lunes, 3 de septiembre de 2018

Cinco relatos cortos de humor.

«El humorismo es el realismo llevado a sus últimas consecuencias. Excepto mucha literatura humorística, todo lo que hace el hombre es risible o humorístico.

En las guerras deja de serlo porque durante éstas el hombre deja de serlo. Dijo Eduardo Torres: “El hombre no se conforma con ser el animal más estúpido de la Creación; encima se permite el lujo de ser el único ridículo”». Augusto Monterroso.
 
Los cuentos reunidos a continuación son:
 
1. El mono que quiso ser escritor satírico, de Augusto Monterroso.
2. Las preocupaciones de un padre de familia, de Franz Kafka.
3. Cuaderno azul Nº 2,  de Daniil Jarms.
4. Paseo nocturno, de Rubem Fonseca.
5. Coartada de niño, de Roland Topor.


buster keaton con paraguas
El cineasta cómico americano Buster Keaton.

 
1. El mono que quiso ser escritor satírico.
 
En la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.
 
Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cócteles y a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la copa en la mano.
 
Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier parte era bien recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido aún.
 
No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los esposos de las Monas y por los demás habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.
 
Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin que se le escapara nada.
 
Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su sátira, por suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.
 
Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Serpiente, quien por diferentes medios -auxiliares en realidad de su arte adulatorio- lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió de hacerlo.
 
Después deseó satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de este género, y especialmente uno, se ofendieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta no hacia más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.
 
Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero tantas de éstas lo habían recibido que temió lastimarlas, y desistió de hacerlo.
 
Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.
 
En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto.
 
2. Las preocupaciones de un padre de familia.
 
Algunos dicen que la palabra «odradek» precede del esloveno, y sobre esta base tratan de establecer su etimología. Otros, en cambio, creen que es de origen alemán, con alguna influencia del esloveno. Pero la incertidumbre de ambos supuestos despierta la sospecha de que ninguno de los dos sea correcto, sobre todo porque no ayudan a determinar el sentido de esa palabra.
 
Como es lógico, nadie se preocuparía por semejante investigación si no fuera porque existe realmente un ser llamado Odradek. A primera vista tiene el aspecto de un carrete de hilo en forma de estrella plana. Parece cubierto de hilo, pero más bien se trata de pedazos de hilo, de los tipos y colores más diversos, anudados o apelmazados entre sí. Pero no es únicamente un carrete de hilo, pues de su centro emerge un pequeño palito, al que está fijado otro, en ángulo recto. Con ayuda de este último, por un lado, y con una especie de prolongación que tiene uno de los radios, por el otro, el conjunto puede sostenerse como sobre dos patas.
 
Uno siente la tentación de creer que esta criatura tuvo, tiempo atrás, una figura más razonable y que ahora está rota. Pero éste no parece ser el caso; al menos, no encuentro ningún indicio de ello; en ninguna parte se ven huellas de añadidos o de puntas de rotura que pudieran darnos una pista en ese sentido; aunque el conjunto es absurdo, parece completo en sí. Y no es posible dar más detalles, porque Odradek es muy movedizo y no se deja atrapar.
 
Habita alternativamente bajo la techumbre, en escalera, en los pasillos y en el zaguán. A veces no se deja ver durante varios meses, como si se hubiese ido a otras casas, pero siempre vuelve a la nuestra. A veces, cuando uno sale por la puerta y lo descubre arrimado a la baranda, al pie de la escalera, entran ganas de hablar con él. No se le hacen preguntas difíciles, desde luego, porque, como es tan pequeño, uno lo trata como si fuera un niño.
 
—¡¿Cómo te llamas? —¡le pregunto.
 
—¡Odradek —¡me contesta.
 
—¡¿Y dónde vives?
 
—¡Domicilio indeterminado —¡dice y se ríe.
 
Es una risa como la que se podría producir si no se tuvieran pulmones. Suena como el crujido de hojas secas, y con ella suele concluir la conversación. A veces ni siquiera contesta y permanece tan callado como la madera de la que parece hecho.
 
