo entiendan.
 
A ver si de esta manera sobrevivo.

5. LA METAMORFOSIS
Este Kafka se habrá creído que sólo a él le ha ocurrido una cosa así. Hablo de Franz Kafka, el literato, ése que se convirtió en bicho y lo describió en una de sus obras. Vaya logro, convertirse en algo asqueroso puede hacerlo cualquiera, pero eso no es motivo suficiente para presumir de ello. Yo, por ejemplo, me convertí una vez en un lagarto y ni se me pasó por la cabeza contarlo. Ahora me arrepiento, porque este Kafka se hizo famoso y yo, en cambio, no mucho...
 
Lo que sí resulta más difícil es volver a convertirse después en persona. Contaré esta dificultad, aunque no espero que me traiga fama. No hay justicia en este mundo.
 
Resulta, pues, que fui un lagarto, tal vez no uno de esos que figuran en las clasificaciones oficiales, pero, sin duda, algún tipo de lagarto. Sólo el rabo ya era prueba de ello, por no mencionar otros detalles de mi encarnación de entonces. Mediría como dos metros de largo, era dentado y estaba cubierto de escamas. Si hablo ante todo del rabo es porque era del rabo de lo que más difícil resultaba deshacerse. Una vez ya logrado un aspecto humano visto de frente, seguía pareciendo un lagarto de perfil y por detrás.
 
Independientemente de su inoportunidad moral, el hecho de tener un rabo era fuente de constante incomodidad práctica. No podía cerrar la puerta detrás de mí como una persona normal, sin volverme hacia ésta. Al cruzar la calle siempre corría el riesgo de que un coche me lo aplastara. Entre la multitud siempre había alguien que me lo pisaba. Pero, sobre todo, sufría anímicamente, puesto que el rabo era el último obstáculo en mi camino hacia una humanidad plena. Y no me hacía ninguna gracia cuando, en el zoológico, los cocodrilos me miraban con complicidad.
 
¿Qué hacer? Entendí que solo no conseguiría deshacerme del rabo y acudí a unos especialistas. Primero, a aquellos que afirman que la humanidad es cosa del alma. Tienes un alma, eres persona. No tienes, eres un lagarto, o, en el mejor de los casos, una vaca. Afirmaron que aunque tenía un alma, ésta no estaba completamente desarrollada. Durante un tiempo intentaron desarrollármela. Al parecer exageraron ya que empezaron a salirme alas de ángel, mientras que al rabo, ni cosquillas. Aquéllas, unidas al rabo, daban al conjunto un aspecto todavía peor, así que abandoné el tratamiento.
 
Afortunadamente, no vivimos ya en la Edad Media y existe la alternativa laica. El lagarto, por lo visto, se había convertido en hombre gracias a una cultura mental, sin ninguna metafísica. Me suscribí, pues, a algunas revistas literarias y cada día medía el rabo por si menguaba. Sólo conseguí que empezara a rizarse en espiral. En vez de un rabo sencillo y honrado, tenía ahora un rabo de lagarto en forma de sacacorchos.
 
Será que lo de la cultura tampoco es cierto. Pero ¿para qué tenemos una teoría social? El hombre se convierte en hombre gracias a que vive en grupo, o sea en sociedad, colabora, mantiene una actividad pública. ¿Y qué más público que la política? Así que fundé mi propio partido político y me convertí en su líder. El rabo quedó como estaba, pero, en cambio, empezó a salirme un hocico de cerdo. Me retiré de la política.
 
Triste, acongojado, fui de nuevo al zoológico para volver a pensar en todo el asunto. Era un día entre semana, había pocos visitantes y podía contar con relativa soledad. Me detuve delante de la jaula de los lagartos, pero no me estaba destinado gozar de la tranquilidad. Se me acercó un bedel, dio un par de vueltas, se deslizó la gorra del uniforme a un lado y se rascó la cabeza observándome.
 
—¿Usted va aquí? —preguntó finalmente, y añadió, señalando la jaula—: ¿O allí?
 
—¿Yo? Si yo sólo pasaba por aquí un momento. Gracias. Ahora mismo sigo paseando.
 
Y abandoné el zoo.
 
Desde entonces pienso que Kafka se guardó algo, que no lo contó todo. Si se convirtió en bicho, es porque algo de eso tendría ya de antes, tal vez cuernos o tentáculos, algo de insecto quiero decir. Y tampoco me creo que se transformara en bicho completamente, es evidente que le quedó una mano humana con la que lo narró todo. No se puede llegar a ser nada de lo que no se haya empezado siendo, ni en un sentido ni en otro. Siempre, al principio, hay algo de lo que habrá al final, y da igual por qué lado se empiece y por qué lado se acabe.
 
Y, por cierto, los cocodrilos son más educados que las personas. Sólo miran, no hacen preguntas.

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