En vano me pregunto qué será de él. ¿Acaso puede morir? Todo lo que muere debe haber tenido alguna razón be ser, alguna clase de actividad que lo ha desgastado. Y éste no es el caso de Odradek. ¿Acaso rodará algún día por la escalera, arrastrando unos hilos ante los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? No parece que haga mal a nadie; pero casi me resulta dolorosa la idea de que me pueda sobrevivir.
 
3. Cuaderno azul Nº 2.
 
Había un hombre pelirrojo que no tenía ojos ni orejas. Ni siquiera tenía cabello, así es de que eso de que era pelirrojo es un decir.
          
 No podía hablar porque no tenía boca. Tampoco tenía nariz.
           
Ni siquiera tenía brazos ni piernas. Tampoco tenía estómago ni espalda ni espina dorsal ni intestinos de ningún tipo. De hecho, no tenía nada. De modo que es muy difícil entender de quién estamos hablando.
           
Tal vez sea mejor ya no hablar nada más de él.
 
4. Paseo nocturno.
 
Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en su dormitorio practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín?, preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.
 
Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado, y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto a que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?
 
La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido, mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada: teníamos una cuenta bancaria conjunta.
 
¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear en auto todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.
 
Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje, impidiendo que yo sacase el mío. Saqué los autos de los dos, los dejé en la calle, saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje, cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado, sentí que mi corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico. Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros, el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente, llevaba un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería, estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las luces del auto y aceleré. Ella solo se dio cuenta de que yo iba encima de ella cuando escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Le di a la mujer arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda, un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro, de esos bajitos de casa de suburbio.
 
Examiné el auto en el garaje. Con orgullo pasé la mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas, en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.
 
La familia estaba viendo televisión. ¿Ya diste tu paseíto, ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente el video. Voy a dormir, buenas noches para todos, respondí, mañana voy a tener un día horrible en la compañía.
 
5. Coartada de niño.

—¡Mamá —dijo el pequeño Sergio al despertar—. Esta noche un señor ha venido a hacerse pipí en mi cama.

La mamá del pequeño Sergio sonrió con indulgencia.

—Eso no está bien —dijo simplemente—. No hay que volverlo a hacer.

Al llegar su marido de la oficina, le contó lo sucedido  y rieron de buena gana. Pero cuando a la mañana siguiente los mismos hechos se reprodujeron, empezaron a inquietarse. El pequeño Sergio tenía ya ocho años y medio y hacía mucho tiempo que había dejado de sucederle aquello.

—Mañana, si vuelve a hacerlo, habrá que llevarlo al médico —decidieron.

Tuvieron que ir.

El médico auscultó al niño, le interrogó con habilidad y después sacó sus conclusiones. El pequeño, sin duda, había sufrido una contrariedad y se vengaba inconscientemente de aquella forma.

Como consecuencia, hubo en los padres del pequeño Sergio tal complejo de culpabilidad que ya no fueron capaces de negarle el menor caramelo a su hijo, quien a despecho de estas condiciones excepcionales, mojaba su cama todas las noches.

Testarudo, el niño repetía:

 —Un señor ha venido esta noche a hacerse pipí en mi cama.

Los padres ya no sonreían. Decidieron actuar.

El papá y la mamá se escondieron detrás de un armario y vigilaron el sueño de su hijo.

Hacia las tres de la madrugada, una forma se materializó cerca del pequeño lecho. No tardó en dejarse oír un ruido de surtidor. Más tarde, cuando el ruido se apagó, la forma se alejó lentamente, como a disgusto. Se trataba de un individuo de alta estatura. Por espacio de un segundo, un rayo de luna iluminó su rostro. Un instante después, el hombre había desaparecido.

—¿Lo has reconocido? —preguntó la mamá.
 
—Sí —respondió el papá con voz ahogada—. Es el jefe de mi oficina.
 
—Ya sabes lo que tienes que hacer. Él tiene un niño pequeño. Está a dos pasos.
 
El desgraciado se retorcía sobre sí mismo.

—No tengo ganas, querida. Yo bien quisiera, te lo juro, pero no tengo ganas.
 
—Me parece que queda cerveza en la cocina. Ve a beber un vaso. Eso te ayudará...
 

1 comentario:

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